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jueves, 2 de junio de 2016

MARCONI La columna de Hoenir Sarthou

  INDISCIPLINA PARTIDARIA
Esta historia puede contarse de muchas maneras.

Se puede hablar de un malón de marginales que, en venganza por la muerte de un delincuente del barrio, cuando intentaba cometer una rapiña, atacaron a balazos y a pedradas a la policía, asaltaron y quemaron un ómnibus, golpearon a un médico y a varios trabajadores que circulaban por la zona y usaron los contenedores de basura para hacer barricadas.

Así presentó los hechos la versión policial, de la que se hizo eco, para miedo y escándalo público, la mayor parte de los informativos y de los diarios

O se puede hablar, como lo hacen algunos residentes del barrio Marconi, de un menor de edad baleado y rematado en el piso por un policía, que luego le “plantó” un arma para justificar el ataque.

Con lo que el “malón” se transforma en un acto de indignación barrial colectiva que, en todo caso, se fue de madre.

Por muchas razones, la versión policial parece cada vez menos verosímil.
Porque la moto en que viajaba el supuesto delincuente menor de edad no era en realidad la moto denunciada como robada, y porque hay testigos que hablan de una ejecución a sangre fría, cuando la víctima estaba herida y tirada en el piso.

Si esa versión se confirmara, cabe imaginar además el oscuro entramado de relaciones que llevaron al ajuste de cuentas.

Desde luego, habrá muchas otras versiones de lo ocurrido:….. la de los pasajeros del ómnibus, el médico, los trabajadores de UTE, el chofer y el pasajero del taxi que fueron golpeados y robados, la de los dueños de los vehículos quemados, la de muchos vecinos del Marconi que nada tuvieron que ver con los hechos pero sufrirán las consecuencias (cierre de policlínica y escuela, suspensión de la línea de ómnibus), la de los delincuentes chicos, que aprovecharon la ocasión para robar, la de los delincuentes grandes, que la aprovecharon para consolidar y exhibir su poder sobre un territorio que consideran propio, la de los periodistas que trabajaron entre balazos y pedradas, y también la que quienes vieron (vimos) asombrados la noticia por televisión .

En estos días –para bien y para mal- se ha hablado y escrito mucho sobre estos asuntos. Hay, entre otros, dos excelentes artículos, uno de Gabriel Pereyra y otro de Marcelo Marchese, que recomiendo con entusiasmo (están en internet).

También un video emitido por el programa “Esta boca es mía”, en el que un vecino del Marconi da un testimonio terrible sobre la actuación de la policía en el barrio y en la muerte que dio origen al conflicto (está en mi muro de facebook).

Como se ha hablado y escrito tanto sobre el tema, puedo ahorrarles a los lectores de esta columna muchas consideraciones morales, emotivas y sociológicas. Puedo permitirme no reiterar que las condiciones de vida en el Marconi son una vergüenza, que la policía muestra allí su peor cara, y que, en el fondo, todos somos un poco responsables de que eso ocurra.

Prefiero concentrarme en otra cosa.

Objetivamente, con independencia de quién tenga la culpa (esa noción tan cristiana y a menudo tan inútil), lo ocurrido en el Marconi confirma la existencia de un quiebre cultural en la sociedad uruguaya.

Al decir “quiebre cultural” quiero aludir a algo que implica una fractura social, pero que va bastante más allá de eso. Porque una fractura social puede tener causas negociables y reversibles; puede deberse a razones económicas, geográficas, políticas, emocionales y hasta deportivas.

El quiebre cultural, en cambio, incluye todos esos aspectos e incorpora otros, de cabeza y de sensibilidad, bastante más viscerales, innegociables e irreversibles.

