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sábado, 28 de julio de 2018

Historia de un gran amor. Cuento de Antonio Pippo.






http://www.delicatessen.uy



-Yo dije que esa relación era un riesgo, ¿te acordás?


No, en realidad él no se acordaba. Lo acosaba un deseo irrefrenable de tomarse un buen whisky. Pero dijo que sí, que cómo no, que lo tenía presente, por favor. Su voz sonó hueca, distante,casi aburrida. Y ella supo, una vez más, que le mentía.


-¡Siempre igual! –casi gritó-. No tenés vergüenza. Los años que llevamos juntos y no aprendiste a respetarme. Hablo y es igual a que pase un carro vendiendo chorizos y hamburguesas. No tenés arreglo. Sólo yo te banco.


Él la miró como si fuera la primera vez. Vestida con el chaquetón de cuero marrón y la pollera escocesa, acampanada, conservaba cierto atractivo. Claro, estaban las arrugas, las várices, el pelo teñido. ¿Y acaso para él no pasaba el tiempo? Como al descuido deslizó una mano por su abdomen. Linda barriguita. “Vicio de posición”, decía a veces. Pensó: “qué viejo de porquería...”.


-Mirá... no seas injusta. No es eso. Pasa que me distraigo. Será un síntoma de la edad, qué sé yo...


-Por favor. Ahorrate explicaciones... ¿o te creés que soy tarada? Bueno... –suspiró, tratando de zafar de otro de de sus entredichos antiguos y cotidianos, aunque sabía que no sería fácil. Te estaba diciendo lo de Oscar. Te consta: no podemos permitirle semejante disparate. Tendrías que hablarle, a lo mejor a vos te hace caso. A mí nunca me dio bolilla. ¿Te das cuenta si se va a vivir con esa loca? Arruinará su vida... ¡eso es lo que pasará!


Él dio vuelta la cabeza y miró, mansamente, los edificios de enfrente. Fue una breve huida, menos agradable que un whisky, eso sí. Quizás el problema estaba en que casi siempre tenían opiniones diferentes sobre la mayoría de las cuestiones y él optaba por retroceder, aislarse, escapar. La casa, el auto, la familia, la educación de los hijos, la política y hasta las tetas de Moria Casán. El tango o el bolero, el cine o los bailes, libros o discos. Veintitantos años así, toda una cultura del desencuentro. Se le escapó una media sonrisa. ¿Diferencias de cuna, de educación? ¿A quién le importaba saberlo ahora? ¡Una vida...! Qué grises eran esos edificios de ahí... Altos, feos. Parecía que iban a reventar de tristes. Una acumulación de melancolía. ¿Por qué no le daban una mano de cal, eh? Olvidó por un momento que no hay que buscarle explicación de todas las cosas.


-¿Ves...? Ya estás de nuevo en babia. Es para volverse loca, hablando sola por la calle como una idiota... –dijo ella, molesta.


-¡Te escuché...! –la interrumpió él, haciendo un gesto brusco con el brazo-. Sí, el asunto del Oscar y todo eso. ¿Qué querés, carajo? Ya te dije lo que pienso. Hay que dejarlo hacer su vida –hablaba más fuerte de lo necesario-. ¡Se calentó con esa mina y chau! Y bueno... en una de esas sale bien.


Ella detuvo el paso con brusquedad y le puso la mano en el pecho: –A mí hablame correctamente, ¿estamos? No te pongas grosero y menos en la calle, porque yo también soy capaz de mandarte a la mierda delante de todo el mundo...


-Bueno, bueno... Perdoname-. Él dulcificó el tono cuanto pudo. No le interesaba un teleteatro a la vista de los paseantes-. Tranquilizate de una vez. Estoy un poco nervioso. Y cansado. Y además no me gusta discutir estos asuntos en la calle. Vos lo sabés... Mirá, vení... ahí hay un bar, parece un buen lugar... Me tomo un whisky, ves te pedís un cafecito y charlamos. ¿Te parece?


Ella miró el lugar. Una esquina típica de la parte antigua de la ciudad. Le parecía sucia, desestimulante. A él le caería bien porque parecía una construcción en clave de tango. Hubo cierta resignación cuando accedió: –¡Ahora un boliche! ¿De veras es un buen momento?


