Semanario Voces
Vivimos un tiempo en
que la agenda pública está poblada por temas distractivos, que
tienen por fin hacernos discutir y destinar tiempos legislativos e
institucionales a asuntos menores e incluso falsos (como la supuesta
discriminación en Coffe shop) y a supuestas soluciones legislativas
que en realidad nada solucionan (como la creación del femicidio).
Lo grave es que esos
temas conllevan la destrucción de principios sustanciales de la
convivencia social tal como la conocemos. Estos dos casos lo
demuestran. En ellos de ponen en cuestión dos principios
fundamentales: la libertad de expresión, y la igualdad ante la ley.
Escribo este
artículo sin expectativas, casi desinteresado de sus efectos
prácticos, quizá por aquello de que ciertas cosas deben ser dichas
sin importar los resultados.
Para un lector
desatento, el tema de esta nota serán dos hechos recientes: el
episodio de denuncia e intervención de la Intendencia respecto del
establecimiento “Coffe shop” por reproducir en un pizarrón
cierta frase de un personaje de una película de Tarantino; y la
aprobación unánime por el Senado de una reforma al artículo 312
del Código Penal, por la que se incluye al “femicidio” como una
variante de homicidio muy especialmente agravado (15 a 30 años de
penitenciaría).
Sin embargo, de lo
que realmente quiero hablar, lo que en verdad me parece importante
considerar, es otra cosa. Un fenómeno cultural que se manifiesta en
esos dos hechos pero también en muchos otros, a los que nos hemos
ido acostumbrando casi sin notarlo.
El episodio de
“Coffe shop” tiene ribetes grotescos, que serían humorísticos
si no pusieran en evidencia la cruda mezcla de ignorancia, prejuicio
y autoritarismo en personas que ocupan cargos públicos destacados,
mezcla que, al parecer, comparte cierta parte de la población.
El decano Rodrigo
Arim no tiene obligación de saber de cine y la Directora de
Políticas Sociales de la Intendencia de Montevideo tampoco. En
rigor, no tienen por qué saber de cine, ni de literatura, ni de
filosofía, ni de ciencia política. Tienen derecho a ignorar esas y
muchas otras áreas del conocimiento. En cambio, tienen obligación
de conocer un poco la Constitución y algunas normas básicas todavía
vigentes en nuestro país. Por ejemplo, deberían saber que la
expresión del pensamiento es libre y que nadie debería ser
sancionado por publicar ideas propias o ajenas, siempre que la
publicación no configure por sí misma un delito o instigue a la
comisión de delitos. Deberían saber que el derecho castiga actos,
no la simple expresión de ideas.
La discriminación
en el ingreso a un local comercial, para ser delito, debe
materializarse en una política de admisión. Debería demostrarse
que el local niega el ingreso a cierta categoría de personas para
acusar y sancionar a sus propietarios. En este caso, la frase del
personaje de Tarantino (“No se admiten perros ni mexicanos”) no
era el anuncio de una política de admisión del establecimiento
comercial. En otras palabras: el cartel sería una infracción a la
ley si expresara un criterio efectivo de admisión arbitrariamente
restrictivo, cosa que en este caso no ocurría. ¡Habría sido tan
fácil evitar el incidente tan solo con preguntar en el local qué
significaba el cartel y si realmente se prohibía el ingreso de
mexicanos! Pero tanto el denunciante como los funcionarios
intervinientes prefirieron prejuzgar que existía discriminación y
desatar la persecución estatal y el linchamiento virtual del
establecimiento y de sus dueños.
Como nota curiosa,
el denunciante afirmó en Twitter que el propietario del local era
norteamericano (lo que podría considerarse discriminatorio, además
de a medias falso). Otra curiosidad es que ciertos locales
comerciales, en los que actúan “estripers” masculinos, prohíben
efectivamente el ingreso de público masculino, sin que eso haya
alterado nunca a las autoridades departamentales o nacionales.
El otro episodio
relevante es la aprobación en el Senado, por unanimidad, de la
reforma del artículo 312 del Código Penal, para incluir a la figura
del femicidio como un homicidio muy especialmente agravado, con pena
de 15 a 30 años de penitenciaría, que contrastan con la de 20 meses
de prisión a 12 años de penitenciaría para el homicidio común y
la de 10 a 24 años de penitenciaría para los homicidios
especialmente agravados.
La reforma tiene
varios aspectos preocupantes. Uno es que crea una modalidad de
homicidio en que la víctima sólo puede ser mujer y el victimario,
aunque no se lo dice expresamente, sólo puede ser hombre. El uso de
la expresión “el autor”, en lugar de “el autor o autora”,
para referirse al victimario, así lo indica, sobre todo porque la
misma ley usa expresiones como “hijas o hijos” cuando quiere
abarcar a los dos sexos.
