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domingo, 22 de abril de 2018

La noche. Cuento de Antonio Pippo





http://www.delicatessen.uy

Ocurría en Nochebuena, siempre.


Después de las celebraciones familiares, la sidra, los pan dulces, se abría la noche que nos hacía felices. Una noche abarcadora, redonda, libre, con el cielo aguardando quizás el alma de algún amigo, allá arriba, y el aire fresco empujando nuestras ansias locas, acá abajo. Una noche que resumía todas las noches, de las casas a las plazas, de los boliches al quilombo. Una noche que nos proponía otro mundo y otra vida y que, al mismo tiempo, nos empujaba a seguir bebiendo, a imaginar que amábamos y nos amaban y a bailar juntos lo que parecía la danza de nuestra salvación.


Misterio renovado e inexplicable de pueblo chico. Liturgia obedecida por quienes, tantas veces, aunque sólo muchachos, llegamos a querer, apenas, un día más.


¡Qué noche aquella!


Nos introducíamos en ella para devorarla a bocanadas. Lo primero que sentíamos era el olor a menta y a romero y a jazmines tempranos que atravesaba las calles angostas de los barrios más apartados, en ancas de un vientito suave, acariciante, melancólico. Después se nos venía encima la humedad, que se podía ver y rozar mientras caía sobre los focos amarillentos de las esquinas. Y, al rato, el silbato lejano del último tren, cruzando los campos y arrimando a los casas de las afueras –recostadas como oscuros esqueletos a las vías- la respiración asmática de una locomotora negra como la mismísima noche. A esa hora hacía rato que la humilde calesita había detenido sus hierros lacerados y ya no habían carros llevando verduras y frutas, ni niños descalzos y ansiosos, ni madres gordas recogiendo ropas de los alambres.


Cuando empezábamos a caminar, chispeantes por lo bebido, veíamos a gentes sentadas a la vereda, con botellas alrededor y nos sobresaltaban los cohetes baratos que reventaban cerca. Gente común, a la que saludábamos siempre, no faltaba más, porque siempre ofrecían un trago más para dar impulso a la recorrida. Y los otros, hombres y mujeres que hervían de ansias distintas y decían cosas secretas con la mirada; la veterana del marido viajante, al borde la extenuación de insatisfecha; Marisol, la menor de los Pérez, a la que bastaba tocarle una mano para que se le humedecieran los muslos; Fermín, borracho impenitente, que sólo quería hablar de fútbol; Cascarilla Batista, aguardando ese desfile nocturno para insistir en jugar al truco en cualquier parte; y los milicos de la comisaría, claro, esos del sueldo miserable y las caminatas absurdas, tomando dos o tres de arriba y retocando, con meras ojeadas, la lista de cornudos que se habían especializado en crear.


Esa noche, precisamente esa noche, era hermoso andar por el asfalto o por la tierra, yendo de una calle a la otra como si armásemos un imaginario picado en la penumbra. Y también lo era cruzarse con alguna chiquilina anhelante, escapada de una tutela ya hundida en profundo sueño, besándola casi hasta reventar contra las paredes más oscuras, levantándole la pollerita con desesperación, bajándole desprolijamente la bombacha blanca y penetrándola fuertemente hasta que gritara, sofocada de dolor y placer. Y pasar por los boliches de Curbelo o del Chiquito Otegui, que no cerraban, para tomar a las apuradas otro vaso de vino de la casa, ese de la damajuana con telas, y ojear las mesas sobre las que todavía se enredaban naipes y manos mugrientas, escuchando todos los chismes, cuentos, fantasías y mentiras del mundo. Y quedarse quietos, de pronto, al lado de la radio. abrazados por el humo del tabaco, sintiendo que la voz de Gardel se nos metía entre los huesos y nos hacía mejores, creándonos una nueva ilusión. Y escondernos, apretados, a un costado de la casa de Pepe, el rematador – al que el whisky importado hacía dormir temprano-, para ver a Rosita, su mujer, acostarse en el suelo de ladrillo del galpón con Ramiro, el sobrino político. Y correr unas cuadras más abajo, al barrio del Aserradero, sabiendo que podíamos robar alguna gallina a doña Margarita, cortarle el pescuezo y simular un rito satánico, dejándola colgada a la entrada del rancho de esa anciana que, puntualmente, se horrorizaba cada mañana y le rezaba a todos los santos. Y caer por el quilombo de La Mellada, abierto hasta el canto de los pájaros madrugadores, para pagarle una caña al Chiche Meneguzzi y pedirle que tocara “El amanecer”, sabiendo que cada vez lo hacía distinto; medir con fruición la redondez tersa de los culos de La Polaca y María Eugenia y, en una de ésas, hacer cola en el corredor largo iluminado por la luz roja de un farol destartalado para ocuparnos con una y soñar que podía quererte y gozar contigo; o bailar, simplemente bailar con la más pintada, un tango con cortes, sintiendo que el mundo era eso, cuadriculado y macilento, sobre el que danzábamos con encomiable elegancia para nuestro, a esa altura, inestable equilibrio.