En el Uruguay, objetivamente, un sector creciente de la población no conoce o no reconoce los criterios con los que fue pensada la convivencia y, por ende, el ordenamiento jurídico vigente. Así, códigos sencillos, hasta hace un tiempo dominantes, como que la subsistencia se ganaba con trabajo, o que la educación era un valor y un camino, y que debía evitarse transgredir las leyes y entrar en conflicto con las autoridades, hoy están en tela de juicio para buena parte de la población, en especial para muchachos jóvenes, no necesariamente pobres o marginales (sería interesante analizar cómo el código de valores de “la cultura plancha” ha permeado a sectores juveniles de las capas medias bajas).

En sustitución de esos códigos tradicionales, parecen levantarse otros, que priorizan la obtención rápida de dinero, la posesión de bienes emblemáticos (básicamente ciertos championes y celulares), elevan el coraje (“tener huevos”) como virtud y medio para defender lo propio y conquistar lo ajeno, y sustituyen la solidaridad genérica, con la sociedad o con la humanidad, por la lealtad a la banda, a los amigos, o a lo sumo al barrio.

Buena parte de eso sería imposible sin el fenómeno del narcotráfico, que ha posibilitado a esa subcultura ascendente los medios materiales para subsistir, ejercer poder y ofrecer un modelo de vida exitoso y deseable.

Hace quince o veinte años, un levantamiento barrial como el del viernes habría sido impensable. Ni siquiera la crisis del 2002 generó reacciones de ese tipo.

Sería ingenuo ignorar que lo del viernes, en parte espontáneo, a causa de lo que parece un atropello policial, y en parte organizado, indica que la conjunción del narcotráfico y las pautas culturales que lo acompañan están dando lugar a una suerte de poder paralelo al del Estado y al de las instituciones sociales y políticas tradicionales.

Llegado este punto, es común concluir que todos los habitantes de la zona acomodada y bienpensante de la sociedad tenemos parte de culpa en lo ocurrido. Una culpa difusa y casi metafísica, casi como la de que todas las campanas doblan por nosotros.

Pues, bien, yo creo que hay una culpa de otro tipo, mucho más concreta: la de haber elegido a quienes deciden las políticas sociales que se aplican y la de no haber exigido que esas políticas cambiaran.
Porque los hechos del viernes en el Marconi (se han producido también en otros barrios por similares motivos) ponen en evidencia otro fenómeno: el fracaso de las políticas sociales aplicadas por el Frente Amplio durante once años.

Los lectores habituales de esta columna saben que vengo anunciando esto desde hace años. Ahora nos estalla en la cara. Pero puede ser mucho peor si no revisamos lo que estamos haciendo.

¿A qué se debe ese fracaso?

En primer lugar, a creer la simpleza mecanicista de que el problema social es sólo un tema de pobreza y que se revierte destinando recursos económicos. Sin entender que, pasado cierto punto, la miseria material produce miseria y marginalidad culturales, que ya no se revierten con transferencias materiales o de dinero.

En segundo lugar, a que no se ha logrado cambiar la actitud ideológica de la policía, que sigue viéndose a sí misma como una fuerza de choque con un amplio margen de impunidad, y que es vista en ciertos barrios como una fuerza de ocupación.

Permitir que las puntas de lanza del Estado en esos barrios sean la Policía y el “caritativo” Mides, en lugar de la Escuela Pública y el Ministerio de Trabajo (lo digo en sentido simbólico, para aludir a la educación y el trabajo) es un error imperdonable.

En tercer lugar –pero no menos importante- la errónea política de drogas en que se han dejado embarcar los gobiernos y la sociedad uruguaya. La idea de que el consumo y la venta de sustancias estimulantes o alucinógenas pueden ser impedidos por la fuerza es un disparate mayúsculo (miren si no México, Colombia, y los propios EEUU). Un disparate que nos sale carísimo en dinero, pero sobre todo en el costo social que apareja.

¿Es posible revertir el quiebre cultural creciente que vivimos?

Difícil decirlo. Para empezar, porque no hay datos confiables sobre la verdadera extensión y profundidad del quiebre. Las estadísticas oficiales se usan sistemáticamente para disimular el problema, sesgando los datos o seleccionando aquellos que dan impresión de mejoría.

