En las imágenes:
El hoy poco recordado Billy Cafaro, auténtico precursor del rock nacional en el Río de la Plata.
Uno de los más populares LP de ese grupo legendario que fue Los Plateros.
“... porque los verdaderos paraísos
son los paraísos que hemos perdido”.
MARCEL PROUST - En busca del tiempo perdido
Aquellos redondeados automóviles se colocaron en línea una vez más, jadeando al toque nervioso en los aceleradores, mientras los dos muchachos se miraban, con fuego en los ojos, desafiantes, serenos apenas, apenas aguantando con el otro pie en el freno a las máquinas con ansia de abismo, esperando la señal de la bella en litigio que iría acompañada como siempre con un agitarse de la pollera debido al viento producido por el pasaje raudo de los bólidos hacia un destino desparejo. Como todas las veces, Jimmy sería el triunfador, y de ahí en más comenzaría la parte más grave, seria, melancólica tal vez de la película.
Apagó el aparato de video. De cualquier modo, ya lo sabía todo de memoria. Uno de los móviles que lo llevó a entrar en ese gasto, aparte del bien intencionado pretexto de que los chicos se acostumbraran al buen cine, fue el inconfesado deseo de ver una y otra vez películas como ésa, lo que hizo hasta el cansancio en los primeros meses, encontrándose de golpe y a destiempo con lo más fabuloso y lo más angustiante de su lejana adolescencia.
Se desprendió el nudo de la corbata, tiró hacia atrás con la mano su escaso pelo, se recostó en el plastificado sillón del angosto living, miró por entre las hendijas de la cortina veneciana el comienzo del atardecer; dio gracias que su mujer y sus hijos estuvieran pasando unos días afuera, en casa de sus padres. Con los ojos entrecerrados, percibiendo el murmullo monótono del ventilador y los ruidos intermitentes de la calle, comenzó a evocar, sin quererlo —asociación libre, pensó que llamaría a eso el siquiatra— las circunstancias de su primera admirada visión de “Rebelde sin causa”.
Era entonces un teenager (recordó la expresión, que en aquella época se aplicaba con la ingenuidad de lo novedoso; sin el posterior síndrome culpable que para toda palabra proveniente del norte introdujeran, en él como en tantos, los años sesenta en general). Era un teenager. Musitó en voz alta la expresión, con ese regodeo sólo privativo del reencuentro con algo de uno mismo perdido en el oscuro bosque del pasado. Se vio de pantalones vaqueros —los primeros— con el cabello entero todavía y peinado a la gomina con un jopo, saliendo del cine Rex con dos amigos y entrando a la vecina Vascongada. Vio también a Matilde en una mesa cercana —de las del rincón, que parecían de ferrocarril— y esa vez se animó a sonreírle. Luego sonó en la máquina de discos “Remember when”, mientras él ni oía a sus amigos y ni siquiera miraba a la muchacha; se imaginaba siendo tan arrojado, melancólico y atractivo, como el mismísimo James Dean.
Días después se animó a invitarla a salir. Vivían en la misma cuadra de Malvín, y para lucirse sustrajo del garage familiar el casi flamante Chevrolet Bel Air de su tío en el que llevó a Matilde a dar unas vueltas por las calles del barrio para culminar en el Rodelú, cuyo enorme salón ella cruzó como si fuera una imagen inquietante de la sensualidad, con sus pantalones pescador, sus elásticas ballerinas y su larga cola de caballo. No fue más allá el acercamiento. Salieron otra vez, pero a caminar, y al poco tiempo supo que se había arreglado con Lito, justamente lo más parecido a muchacho de película en la zona.
Sintiendo calor y amparándose en la momentánea soledad, tomó el saco y salió a la calle. Siguió hasta el bar más próximo, donde se atrevió con un medio y medio, y luego otro, y otro más, mientras seguía soñando con el cincuenta y tantos. Y fue de ese modo —rodeado por los dos costados de borrachos alegres— que se decidió a la insensatez y sucumbió a la tentación.
Pidió la guía telefónica, buscó con mano temblorosa, se dirigió al aparato, discó.
—Buenas noches, disculpe, quisiera hablar con Matilde... Sí, Matilde Pérez... Ella vivía allí, hace muchos, muchos años... Quería desearle un feliz año 1990...
—........................
— ¿Que tu mamá no se encuentra? Entonces dame con Lito...
—........................
— ¿Qué decís? ¿Que no se llama Lito tu padre...?
—.......................
Dejó el tubo descolgado, y anduvo titubeante y pálido hasta el mostrador. Pidió ahora whisky, dispuesto a gastarse todo el dinero, no preocupándole ya las previsibles recriminaciones de su mujer cuando volviera. La cabeza le daba vueltas, y las imágenes de Natalie Wood y de Matilde se le aparecían, intermitentes, como luces de neón de aquellos tiempos.
Aunque pretendía a Matilde, sabía que en el fondo no podía aspirar a una chica así. Le bastaba con que le hubiera concedido aquella inolvidable salida de sábado, cuando arrimara despacio y orgulloso el automóvil a la amplia terraza del Rodelú, con todas las miradas y las envidias de la muchachada sobre él, al tiempo que Billy Cafaro cantaba “Marcianita” desde algún lugar. Después, y por unos años, mientras su familia vivió en Malvín, vio él también con cierta envidia a la pareja ideal que hacían Lito y Matilde: eran poderosa, casi diabólicamente atractivos, cuando caminaba ella con sus vestidos de vuelos y los zapatos de punta de alfiler, y Lito con el amplio torso y los brazos musculosos (a fuerza de pesas y de tensión dinámica) apretados por el buzo negro de mangas bien cortas.
Todavía recordó cómo una vez el torpe, el pusilánime del barrio, ese bobalicón que nunca falta y del que todos se burlaban, la miró a Matilde un poco más de lo prudente en el cine al aire libre, y cómo recibió su merecido de inmediato de parte de los fuertes puños de Lito. El esmirriado y blancuzco —casi el mitológico alfeñique de cuarenta y cuatro kilos— se llamaba Vicente (lo había olvidado por años, hasta momentos antes, cuando la llamada). Y recordaba también, claramente, cómo después de la paliza, Matilde, riendo, lo trató de imbécil, de guarango.
Cuando llegó de retorno a su casa era tarde y estaba algo mareado, pero tuvo la precaución de llevar consigo una botella de grappa. Quería aturdirse hasta el olvido, que el tiempo retrocediera. Le vino a la memoria aquel bolero de la última noche de sábado, en el baile del club, al que asistió antes de que se mudaran para Canelones...
“...Reloj no marques las horas/ porque mi dicha se acaba...”
Allí estaba todo el mundo, y brillando por encima de la muchedumbre juvenil —como estrellas inigualables de un firmamento en technicolor— los cimbreantes Lito y Matilde, que bailaron como nunca un rato después el “Rock del Reloj”. Escondiéndose en los rincones, maltrecho, recordó que andaba el pobre de Vicente, a quien ni las más feas concedían una pieza.
Cuando luego de bajarse casi de golpe media botella comenzó a dormirse sin remedio sobre el piso sucio de la cocina, empezó a arrepentirse de la llamada, de la curiosidad malsana que lo llevó a cometer el sacrilegio de enterarse que aquella escultural, intocable Matilde, era ahora una apacible, convencional cincuentona, que seguía viviendo en la misma casa que fuera de sus padres, y que el nombre de su marido era nada menos que Vicente.