Sabía qué le esperaba. La comodidad de él, suerte de pez reintegrado a su ambiente, y la contenida incomodidad de ella en un sitio que siempre creyó de hombres, dando ventajas como un visitante que no se acostumbra a ciertos escenarios. ¡Si de todos modos no se iban a poner de acuerdo, eso era un hecho! Él retrocedería, manejaría con arte la distancia y apelaría a su verborragia florida, de hombre supuestamente vivido, formado en la calle, que se las sabe todas.


-No es un capricho. Pasa que me estoy meando. ¿O no sabés que en invierno tengo la vejiga fácil? –lo dijo y fue apenas la pretensión de una ironía liviana, liberadora.


Cruzaron la calle hacia el bar, separados. Parecían un par de extraños a los que un encuentro casual ha impuesto una obligación y no una alegría. El hombre amagó pasarle un brazo sobre los hombros, como otras veces, pero sólo fue un ademán. Se hizo a un lado y la dejó entrar primero. No fue una galantería; buscaba un estímulo, algún breve entusiasmo que le diera ánimo para lo que vendría. Al verla caminar pensó cuánto más interesante era ella de espaldas: las caderas anchas, las nalgas todavía duras, ese balanceo que daba la idea de una mínima insinuación. Eligieron una mesa pegada al único ventanal.
-Un whisky, etiqueta negra, y... ¿un café? –pidió, consultando, apenas apareció el mozo.


-No... –dijo ella rápidamente-. Yo quiero un whisky igual...


Él se sorprendió gratamente pero no hizo comentarios. Se levantó y fue al baño. La mujer lo observó un momento, del mismo modo que se mira el recibo del alquiler con el primer aumento o una boleta de quiniela que deja en evidencia el error por un número. Pese a la barriga igual lo prefería de frente. Por eso alcanzó a disfrutarlo un poco cuando él regresó: aquellos ojos azul cielo que los años no habían marchitado, la boca chica pero sensual, el pecho ancho. Apenas eso, después de tantos años.
El hombre se sentó, sacó los cigarrillos y los puso sobre la mesa: –¿Estás más serena? ¿Querés fumar...?


Ella sacudió la cabeza y se quedó unos segundos mirando hacia afuera. El vidrio sucio y la tarde oscureciendo eran como un velo sobre el movimiento de la calle.


-Estoy cansada... –. Tomó un cigarrillo y enseguida lo dejó sobre la mesa. Temblaba. Acarició el vaso frío del whisky y, de pronto, apuró un largo sorbo.


-Pará, pará... despacio... no estás acostumbrada... –dijo él, cuidadoso.


-Tantos años de lucha, de sacrificios, de postergarse una por los demás –pareció no haberlo escuchado-. Tu trabajo, tus planes, todo lo que después se fue al diablo. Y Oscar... Ahí puse todo lo que me quedaba ¿comprendés? Todo. Creí que, aunque tarde, la vida me iba a compensar un poco. Que iba a disfrutar a un hijo que me diera orgullo... ¡Y mirá este pelotudo, en su mejor momento, en lo que se viene a meter!


-Bueno, no es para tanto... –murmuró él, sin mirarla-. Graciela es una mina mayor que Oscar, estoy de acuerdo. Y que hizo la calle, también lo sé. Pero ya no está en esas, ahora tiene la peluquería... A mí me parece que se quieren. Y a fin de cuentas ¡ya es un hombre!


-Para vos todo es tan sencillo... ¡rico tipo! –la mujer bebió otro sorbo abundante del whisky y él no dijo nada-. Seguro, así te evitás la responsabilidad de pensar, de tomar conciencia, de ayudar a tu hijo... ¡Para todo has sido igual, vos!


El hombre oteó los alrededores cercanos. Mesas chicas, sillas viejas, un bullicio contenido. Rostros aburridos de mozos con moñita, el gallego sacudiendo la registradora. Un tipo, al lado, con un vaso de caña por la mitad. Sí, era verdad. Hace años que parecía que nada se podía arreglar. Ya no daba más. Al principio, puros sueños, esperanzas. Uno se dice: “Con la voluntad, alcanza. Después pasa el tiempo, vienen los fracasos, la plata insuficiente, la vieja pasión que se va agotando. Aparecen la costumbre, el tedio. Y uno sigue como puede...”.