Sin embargo... si uno fuese sincero, debería recordar algo más puro que ese universo desmelenado gastado en largas caminatas. Algo que se vivía esa noche de una manera distinta, más íntima, más profunda. Algo que, tal vez, nos permitió estirar la vida y los sueños más allá de los límites de aquel horizonte chico y apretado.


La soledad, buscada como una novia virgen.


El deseo de quedarse solo, pero absolutamente solo, sin compasión ajena, sin mitigaciones, sin amigos, mujeres ni madre, debajo del cielo oscuro e interminable pero con sus estrellas titilando sin cesar. Y mirar mucho más lejos que cada día, cual si la vista se transformase en una alfombra voladora de “Las mil y una noches”, suficiente para alcanzar el infinito, la nada. O el olvido piadoso. Y ahí, sí, volver a caminar, cargando el cuerpo hasta el penúltimo cansancio, deteniéndose, al cabo, en una esquina cualquiera, como si uno hubiese escapado de todas las envidias, de todos los egoísmos, de todos los temores. Y entonces respirar muy hondo, olvidando al alcohol, la fiesta, el vaho nocturnal, para atrapar el aire húmedo hasta el borde del ahogo. Y luego, al final, llorar sin resignación. Por suerte y de una vez, con lágrimas incontenibles y viejísimas, pese a nuestra juventud, lágrimas que –cual una descomunal memoria recuperada de pronto al aplastar al jolgorio embriagador- se convierten en decenas de rostros y nombres y lugares. ¡Y tantas palabras no dichas!


El Coco Luaces y su vieja radio de los galpones, que jamás supo cuánto nos importaba; el Pepe Pintos y la grapa con limón, esperando una despedida que no le dimos; Juan y el violín envuelto en una sonrisa, sin la satisfacción de nuestro respeto; Hugo Ruiz y el sueño de la libertad, creando a cada paso un poema de vida que no entendimos; el Cholo y su alma en una niña, muriéndose lentamente por el dolor de los otros; Blanca Rosa cantando en la cocina “La pulpera de Santa Lucía”, sin saber que su corazón la traicionaría en medio de nuestra ausencia; Nené y aquel poema sobre los muertos solitarios, que se le hizo carne y lo advertimos tarde; Robertito aferrado a las riendas del caballo fatal, demasiado lejos y demasiado solo; Andrés y su pirueta fatal en una calle cualquiera, mientras perdíamos el tiempo llenándonos de estupidez; el vasco Recarte, ensoñado, atropellando la vida con ansias locas porque no supimos detenerlo; y cuántos, cuántos hijos muertos de tantos amigos entrañables.


Y Natalia, que se fue con prisa de la mano del absurdo, buscando las estrellas, caminando entre nubes, bien cerca de eso que hemos llamado Dios. Natalia, que nos dejó con tanto por hablarle, con tanto amor por entregarle, apenas con un guardapolvos blanco y una moña y una cartera de cuero repleta de cuadernos prolijos. Natalia en tres o cuatro fotos, en un mural y en el alma. Natalia convertida en un pájaro azul, en un clavel blanco, en una gota de rocío que desciende del cielo abierto, eternamente.

Desde esa noche y para siempre.

Antonio Pippo, nació en Buenos Aires, pero no dudamos que se considera oriundo de San José de Mayo, pese a vivir desde hace varias décadas en Montevideo. Es periodista, escritor, investigador del lenguaje del tango, narrador oral en lunfardo. Trabajó en televisión, prensa y radio. Es autor de, entre otros libros, El quilombo y otros cuentos de otoño, Obdulio con alma y vida o Jazmín de noviembre. Es autor y recitador en los espectáculos poético-musicales Bien polenta y Tango íntimo. Este cuento, reescrito de forma parcial para Delicatessen.uy, fue inicialmente publicado por el autor en el libro El quilombo y los cuentos del otoño, en noviembre de 1993.


Fotografía http://senderos-musicales.blogspot.com.uy/


domingo, 8 de abril de 2018

La noche. Cuento de Antonio Pippo





http://www.delicatessen.uy

Ocurría en Nochebuena, siempre.


Después de las celebraciones familiares, la sidra, los pan dulces, se abría la noche que nos hacía felices. Una noche abarcadora, redonda, libre, con el cielo aguardando quizás el alma de algún amigo, allá arriba, y el aire fresco empujando nuestras ansias locas, acá abajo. Una noche que resumía todas las noches, de las casas a las plazas, de los boliches al quilombo. Una noche que nos proponía otro mundo y otra vida y que, al mismo tiempo, nos empujaba a seguir bebiendo, a imaginar que amábamos y nos amaban y a bailar juntos lo que parecía la danza de nuestra salvación.