Otro aspecto
preocupante es que la tipificación del femicidio, definido como
causar la muerte de una mujer por motivos de odio o menosprecio a la
condición de mujer, se convierte en un verdadero chicle, capaz de
convertir en femicido a cualquier cosa. Así, de acuerdo al literal
a) del artículo en la redacción propuesta, será prueba del odio o
menosprecio a la condición de mujer “Que a la muerte le haya
precedido algún incidente de violencia física, psicológica,
sexual, económica, o de otro tipo, cometido por el autor contra la
mujer, independientemente que (la omisión del “de” debe de ser
una licencia legislativa) el hecho haya sido denunciado o no por la
víctima”.
Esa definición
amplísima de la violencia previa hace que toda muerte de una mujer
por alguien que tenga alguna relación con ella (salvo que la mate un
desconocido usando mira telescópica) pueda ser tipificada como
femicidio.
En los debates
previos sobre este proyecto se ha señalado hasta el cansancio que la
creación de la figura del femicidio no prevendrá ni disminuirá las
muertes por violencia dentro de la pareja. No lo ha hecho en ninguno
de los países que la han creado y la aplican. No lo hace ni lo hará
porque, como política legislativa, está equivocada. La violencia en
la pareja o ex pareja no es una conducta racional ni especulativa. Y
es falso que se funde en la idea de propiedad o de odio y menosprecio
a la condición de mujer. Por lo tanto, tratándose de una conducta
que suele cometerse en estados de alteración emocional y psicológica
(por eso va acompañada con tanta frecuencia por el suicidio) de nada
servirá ponerle a esa conducta un nuevo nombre ni asignarle una pena
mucho mayor. Esto es tan evidente que ya nadie, ni siquiera las
organizaciones feministas, defiende el proyecto alegando sus efectos
positivos. Simplemente se habla de “emitir una señal” o, peor
aun, se excita la reacción de rechazo que a todos nos producen esos
asesinatos, para promover una respuesta irracional y a todas luces
equivocada.
Además de ser
inútil, la nueva figura penal consagra una distinción
discriminatoria, por la que matar a una mujer pasa a ser penalmente
más grave que matar a un hombre o a un niño. Es decir, se viola el
principio de igualdad en un área tan básica como lo es la
protección de la vida, sin ni siquiera poder sostener que se
lograrán los resultados supuestamente buscados.
¿Por qué se vota
por unanimidad en el Senado una disposición discriminatoria que, por
añadidura, será ineficaz para lograr los efectos alegados?
Vivimos un tiempo en
que la agenda pública está poblada por temas distractivos, que
tienen por fin hacernos discutir y destinar tiempos legislativos e
institucionales a asuntos menores e incluso falsos (como la supuesta
discriminación en Coffe shop) y a supuestas soluciones legislativas
que en realidad nada solucionan (como la creación del femicidio).
Lo grave es que esos
temas conllevan la destrucción de principios sustanciales de la
convivencia social tal como la conocemos. Estos dos casos lo
demuestran. En ellos de ponen en cuestión dos principios
fundamentales: la libertad de expresión, y la igualdad ante la ley.
Las soluciones
buscadas, la intervención represiva de los organismos públicos en
el caso de Coffe shop, y la aprobación del femicido por el senado,
transgreden alegremente esos dos principios. Sin contar otros, como
que los organismos públicos deben actuar dentro de sus competencias
y no deben invocar faltas administrativas (por ejemplo, control de
autorización de Bomberos) para castigar por razones ideológicas.
¿Cuál es el
verdadero fondo del asunto?
Principios jurídicos
como la libertad de expresión y la igualdad ante la ley son
resultado de luchas centenarias contra el autoritarismo y la caza de
brujas ideológicas. Quien crea que esos principios están asegurados
se equivoca. Sólo un cuidadoso control sobre las autoridades puede
evitar que esos vicios del poder reaparezcan.
Sin embargo, vivimos
un tiempo en que los derechos esenciales, y los trabajosos mecanismos
establecidos para garantizarlos, son sustituidos por corrientes
emotivas que se erigen en leyes, arbitrarias e imprevisibles, como
suelen ser las corrientes emotivas. Así, si me indigna la muerte de
un caballo en la Rural, propongo prohibir las jineteadas, sin
importar si la muerte es accidental ni cuántas personas vivan de esa
actividad; si puedo exhibir mi amplitud mental persiguiendo a un
imaginario norteamericano discriminador de mexicanos, claro que
apoyaré que lo persigan, aunque la discriminación sea falsa; y si
me indigna la muerte de mujeres, vale votar una ley aunque haga
trizas el principio de igualdad y no sirva para impedir las muertes.
Lo que importa es mi
emoción, no los resultados ni los perjuicios que ocasione el
satisfacerla.
Resolver los
conflictos humanos con soluciones racionales y equitativas es un
largo camino. Si, cansados de ese camino dificultoso, decidimos
sustituirlo por el libre juego de las emociones, acicateadas por la
publicidad y el deseo de satisfacción inmediata, iremos en otra
dirección.
Los linchamientos y
el circo romano se basaron siempre en la satisfacción de las
emociones primarias colectivas.