De una radio sobre la heladera del bar brotó un tango: “¿Por qué es que no me besas? No tengo adonde ir y allá en la pieza...”.


-Puede ser, puede ser... –confesó, resignado y paladeando su whisky por primera vez, lentamente-. Pero no me vas a negar que la voy llevando... ¡Pará, pará! No me creas un cínico. No me lo digas otra vez. Pienso, nomás, que es una manera adecuada de soportar lo que nos tocó. ¿Qué ganás con exaltarte? Te sube la presión, el colesterol, te duele la espalda. Ya no somos pibes. Mal o bien hemos hecho una vida. Si no podemos con los problemas, nos ladeamos. Dejalos pasar. ¿O vos te creés que porque yo le hable Oscar va a cambiar de opinión? Está metido. Y bueno... que se saque las ganas. ¿Por qué no lo mirás con un poquito de humor? La Graciela ésa está muy fuerte. ¡El pobre muchacho debe andar ardiendo!


La miró a los ojos y se los notó enrojecidos, turbios. La mujer se movió, molesta, aunque había empezado a sentir cierta tibieza interior. Ella también pensó: “De nuevo el discurso machista, vulgar. Cómo recuerdo lo románico que fue al comienzo, tan dulce, comprensivo, compañero. ¡Si hasta me escribía versos! Y ahora está ahí, gordo y gastado, perdiendo el pelo pero hostigándome con su pose de tipo con calle, capaz de meterme los cuernos con cualquier gurisa atrevida. ¿Adónde cayó la otra vida? ¿Puede el tiempo cambiar tanto a una persona? No es sencillo mirar atrás y aceptar lo que se tiene adelante”.


-Pedime otro whisky –dijo y agarró y encendió un cigarrillo.


-¿Estás segura...?


-Sí, está bueno...


El sonrió: –No te quiero sacar borracha de acá...


-Mirá... Yo quisiera acordarme de cuándo empezó todo esto. Lo nuestro, quiero decir. Esta forma tan distinta de convivir. Porque lo de Oscar, a fin de cuentas y aunque me duela y sea lo que más me importa, es uno de tantos líos, pero reciente. Lo otro viene de lejos ¿no? Capaz que del comienzo, no sé... Hoy podría decirte que sos tan superficial... Tan poco... en fin, dejalo ahí...


-Ah, pero vos estás loca de remate... ¿De qué me hablás?-. La reacción de él quizás demoró un instante más de lo conveniente. Es que la vio volver a agarrar el vaso de whisky y tomar de golpe lo que quedaba.


-¿¡Así que no sabés?! No sabés lo que no te conviene...


Tal vez fue la rigidez que capturó al mozo del fondo, o el gallego que pareció congelado sobre la registradora, o la somnolencia del tipo de al lado que quedó en el fondo de su vaso. Pero se dieron cuenta que habían alzado demasiado de la voz. Ambos callaron y se recostaron en sus sillas. Él se quejó casi imperceptiblemente y ella dijo:


-¿Que tenés? ¿Te pasa algo?


-No, no... Voy al baño de nuevo. Después pago y nos vamos...


Ella lo siguió con la mirada. Inquieta, pensó cómo podría ser la vida sin un marido. ¿Sola, a los cincuenta años? Pensó en tantas noches de invierno, acurrucada junto a él, mirando televisión. Pensó en los fines de semana del verano, ayudándolo a preparar el asado en el parrillero del fondo. Pensó en las mañanas, al despertarse, cuando él le llevaba el mate a la cama. Pensó en los días interminables, conversando tonterías –algún paro, el fútbol, la vecina que se divorció, las tandas comerciales de los canales- pero acompañada. Pensó en las discusiones cotidianas, en esos días en que ni la tocaba, aunque lo veía y sentía el calor de su cuerpo. Y pensó que nunca había estado realmente sola, que no sabía qué era eso. Sintió que se ahogaba.


Entonces llegó él y lo interrogó con la mirada, ahora más turbia y vidriosa.


-Nada, nada. Me empezó a molestar el estómago y fui por las dudas. Pero no, gases y nada más. Debe ser esta maldita gastritis que me está matando...


El hombre calló por un momento. Le tomó una mano entre las suyas e hizo como quien busca las palabras correctas.