Misterio renovado e inexplicable de pueblo chico. Liturgia obedecida por quienes, tantas veces, aunque sólo muchachos, llegamos a querer, apenas, un día más.


¡Qué noche aquella!


Nos introducíamos en ella para devorarla a bocanadas. Lo primero que sentíamos era el olor a menta y a romero y a jazmines tempranos que atravesaba las calles angostas de los barrios más apartados, en ancas de un vientito suave, acariciante, melancólico. Después se nos venía encima la humedad, que se podía ver y rozar mientras caía sobre los focos amarillentos de las esquinas. Y, al rato, el silbato lejano del último tren, cruzando los campos y arrimando a los casas de las afueras –recostadas como oscuros esqueletos a las vías- la respiración asmática de una locomotora negra como la mismísima noche. A esa hora hacía rato que la humilde calesita había detenido sus hierros lacerados y ya no habían carros llevando verduras y frutas, ni niños descalzos y ansiosos, ni madres gordas recogiendo ropas de los alambres.


Cuando empezábamos a caminar, chispeantes por lo bebido, veíamos a gentes sentadas a la vereda, con botellas alrededor y nos sobresaltaban los cohetes baratos que reventaban cerca. Gente común, a la que saludábamos siempre, no faltaba más, porque siempre ofrecían un trago más para dar impulso a la recorrida. Y los otros, hombres y mujeres que hervían de ansias distintas y decían cosas secretas con la mirada; la veterana del marido viajante, al borde la extenuación de insatisfecha; Marisol, la menor de los Pérez, a la que bastaba tocarle una mano para que se le humedecieran los muslos; Fermín, borracho impenitente, que sólo quería hablar de fútbol; Cascarilla Batista, aguardando ese desfile nocturno para insistir en jugar al truco en cualquier parte; y los milicos de la comisaría, claro, esos del sueldo miserable y las caminatas absurdas, tomando dos o tres de arriba y retocando, con meras ojeadas, la lista de cornudos que se habían especializado en crear.


Esa noche, precisamente esa noche, era hermoso andar por el asfalto o por la tierra, yendo de una calle a la otra como si armásemos un imaginario picado en la penumbra. Y también lo era cruzarse con alguna chiquilina anhelante, escapada de una tutela ya hundida en profundo sueño, besándola casi hasta reventar contra las paredes más oscuras, levantándole la pollerita con desesperación, bajándole desprolijamente la bombacha blanca y penetrándola fuertemente hasta que gritara, sofocada de dolor y placer. Y pasar por los boliches de Curbelo o del Chiquito Otegui, que no cerraban, para tomar a las apuradas otro vaso de vino de la casa, ese de la damajuana con telas, y ojear las mesas sobre las que todavía se enredaban naipes y manos mugrientas, escuchando todos los chismes, cuentos, fantasías y mentiras del mundo. Y quedarse quietos, de pronto, al lado de la radio. abrazados por el humo del tabaco, sintiendo que la voz de Gardel se nos metía entre los huesos y nos hacía mejores, creándonos una nueva ilusión. Y escondernos, apretados, a un costado de la casa de Pepe, el rematador – al que el whisky importado hacía dormir temprano-, para ver a Rosita, su mujer, acostarse en el suelo de ladrillo del galpón con Ramiro, el sobrino político. Y correr unas cuadras más abajo, al barrio del Aserradero, sabiendo que podíamos robar alguna gallina a doña Margarita, cortarle el pescuezo y simular un rito satánico, dejándola colgada a la entrada del rancho de esa anciana que, puntualmente, se horrorizaba cada mañana y le rezaba a todos los santos. Y caer por el quilombo de La Mellada, abierto hasta el canto de los pájaros madrugadores, para pagarle una caña al Chiche Meneguzzi y pedirle que tocara “El amanecer”, sabiendo que cada vez lo hacía distinto; medir con fruición la redondez tersa de los culos de La Polaca y María Eugenia y, en una de ésas, hacer cola en el corredor largo iluminado por la luz roja de un farol destartalado para ocuparnos con una y soñar que podía quererte y gozar contigo; o bailar, simplemente bailar con la más pintada, un tango con cortes, sintiendo que el mundo era eso, cuadriculado y macilento, sobre el que danzábamos con encomiable elegancia para nuestro, a esa altura, inestable equilibrio.


Sin embargo... si uno fuese sincero, debería recordar algo más puro que ese universo desmelenado gastado en largas caminatas. Algo que se vivía esa noche de una manera distinta, más íntima, más profunda. Algo que, tal vez, nos permitió estirar la vida y los sueños más allá de los límites de aquel horizonte chico y apretado.