Algo que sí puede hacerse es empezar a pensar el tema con seriedad. No es cierto que tengamos tantos problemas: decadencia educativa, desocupación, pobreza, marginalidad cultural, violencia e inseguridad públicas, etc.. Todos esos problemas son síntomas de una misma enfermedad: el fracaso de la sociedad uruguaya para proponer un modelo de vida integrada y deseable, y, por ende, la incapacidad de ofrecer acceso a esa vida a través del sistema educativo.

Me quedo con un hecho revelador. Según el testimonio del chofer del ómnibus quemado en el Marconi, la presencia de una maestra del barrio entre los pasajeros fue clave para evitar que la cosa terminara peor. La maestra conocía a varios de los atacantes, que fueron sus alumnos, e intercedió para que dejaran de golpear al guarda, al chofer y a otros pasajeros.

No hay misterio. La escuela fue –y en cierta medida sigue siendo- el único nexo en común, la única experiencia de vida compartida por todos los uruguayos, a un lado y al otro de Avenida Italia. Por eso la maestra logró lo que la policía no.

Por allí hay que empezar, entonces. La extensión y profundización de la enseñanza pública es clave. Se trata de pensarla, otra vez, como la punta de lanza, o de aguja, con la que zurcir el quiebre cultural y social. No es reproducir las rutinas escolares y liceales que ya conocemos, sino repensarlas para una función integradora, “ciudadanizadora”, que lamentablemente hemos abandonado.