-Está bien. Yo creo que deberíamos cambiar. No puede ser que sigamos así...
-Sí, quizás... –concedió ella, aunque sin entusiasmo-. Pero todo empieza por vos, esa es la verdad. Fijate sólo esto: ¿cuánto hace que no me hacés el amor? ¿Veinte días, un mes? ¿Te parece que así se puede cambiar algo?


-¿Qué decís? No es para tanto. ¿Y eso es en lo único en que pensás? Además, si arriba del laburo, del cansancio y de la gastritis, al volver te encuentro dormida o te das vuelta cuando me acuesto...
-¡Ah, no, no! No me vengas ahora con que la culpa es mía. Yo estoy ahí, queridito, no ando en la calle, no busco nada. Yo espero. A vos te espero... Y es evidente que ya no te caliento...


-¿Y nunca te preguntaste por qué? Si hay días en que parecés una bolsa de papas. Echada, indolente... ¿Qué soy yo, un maquinista?


-¡Sos un hijo de puta! Pero... ¿vos te miraste al espejo? ¡Qué atrevido! ¿No te observaste esa barriga descomunal que echaste? ¿Y las veces que venís a refregarme y ni siquiera te afeitaste? ¡Seguro! Yo tengo que bancar lo que venga... La barba, el mal aliento, la panza del señor de la casa... ¡Andá a la puta que te parió!


La mujer se paró y salió a la calle. Hubo un serie de pequeños hechos simultáneos: cayó un vaso, el mozo dio unos pasos hacia la mesa y el viejo de al lado sofocó un risita babeada. El hombre hizo un gesto indefinido, pagó la cuenta y salió detrás de ella. En ese momento terminaba el tango, ¿el mismo tango de antes?: “¡No, no estoy loco...!, muerde mi boca... y déjame creer que esto es amor”.


Apenas la vio, taconeando cansina rumbo a la esquina, creyó sentir ternura, si es que acaso recordaba cómo se siente eso. Pensó en el atardecer gris, el frío, la posibilidad de quedarse a pelear solo que faltaba y apuró el paso para alcanzarla.


Ella, percibiendo de pronto una serenidad desconocida, más que pensar, iba recordando imágenes, flashes: cómo disfrutaba él su comida humeante en las noches invernales, cómo se divertían leyendo distintas partes del diario del domingo y riendo por cualquier pavada, todo lo que habían compartido. El hombre la alcanzó en la esquina y la abrazó, sin que ella se resistiera.


-Escuchame. Por favor y aunque sea la última vez, escuchame... Te pido perdón. Vamos a calmarnos. Hoy ha sido un día terrible. No puede ser que tiremos así, a un basurero, de un plumazo, casi treinta años de vida juntos. Mirá... está horrible acá, tomemos un taxi y volvamos a casa. Prendemos la estufa grande, preparamos unos mates y charlamos tranquilos. ¿Te gusta la idea?


Ella le clavó la mirada. Lloraba suavemente, con esa lentitud que da la aceptación de lo inevitable. No lo sabía pero su vida era un tango: “Cada nuevo amanecer se irán borrando...”. Tenía unas ganas enormes de volver, si, a su casa. Con él.


.¿Por qué seguimos juntos, Luis?


-¿Ves? No deberías hacer esa pregunta. Nos conocemos mucho, nos necesitamos. Es con eso que se hace un gran amor.


Le pasó el brazo sobre los hombros, la apretó contra su cuerpo y juntos iniciaron el regreso.
El hombre tuvo un último pensamiento, del que se avergonzó enseguida: “No hay duda alguna. Qué bueno estaba ese etiqueta negro amigo”.


Antonio Pippo, nació en Buenos Aires, pero no dudamos que se considera oriundo de San José de Mayo, pese a vivir desde hace varias décadas en Montevideo. Es periodista, escritor, investigador del lenguaje del tango, narrador oral en lunfardo. Es autor de, entre otros libros, El quilombo y otros cuentos de otoño, Obdulio con alma y vida o Jazmín de noviembre. Este cuento, fue cedido y corregido especialmente por el autor, para www.delicatessen.uy. Fue originariamente publicado en el libro Grandes amores (Fin de siglo, 1994). Es autor y recitador en los espectáculos poético-musicales Bien polenta y Tango íntimo.