La soledad, buscada como una novia virgen.


El deseo de quedarse solo, pero absolutamente solo, sin compasión ajena, sin mitigaciones, sin amigos, mujeres ni madre, debajo del cielo oscuro e interminable pero con sus estrellas titilando sin cesar. Y mirar mucho más lejos que cada día, cual si la vista se transformase en una alfombra voladora de “Las mil y una noches”, suficiente para alcanzar el infinito, la nada. O el olvido piadoso. Y ahí, sí, volver a caminar, cargando el cuerpo hasta el penúltimo cansancio, deteniéndose, al cabo, en una esquina cualquiera, como si uno hubiese escapado de todas las envidias, de todos los egoísmos, de todos los temores. Y entonces respirar muy hondo, olvidando al alcohol, la fiesta, el vaho nocturnal, para atrapar el aire húmedo hasta el borde del ahogo. Y luego, al final, llorar sin resignación. Por suerte y de una vez, con lágrimas incontenibles y viejísimas, pese a nuestra juventud, lágrimas que –cual una descomunal memoria recuperada de pronto al aplastar al jolgorio embriagador- se convierten en decenas de rostros y nombres y lugares. ¡Y tantas palabras no dichas!


El Coco Luaces y su vieja radio de los galpones, que jamás supo cuánto nos importaba; el Pepe Pintos y la grapa con limón, esperando una despedida que no le dimos; Juan y el violín envuelto en una sonrisa, sin la satisfacción de nuestro respeto; Hugo Ruiz y el sueño de la libertad, creando a cada paso un poema de vida que no entendimos; el Cholo y su alma en una niña, muriéndose lentamente por el dolor de los otros; Blanca Rosa cantando en la cocina “La pulpera de Santa Lucía”, sin saber que su corazón la traicionaría en medio de nuestra ausencia; Nené y aquel poema sobre los muertos solitarios, que se le hizo carne y lo advertimos tarde; Robertito aferrado a las riendas del caballo fatal, demasiado lejos y demasiado solo; Andrés y su pirueta fatal en una calle cualquiera, mientras perdíamos el tiempo llenándonos de estupidez; el vasco Recarte, ensoñado, atropellando la vida con ansias locas porque no supimos detenerlo; y cuántos, cuántos hijos muertos de tantos amigos entrañables.


Y Natalia, que se fue con prisa de la mano del absurdo, buscando las estrellas, caminando entre nubes, bien cerca de eso que hemos llamado Dios. Natalia, que nos dejó con tanto por hablarle, con tanto amor por entregarle, apenas con un guardapolvos blanco y una moña y una cartera de cuero repleta de cuadernos prolijos. Natalia en tres o cuatro fotos, en un mural y en el alma. Natalia convertida en un pájaro azul, en un clavel blanco, en una gota de rocío que desciende del cielo abierto, eternamente.

Desde esa noche y para siempre.

Antonio Pippo, nació en Buenos Aires, pero no dudamos que se considera oriundo de San José de Mayo, pese a vivir desde hace varias décadas en Montevideo. Es periodista, escritor, investigador del lenguaje del tango, narrador oral en lunfardo. Trabajó en televisión, prensa y radio. Es autor de, entre otros libros, El quilombo y otros cuentos de otoño, Obdulio con alma y vida o Jazmín de noviembre. Es autor y recitador en los espectáculos poético-musicales Bien polenta y Tango íntimo. Este cuento, reescrito de forma parcial para Delicatessen.uy, fue inicialmente publicado por el autor en el libro El quilombo y los cuentos del otoño, en noviembre de 1993.