jueves, 17 de marzo de 2016

INDISCIPLINA PARTIDARIA, la columna de Hoenir Sarthou: Valenti


Publicad por Semanario Voces








Se podrá discrepar con Esteban Valenti por muchos motivos, pero nadie puede negar  
la lucidez y la habilidad políticas que suelen acompañarlo.
En los últimos tiempos, en especial desde que se inició la investigación sobre ANCAP, se ha vuelto una voz crítica de ciertos aspectos de la gestión oficial. Al punto que Danilo Astori declaró que “hace tiempo que no nos representa”, poniendo fin, así, a su papel de vocero público del Frente Líber Seregni.
Despojado de esa representatividad, Valenti arreció en las críticas, hasta que en una columna publicada esta semana, “El tobogán ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Por qué?”, resumió sus discrepancias y formuló sombrías advertencias respecto al futuro del Frente Amplio.
En lo esencial, sostuvo que: 1) el gobierno y el Frente Amplio están perdiendo credibilidad y van “mal, muy mal”; 2) la causa principal de esa situación, según él, es el crecimiento del MPP, una fuerza que (siempre según Valenti) no fue fundadora del FA, no es seregnista, y, fiel a sus orígenes en el MLN, tiene como proyecto y método político el puro ejercicio del poder; 3) los sectores no “emepepistas” (el Frente Líber Seregni y el Partido Socialista), que debían oficiar como contrapeso, fueron cediendo por debilidad ante el empuje arrollador del MPP, hasta que “se ladeó el bote de forma insoportable”; 4) lo que pasó en ANCAP, y “otras cosas” no son sólo responsabilidad de Raúl Sendic sino del gobierno (de Mujica) “que se lo permitió e incluso lo alentó”; 5) hay un debilitamiento de “los factores éticos en el FA”, ejemplificado en el concepto de que “lo político no sólo está por encima de lo jurídico sino también de lo moral y ético”, debilitamiento ético que abarca a militantes y sindicalistas y que, según Valenti, acarrea el vaciamiento ideológico de la izquierda, el avance de la derecha y el “robo de la esperanza” de la gente; 6) reconoce el estancamiento del FA, la falta de políticas educativas y sociales, y desliza: “quisimos arreglar todo con crecimiento y plata”; 7) para concluir, se pregunta: “¿perderemos las elecciones?”, y se responde que ello dependerá de que surja dentro del Frente un sector que haga contrapeso al poder del MPP, fuerza de la que, pese a todo, no cree conveniente separarse” todavía”.
Voy a permitirme coincidir con Valenti en algunas cosas y discrepar en otras, como lo hemos hecho tantas veces en “tertulias” y “mesas”.
Coincido (¿y quién no?) en la constatación de la creciente pérdida de credibilidad del Frente Amplio a través de sus sucesivos gobiernos. Coincido también en que lo que Valenti llama “debilitamiento ético” (creo que podemos hablar ya de corrupción, con todas las letras) es un factor importantísimo –aunque no el único- de esa pérdida de credibilidad. Y, por supuesto, estoy de acuerdo en que la carencia de un proyecto político coherente ha sido suplida por una penosa rebatiña de cargos y posiciones de poder.
Discrepo, en cambio, en que el MPP sea el único responsable de esos fenómenos.
Mi decepción con el MPP, sector al que voté en 2009, es enorme. Creo que aún no nos damos cuenta del daño que nos causó el “estilo Mujica”. La total incomprensión del fenómeno institucional y la creencia de que cualquier arreglo político puede pasar por arriba de las reglas y de los procedimientos establecidos como garantía son caries culturales de las que nos costará mucho liberarnos. Pero, ¿el MPP actuó solo?
¿Dónde estaban el vicepresidente, los ministros, los senadores y los diputados frenteamplistas no mujiquistas mientras que Mujica gobernaba? ¿Quién firmaba con él los decretos, quién votaba las venias y le daba las mayorías parlamentarias? ¿Son Mujica y el MPP los principales responsables de los escándalos de Casinos y PLUNA? ¿Alguien en el gobierno reaccionó ante el hecho gravísimo de que casi dos tercios de los chiquilines no terminan secundaria? ¿Quién dirigía la economía mientras que Mujica presidía? ¿Quién impulsó las políticas de inversión extranjera, sobre todo en materia agrícola, que, entre otras cosas, han dañado la tierra y echado a perder el agua potable? ¿Quién les concedió exoneraciones tributarias a las megainversiones y les asignó zonas francas y puertos, en tanto los demás uruguayos pagamos impuestos altísimos? ¿Quién nos endeudó a todos, elevando la deuda pública a más de 50 mil millones de dólares? ¿El Ministerio de Economía no sabía lo que pasaba en ANCAP? ¿Cuál fue su postura ante la creación y la adjudicación de las obras de la regasificadora y de la maraña de empresas colaterales (privadas pero con capital público) que hoy rodean a los entes del Estado?
El problema no es sólo el MPP, sino el Frente Amplio, o al menos la cúpula que lo representa en el gobierno. Es que el modelo económico y social impulsado, la apuesta a la inversión extranjera, desprolija e inequitativamente manejada, la carencia de proyectos nacionales , frustra inevitablemente a la mayoría de los uruguayos, a los que les propone consumir, si pueden, o vivir de las dádivas del Estado (la “plata con que se quiso arreglar todo”) mientras esperan el derrame de riquezas que deberían provocar –y no provocan- las multinacionales.
Finalmente, Valenti se pregunta: “¿Vamos a perder las elecciones?”
Cabe preguntarse quiénes perderían las elecciones. ¿Los responsables del “debilitamiento moral”? ¿Los “militantes, sindicalistas y gente común” que padecen ese “virus mortal” de anteponer lo político a lo ético? ¿Los que han querido “arreglar todo con crecimiento y plata”?
Si la situación es como Valenti la describe –y yo creo que lo es- que el Frente Amplio perdiera las elecciones debería ser el menor de los problemas, incluso para los frenteamplistas. Lo verdaderamente grave es la degradación a la que ha llegado el Frente en sólo once años de gobierno y la destrucción que puede causar en los cuatro años que le quedan. Ese, en realidad, está lejos de ser sólo un problema de los frenteamplistas. Es un problema de todos los uruguayos.
La parte más dura del asunto es que todos, en el fondo, como ciudadanos, somos un poco responsables. Unos, por haber apostado otra vez al actual Frente Amplio sin exigirle nada; otros, por no haber sabido pensar ni construir alternativas convincentes.