No
se imaginaba don Perfirio Acosta, que la escritura que estaba
firmando en julio de 1909, ante el escribano Orosmán de los Santos,
iba más allá de una operación inmobiliaria, para cambiar de dueño
los extensos arenales que desafiaban el atlántico rochense. Todo
había comenzado en esa fecha cuando José María da Costa, le vende
a Porfirio ese triángulo de arena formado por el arroyo Chuy y el
atlántico, sin saber que un siglo más tarde sus descendientes
mantendrían el rancho inicial donde crecieron varias generaciones.
Con Weimar Correa, uno de sus nietos (87) compartimos unas horas de
recuerdos y documentos fotográficos que alimentaron la nostalgia del
“viejo Sardina” como lo llaman sus amigos. “Nací en la campaña
de Corral Alto, cuando en Chuy se festejaba el centenario de la Jura
de la Constitución. Durante los primeros años el grupo familiar
soportó con “heroísmo y resignación” las reiteradas
inundaciones que azotaban la zona, hasta que la laguna nos llevó la
producción del año y los pocos animales que nos iban quedando. La
situación era insostenible cuando con edad escolar nos venimos para
la Figueriña en las proximidades de Chuy, y luego cruzamos la línea
divisoria para establecernos del lado uruguayo. A los 13 años tras
abandonar los estudios comenzamos a trabajar en la pensión de
Mariolina, atendiendo los comensales y por la tarde “haciendo”
mandados para una sastrería. El fútbol nos llega a los 15 años en
los cuadros de Piqueno y en las reservas de San Vicente, hasta llegar
a primera compartiendo distintas alineaciones”. La nostalgia
aumenta cuando repasamos los registros fotográficos que acompañaran
la nota, confirmando una intensa actividad en el plano social,
cultural y deportivo de esta frontera. Entre los recuerdos un tanto
desordenados y sin orden cronológico, nos señala Correa que para
jugar en San Vicente venía a caballo con Alberto Silvera y Edegar
Pérez, mientras Horacio Laborda lo hacía a pie desde La Barra donde
trabajaba. “Pasan los años y por razones de trabajo nos vamos para
Montevideo permaneciendo varios años en el Servicio Geográfico
Militar. En una oportunidad jugando un amistoso en Rosario con la
selección de Colonia, fuimos convocados por un dirigente de Central
de Montevideo para practicar en esa institución donde ya se
encontraba el “Bibe” Selayarán. Fue un pasaje demasiado breve,
complementado con los viajes semanales entre Montevideo y Chuy para
seguir defendiendo a San Vicente en los torneos locales, hasta que
llega el anhelado regreso a Chuy y el reencuentro con familiares,
amigos y el “Junquito” que parecía esperarnos con sus puertas
abiertas. Un origen familiar que lo aproxima al centenario si tenemos
en cuenta que fue el abuelo Porfirio quien juntando maderas que
arrojaba el mar fue construyendo por etapas un cómodo caserón que
teniendo en cuenta algunas modificaciones, se ha mantenido desafiante
a pocos metros del atlántico. El material para su construcción
inicial lo trasladamos en carretas tiradas por bueyes y estuvo
destinado a uno de los primeros boliches con carnicería que tuvo el
balneario por aquellos años. El barrio en formación estuvo
integrado por “los Correa”, teniendo en cuenta que mi abuelo
repartió terrenos entre sus hijos, y muchos los han mantenido pese a
la voracidad inmobiliaria que ha soportado el balneario en las
últimas décadas. Entre los vecinos que se fueron afinando en la
zona recordamos a Mauro Silva, Alberto Talayer, Arlindo Correa, Totó
Cambre, el “Cubano” Vogler, Edwin Rodríguez y el Gallego Manolo.
Entre los personajes que frecuentaban el “Junquito” recordamos a
Carlos Julio Eismendi (Becho) que conjuntamente con otros vecinos
acortaban la noche “repartiendo” serenatas entre los amigos y
familiares del rancherío”. Los años con sus urgencias le fueron
cambiando su fisonomía inicial, pero el “viejo Sardina” mantiene
intacta la esperanza de llegar al centenario con los Correa reunidos
en el “Junquito”.