Fotografía http://senderos-musicales.blogspot.com.uy/


La aventura del tango CHAMPÁN PARA TODOS Por Antonio Pippo Pedragosa






Semanario Búsqueda

-Música, poesía, intérpretes.
Pero en el tango siempre hay algo más.
Hubo un lugar donde actuó la espectacular Mistinguette, de cuya visita se cuenta que,tras festejar en un reservado borracha de champán, salió olvidando su pollera, hecho que causó un gran revuelo por el intento de verle, más al natural, sus increíbles piernas.
Ese sitio lo visitaron, en sus treinta y cinco años de reinado en la noche de Buenos Aires, escritores como Pirandello y Albert Camus, nobles como el duque de Windsor y el príncipe Bernardo de Holanda, gente del espectáculo como María Félix, Orson Welles, Vittorio de Sica, Maurice Chevalier y Errol Flynn, músicos, bailarines y cantantes como Malcuzinsky, Stocovsky, Josephine Baker, Tito Schippa –quien cantó una noche, a la entrada, porque se lo pidió una anciana mendiga- y gente tan extraña como Alí Khan o el polígamo marajá de Kapurthala con su séquito de esposas, y tan indefinible como Walt Disney, que cada noche regalaba dibujos, ebrio, de Mickey y Donald a las bailarinas.
Era el Tabarís, el cabaré más famoso de Sud América en su época, al que en París “Le Quotidien” promocionaba así: Si vous allez á Buenos Aires, n´óubliez pas de faire un tour au Ta-Ba-Riz.
Más allá de la resonancia de sus visitantes, y de la actuación de famosos artistas contratados, siempre fue un espacio para el tango: Gardel era habitué y cantó repetidas veces y en su escenario debutaron, muy jóvenes, Troilo y Pugliese. Pichuco le confesó en un reportaje a María Esther Gilio:
-A los catorce años, ya de pantalón largo, empecé a trabajar contratado; ahí conocí a Vardaro, a Contursi, a Osvaldo. Hacíamos tango de vanguardia. Íbamos a trabajar a las seis de la tarde y no parábamos hasta que se iba el último borracho. Había días en que terminábamos tocando con el sol en la cara.
El Tabarís encabezó la belle epoque de la noche y la bohemia locas de los cabarés.
Entre la multitud de tangos que hablan de ese tiempo y esa vida hay que mencionar,cuanto menos, a Zorro gris, Grisetta, Madame Ivonne, Acquaforte, Tal vez será mi alcohol, Che, papusa, oí, Mano cruel, Esclavas blancas, Pucherito de gallina, Pompas,Moneda de cobre y Aquel tapado de armiño.
El Tabarís fue inaugurado el 7 de julio de 1924 en Corrientes 831, en la planta baja del Royal Pigalle, accidentadamente: no funcionó la calefacción y la honorable y nutrida concurrencia debió permanecer, y hasta bailar, con sus abrigos.
Su fascinante historia comenzó en 1905, cuando el local superior lo ocupaba el diario de origen francés “Le Courrier del Plata”; poco después fue adquirido por el teatro Royal, que ubicó en el espacio disponible abajo al cabaré Royal Pigalle, que cerró al poco tiempo. En 1924 Andrés Trillas, francés hijo de españoles que había llegado al Río de la Plata a las catorce años, compró el edificio, reconvirtió en teatro el Royal Pigalle y creó en su antiguo lugar, a todo lujo, el cabaré al que Cadícamo dedicó este verso: -Che bacán de rango misho, te diré algo:/ me alegra relojearte entre toda la mersa que va al Tabarís…
Los hombres entraban de smoking y las damas de vestido largo. Concurrían parejas,pero la mayoría del público eran hombres solos que usaban algunos palcos y reservados,ocultos por espesos cortinados, para caer en la tentación de las llamadas “poupés de importación”: jóvenes francesas y polacas, las primeras en fumar en público, con las que, al menos a partir de la medianoche, había que tomar abundante champán –cada copa costaba la mitad del sueldo de un trabajador común- y luego acordar al precio del encuentro carnal.
Pero a toda fiesta le llega su final.
En la madrugada del 19 de enero de 1959, desbordado por una muchedumbre, discurrió la última noche del mítico Tabarís. Una fortísima crisis financiera impuso el cierre.
Por años alquilado, por años abandonado, a punto de ser demolido, el edificio se salvó porque en 1981 lo compró el empresario teatral Carlos Rottemberg. No obstante, no fue la salvación definitiva: también acuciado por deudas, Rottemberg lo alquiló a una iglesia evangélica –una de tantas paradojas sorprendentes en la aventura del tango y sus lugares-, aunque en 2006 recuperó oxígeno económico, rescindió el contrato y sumó allí dos salas más a su circuito de escenarios.
Dicen que aun hoy por los alrededores hay quienes creen advertir, en una brisa de fiesta,los espíritus de Gardel, la Baker, la Mistinguette, Chevalier, los nobles y, claro, del gordo Pichuco…

miércoles, 7 de febrero de 2018

Baile en la quinta. Cuento de Antonio Pippo





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La quinta de Sambarino -ahora expropiada por la municipalidad- estaba a cinco cuadras de la plaza principal, bajando hacia el oeste por la avenida Artigas. Había sido residencia de una familia adinerada, a principios de siglo. Convertida en lugar social para reuniones y bailes, conservaba cierto aire señorial y decadente, mezcla que terminó siendo apropiada a la concurrencia que se hizo habitual. Todos los sábados por la noche, con el cuarteto del Chiche Meneguzzi o alguna orquesta invitada, daba una suerte de vida luminosa al pueblo, aunque sólo fuese un día a la semana.

