Primer premio del concurso “Mujeres del campo, río y
mar”
Eran las seis de la mañana y ya casi había terminado de levantar y lavar las cosas del desayuno, cuando Laurita se acordó de lo que no se había acordado de decirle a su marido mientras compartían la mesa.
Eran las seis de la mañana y ya casi había terminado de levantar y lavar las cosas del desayuno, cuando Laurita se acordó de lo que no se había acordado de decirle a su marido mientras compartían la mesa.
Asomó un poco la cabeza
por la ventana de la cocina y gritó: -“¡Rosendo…! No te olvides
que hoy tenemos que ir al pueblo a comprar las cosas del colegio para
los gurises!”-. El grito saltó por la ventana, rodó por sobre los
canteros de los malvones, pegó la vuelta a la casa y llegó,
amontonando a las palabras que se fueron chocando y encimando una
sobre otra, hasta el galpón, en donde Rosendo terminaba de ensillar
al oscuro mala cara, que ese día, por alguna razón, tenía más
mala cara que de costumbre.
El hombre se hizo el
distraído, dándole tiempo a la frase a recomponerse y ponerse en el
orden establecido como para que se entendiese el mensaje de la mujer
y no fuesen solo un montón de palabras desparramadas por el piso.
Luego, apartando a las gallinas que corrían apresuradas a ver si
quedaba alguna migaja de letra suelta que se podrían comer, tomó al
caballo de las riendas , salió del galpón y a paso lento se dirigió
para el lado de la tranquera mientras pensaba que abrir esa ventana
en la cocina, justo para ese lado, había sido una pésima idea.
Laurita lo vio pasar a
su marido frente a sus narices, lo dejó alejarse unos diez metros y
volvió a gritar. –“¡Rosendo!”- Y como era su costumbre y solo
porque le gustaba como sonaba, ponía énfasis en la e del Rosendo.
–“¡Roseeendo! ¿Escuchaste lo que te dije?”- gritó y lo hizo
como si su marido estuviese todavía en el galpón y no allí nomás,
tan cerca que le podía tirar la tostada quemada que ninguno de los
dos quiso comer, por la cabeza.
Como única señal de
consentimiento, Rosendo levantó una mano y desapareció detrás de
los molles que flanqueaban a la tranquera.
La mujer suspiró y se
fue a despertar a los gurises para que tomasen el desayuno. Pero
mirando la hora, decidió que los dejaría dormir un rato más. Ya se
vendrían los madrugones para ir a la escuela. Por lo tanto cambió
el rumbo y marchó hacia el gallinero para alimentar a las gallinas y
levantar los huevos que religiosamente ponían a diario sus
protegidas plumíferas, que así le agradecían el hecho de saber
que por orden estricta de la humana, ninguna de ellas terminaría en
una olla rodeada de papas y zanahorias. Esa imposición de Laurita
había sido larga e infructuosamente resistida y discutida por
Rosendo. A quien le gustaba comer, al menos una vez a la semana, un
buen guiso de gallina. Pero su mujer se había plantado firme en sus
escasos un metro y cincuenta y cuatro centímetros de estatura,
amenazándolo con echarlo de su campo, su casa, su gallinero. Y todos
esos “sus” eran concretos y literales. El campo era herencia
familiar de Laurita y ella no dejaba jamás de esgrimir ese pequeño
detalle a la hora de discutir que se hacía y que no se hacía, en la
chacra. Y lo hacía a los gritos, sobresaltando a cuanto bicho
anduviese cercano a la casa y hasta a las garzas y teros que vivían
en el bañado del fondo. Porque Laurita había pulido, lijado y
afinado su don de hablar gritando a tal punto, que ya casi podía
considerarse un estilo propio y digno de patentar.
Desde que descubriese a
sus doce años que nunca llegaría a tener una altura que
sobrepasase, con suerte, el metro con cincuenta, pero sobretodo que
ser una mujer nacida en un medio rural, significaba estar un escalón
más abajo que los varones, Laurita entendió que lo que le faltaba
en centímetros y en genitales adecuados para el entorno, debería
compensarlo con potencia en la voz si quería ser vista y escuchada
en un mundo que tendería a ignorarla. Gritó en su casa para hacerse
escuchar y respetar por sus hermanos. Gritó en la escuela para
defenderse de los patoteros y patoteras que intentaron molestarla.
Gritó para que las maestras supieran que ella era bajita de carcasa,
pero que adentro había una mente digna de una científica europea.
Y lo probó graduándose con las mejores notas de la clase y de la
escuela primaria. Pero al liceo no fue, a pesar de sus gritos y
llantos, porque tuvo que quedarse en casa ayudando a su madre. Que
también gritó un poco en su favor, pero no lo suficiente.
Cuando conoció a
Rosendo, gritó para que este la viese y se acercase lo suficiente
para darse cuenta que esa niñita bonita que él había tomado por la
hermanita menor de algunas de las chicas del baile en el pueblo, era
una adolescente de diecisiete años, desparramando hormonas como si
se estuviese por acabar el mundo. Y se casó con él y cumplió con
su mandato rural: casarse, tener hijos y atender a su marido. Pero
siempre gritando para conseguir las cosas.
Así fue pues, que
Rosendo se había tenido que acostumbrar a que si quería comer guiso
de gallina, había que comprarse una en la carnicería del pueblo. Y
traerla a escondidas para que no la viesen las gallinas de Laurita.
Para que no se impresionasen y del shock dejaran de poner huevos o de
criar a sus pollitos.
Y ahora, con el sol
desperezándose en el horizonte y mientras alimentaba a sus adoradas
hijas del corazón, Laurita tenía claro que iba a tener que utilizar
el arte de gritar para convencer a Rosendo que su hija Celina
siguiese yendo a la escuela. Y empezara liceo. Porque Rosendo, fiel a
las costumbres rurales, pensaba que no valía la pena. Que con
terminar la primaria era suficiente. Total, Celina encontraría novio
enseguida y para antes de los dieciocho años, estaría casada y
pariendo hijos. Ayudando a su marido en el campo. Como lo había
hecho ella, le decía y tan mal no le había ido. Y ella hacía un
esfuerzo supremo para que ese grito, el secreto, el que era un
alarido, no saliese de su garganta y como un tsunami barriese con
todo lo que encontrase en su camino. Incluyendo a Rosendo.
Laurita terminó de
darle de comer a las gallinas y se quedó mirando como el sol
perseguía a la niebla matinal hasta que esta, agotada, aceptaba su
derrota y corría a refugiarse en la cañada.
Fue hasta el corral de
Hortensia, la lechera y la dejó salir a la pradera de trébol. Y con
un grito que provocó que la vieja vaca saliese corriendo como si
fuese una ternera, le dijo que su hija Celina iba a ir al liceo y si
quería, después seguiría una carrera universitaria. Y luego
decidiría si quería casarse, tener hijos y ejercer o no su
profesión. Porque ella, su madre, tenía el as en la manga que su
madre no tuvo: la chacra era suya. Y eso, en el entorno rural, la
hacía valer casi tanto como un hombre. Y así como las gallinas no
se comían, su hija tendría la oportunidad de estudiar y elegir qué
quería hacer con su la vida.
Laurita suspiró
profundo y volvió para la casa a despertar a los gurises, ordenar,
limpiar los cuartos y empezar a preparar el almuerzo. Y empezó a
pulir su mejor grito para cuando llegase Rosendo. Para que Celina no
tuviese nunca la necesidad de gritar.
Lilly Morgan