No era un restorán típico, aunque, con pretensiones limitadas, se podía cenar. No era un bar ni una confitería, estrictamente, aunque se podía beber sin reserva ni reclamos de calidad exagerados. Tampoco tenía el aspecto de esos sitios casi circulares, con pista de baile al medio y las mesas distribuidas alrededor pero alejadas. Su entrada era una sola y grande -portón de hierro artesanal, asentado en dos pilares que, arriba, se continuaban en un semicírculo metálico- y por ella se llegaba a un pequeño parque lleno de helechos, flores de pajarito, madreselvas olorosas y un sauce llorón; allí, disimulados entre tanto verde, románticos bancos de madera, acompañados por mesitas redondas de lata con patas reforzadas, aguardaban el murmullo enamorado de las parejas, acariciándose al compás de una música lejana, aunque a veces estridente por la mala calidad de los parlantes y que, de todos modos, llegaba distorsionada por la distancia. Más allá de ese parque, el espacio se estrechaba en una doble hilera de glorietas iluminadas por faroles amarillentos. Y recién después, casi llegando al final de la quinta, se alzaban las únicas tres edificaciones: dos amplios salones para bailar, con sus respectivos baños al fondo, a la derecha, comunicados por una arcada enorme, y otra construcción lateral, más pequeña, donde residían las oficinas, la cocina y el depósito de bebidas. El escenario para los músicos y cantantes -de madera y desarmable- se ubicaba al fondo de uno de los salones, contra un cuadro grande y deteriorado por el tiempo, supuestamente de algún Sambarino destacado, cosa que no se supo nunca porque nadie preguntó. Cuando se llegaba ahí, no era la curiosidad pictórica lo que dominaba el ambiente. A los costados también se arracimaban mesitas y sillas de madera, casi pegadas a las paredes para dejar espacio de los bailarines.

La cuestión es que la quinta de Sambarino se hizo famosa por dos o tres anécdotas cuasi surrealistas.


Allí se desafiaron una madrugada, totalmente borrachos, Ramón Mendoza y el Pata Pérez, a ver quién bailaba mejor la milonga y el vals cruzados. El espectáculo fue apasionante, conmovedor. Con la milonga repartieron honores y el aplauso de los presentes, en una poco menos que deslumbrante exhibición de elegancia y equilibrio, quizás más vibrante de lo necesario por el avanzado estado etílico de ambos. Las compañeras de ocasión, hay que decirlo, siguieron obedientes y atinadas a sus hombres, correteando la pista bien prendidas arriba pero parando el culo para apartar las piernas, de modo de evitar que sus juanetes fueran aplastados sin misericordia.

O sea que, de alguna manera, la peripecia discurría sin inconvenientes. Pero cuando la orquesta arrancó con el primer vals -"Palomita blanca"-, algo falló en el complejo mecanismo mental del Pata y el desajuste se trasladó aceleradamente a sus piernas, cortas y flacas, que iniciaron algo similar a un largo tropiezo unidireccional, en puntas de pie, arrastrando consigo a la sufrida pareja hasta dar ambos contra una de las mesas, que también se fue al suelo con sus ocupantes, sus platos, cubiertos y vasos, al ritmo de un inesperado y colosal estrépito. Lo curioso de la anécdota es que los dos contendientes debieron ser trasladados al hospital: Pérez con fractura de dos costillas y traumatismo de cráneo; y Mendoza con pase al gastroenterólogo, porque, de tanto reírse, no paraba de vomitar. La dama acompañante no sufrió mayores males porque, con esa habilidad que da la experiencia, se las ingenió para rebotar en el suelo sobre sus pulposas asentaderas.

Pero en la quinta se vivió también un inolvidable drama de amor.

Un sábado de otoño, con el quinteto de Walter Mendeguía animando el baile, apareció en la pista don Enrique Navarro. Hombre morocho y grandote, de bigote espeso y ojos de mirar penetrante, monteador de oficio, había hecho respetable fama como tallador y experto en hembras. Llegó del brazo de una mujer platinada, retacona y de caderas altas, a la que -después se supo, porque en el pueblo todo se sabe- había sacado de un conventillo de la capital. A Navarro la arrogancia le sentaba bien y, para desgracia ajena, la cultivaba con fruición, aunque tenía también sus flaquezas, sobre todo cuando se emocionaba con algún tango. Esa noche salió a bailar de entrada, sin prestar atención a la concurrencia ni a los murmullos. Se engolosinó con "El choclo" y "Derecho viejo", tocados a pedido, y siguió con "La cumparsita", "9 de julio" y "Cuartito azul", que le empañó los ojos pese a que -¡macho, el tipo!- contuvo el lagrimón.

El lío arrancó cuando iniciaban los compases de "La puñalada"; una ráfaga oscura cruzó la pista, llegó hasta la pareja, apartó a la rubia y dijo, desafiante:
-¡Este hombre es mío!-.

Era María Comas, más conocida por "La Negra", veterana del quilombo de La Mellada y hasta entonces conocida como "la mujer de Navarro". Decían que era una relación libre pero sólida y de cuya interrupción nadie se había enterado. El diálogo que siguió, a pura emoción tanguera, ha quedado registrado para la posteridad en una crónica que imprimió en el diario local el historiador Daniel Ramela, siempre sigiloso, siempre atento.

-Estoy pagando con castigo al recordarte, mi sangre grita que me quieras otra vez... -reclamó La Negra, arrancando su ofensiva reconquistadora en letra de tango, sabiendo el terreno que pisaba.
-Pero una noche que pa'l laburo, el taura manso se había ausentao, prendida de otros amores perros, la mina aquella se le había alzao... -le recordó Navarro, ya mismo entusiasmado por tan imprevisto contrapunto.

-Sé que aquel que pasa deja huellas y comprendo que aún te duelan los recuerdos de mi error... -confesó ella, cambiando la estrategia.

-Paciencia, la vida es así... quisimos juntarnos por puro egoísmo y el mismo egoísmo nos muestra distintos... ¡para qué fingir! -apuró él, pero suavizando el tono.

-Son mis sentidos que te gritan que regreses, es mi tormento el que aflora con tu voz... Es llamarada el quererte y no tenerte, saber que late para tí mi corazón... -La Negra vio un resquicio y pegó en el anca.
-He rodao más que bolita de purrete arrabalero, y estoy fulero y cachuzo por los golpes ¿qué querés? -dijo él, ya casi derretido en una retirada.

-¿Por qué es que no me besas? No tengo adonde ir y allá en la pieza me esperan los demonios del rencor... -fue el golpe definitivo de ella.


-El hombre es como el caballo. Cuando ha llegado a la meta se vuelve manso y sobón... -se entregó Navarro, ya sin retorno posible.

Ahí, pero justo ahí, el bandoneonista de Mendeguía, que había seguido el diálogo acompañándolo con unos suaves acordes, sintió que había llegado su momento histórico y le encajó a la concurrencia un ¡chan, chan!, enérgico y final. Y mientras Navarro y La Negra se abrazaban ardorosamente, besándose con desesperación, el honorable público, que había seguido los acontecimientos, tan inusuales, con profundo respeto, prorrumpió en un enfervorizado aplauso general. No era para menos. ¿Cuándo podría verse otra vez semejante reconciliación en ritmo de dos por cuatro? Ah... la retacona platinada, lejos de amedrentarse por el curso que tomaban los acontecimientos, aprovechó muy bien el momento. Cuando el monteador hirsuto se dio vuelta a buscarla, para disculparse por tamaña traición, advirtió que ya estaba ocupada: parecía una garrapata, a un costado oscurecido del escenario, prendida al primer violinista de la orquesta.

Hubo otras historias, claro. Es probable que la más recordada a lo largo de años y años haya sido la del baile animado por el "cantor enmascarado".

Todo comenzó aquella semana en que Luisito Bermúdez, administrador del lugar, se empeñó en organizar un gran baile para el sábado 25 de agosto de... Bueno, vaya a recordar uno, a esta altura, de qué año. No aparecía ni en el pueblo ni en localidades vecinas orquesta para contratar. Meneguzzi y Mendeguía se habían comprometido con La Mellada, que había prometido "tirar el quilombo por la ventana".

Y Bermúdez, terco e ingenioso, tuvo aquella bendita idea, que él consideró brillante.

Eran tiempos en que la credulidad popular alcanzaba hasta a admitir extrañas versiones sobre un Gardel que en realidad vivía, horriblemente desfigurado y con la voz cambiada. La historia aseguraba que había sido rescatado del avión en llamas en Medellín, pero jamás aceptó que el público lo viese tal como había quedado. Y justo entonces había llegado a Uruguay, y por supuesto al pueblo, un cantor que se presentaba vestido siempre con ropas oscuras y provisto de una máscara que ocultaba su cara. Y, sí, anidaban dudas en las almas simples, pero a través de un astuto representante siempre conseguía actuaciones que, por lo general, dejaban un desagradable sabor a poco.

Bermúdez vio la veta y anunció que lo contrataría para el baile en la quinta el 25 de agosto. Hasta usó a la agencia de publicidad "Impulso" -que utilizaba una bicicleta con parlante que recorría las calles- y decidió pagarle al "cantor enmascarado" lo que pidiese. ¿El acompañamiento? Apalabró enseguida al Zurdo Santurio y al Pelado Tabárez, dos guitarristas zafrales, vecinos y deudores suyos.

El administrador se tomó un par de días para dar los toques finales al espectáculo. Reapareció el día antes, confirmando el programa: una primera parte con la discoteca de la quinta y después, de cierre, el número principal. Ciertamente, surgieron escépticos. No era tan sencillo digerir sin más que aquel individuo podía ser "Gardel redivivo". Sin embargo pudo más la expectativa por lo desconocido que cualquier análisis racional.

Lo de Sambarino rebosó de ingenuos. Pasó una primera hora con la discoteca, bien balanceada: tango, un poco de jazz y boleros para calentar el ambiente. No obstante, se bailó poco: todos querían ver al enmascarado, quien llegó con una excepcional puntualidad y en medio de estremecedores aplausos, grititos femeninos y pedidos de autógrafos. Bermúdez había hecho poner un telón y cerrar los cortinados cercanos al escenario "para mejorar la acústica", según explicó sin impedir que algunos sospecharan una maniobra que no alcanzaron a entender.

Al fin, apareció el hombre más esperado en el pueblo desde una breve pasada de Herrera por la plaza principal. Acompañado por Santurio y Tabárez, se le vio completamente vestido de gris y con una máscara negra tapándole el rostro, con aberturas para los ojos, la nariz y la boca. No hubo presentaciones; se hicieron oír las notas de "Estampa tanguera", de Yiso y Aieta. Y el enmascarado arrancó, con una rara voz silbante: -"Temblaron las glicinas, los músicos callaron/ y aquel baile de patio de pronto enmudeció/ y una mujer vencida, llegando hasta su hombre/ con voz entrecortada de esta manera habló...".

Al terminar esa primera estrofa, al Facha García, periodista y carnavalero, que tal vez había ingerido unas copas de más, le ganó un desasosiego creciente. Y cuando el artista contratado atravesaba el segundo verso -"...no vengo a reprocharte tu ausencia de mi nido,/ ni a suplicar cariño, lo nuestro terminó..."- no pudo más y gritó, desaforado:

-¡Pero éste coso es el Rengo González!

-¿Quién? -preguntó a su lado Enrique Navarro.

-¡El rengo, el que canta en el conjunto "Los hijos de la tarantela"¡

A todo esto, el enmascarado intentaba continuar: -"...yo vine por tu hijo, por si llegás a tiempo,/ el pibe se nos marcha camino del Señor...".

-¡Pero sacate esa máscara, rengo ridículo! -al Facha ya no lo paraba nadie. -¡Esto es una estafa!

Durante unos segundos -y mientras Bermúdez intentaba atravesar la pista para llegar al escenario y calmar los ánimos, y el cantor quería todavía hacer lo suyo: -"el pibe, nuestro hijo se nos muere,/ vos sabés cuánto te quiere y llorando me pidió..."-, pareció que una moderación quizás enviada desde el cielo salvaría el trance. Es que muchos, aún, no entendían que ocurría. Pero no. Antes que el administrador pudiese alcanzar al irascible Facha, éste aulló, sin benevolencia: -¡Rengo atorrante! ¡Mejor andá a cuidar a tu mujer, que debe estar bajándose los calzones y gastándote el cotín!

En ese instante, el protagonista del espectáculo, que estaba diciendo "tengo frío en las manos y en el pecho mucha tos...", se sacó de un tirón la máscara, bajó fatigosamente del escenario y renqueando, a tranco corto, se metió entre la multitud chillando cual marrano de segunda:

-¿Qué tenés que decir vos de mi mujer, hijo de mil putas?

Era el Rengo González. Quedó patente.

Ah, qué noche. El entrevero fue enorme y ruidoso y dejó un saldo de numerosos contusos. Vino la policía. Bermúdez debió presentarse en la comisaría, donde arregló con unos cuantos pesos. El Facha pasó a la clandestinidad por un tiempo y recién apareció en los carnavales siguientes. El rengo no pudo cobrar el cachet convenido y se mudó a la casa de un cuñado en Mal Abrigo. Los amables guitarristas rajaron como lagartijas, protegiendo sus instrumentos y, a medida que han ido pasando los años, siempre recuerdan que no cobraron.

Y por tres largos años -decisión municipal- no hubo bailes en la quinta de Sambarino.


Antonio Pippo, nació en Buenos Aires, pero no dudamos que se considera oriundo de San José de Mayo, pese a vivir desde hace varias décadas en Montevideo. Es periodista, escritor, investigador del lenguaje del tango, narrador oral en lunfardo. Trabajó en televisión, prensa y radio. Es columnista de los semanarios Búsqueda y Voces. Es autor de, entre otros libros, El quilombo y otros cuentos de otoño, Obdulio con alma y vida o Jazmín de noviembre. Es autor y recitador en los espectáculos poético-musicales Bien polenta y Tango íntimo. Este cuento, reescrito de forma parcial, especialmente para Delicatessen.uy, fue inicialmente publicado por el autor en el libro El quilombo y otros cuentos de otoño.

Jaime Clara.



Ilustración: Hermenegildo Sábat