En una reciente
entrevista en el semanario Búsqueda, el canciller uruguayo dijo
algunas cosas que merecerían figurar en lo más alto del podio de
las frases del año, en su afán por justificar la pretensión del
gobierno de firmar TLCs y de ingresar a la Alianza del Pacífico y
otros tratados por el estilo. Por ejemplo dijo: “La asunción del
presidente Macri y su equipo muestra que es un gobierno que en lo
económico no pone ideología”. Como si las políticas del consenso
de Washington, los dictados del FMI o del BM y las presiones de los
poderosos del mundo fueran del todo carentes de ideología.
Dijo también que
“sin duda se debe dejar de analizar los temas comerciales desde lo
ideológico. Eso tiene que cambiar, si no, nos vamos a quedar
aislados. Las nuevas tendencias comerciales en el mundo nos obligan a
analizar este asunto y asumir las situación con realismo”. Y más
adelante:
“ Me considero un
hombre de izquierda, pero miro el mundo con realismo. Mirando la
realidad del mundo, y no con ideología. Es simple eso: el comercio y
la ideología son dos asuntos separados".
Claro que esto no es
nuevo en el discurso progresista.
En su primer
gobierno, e intentando justificar su voluntad de firmar un TLC con
los EEUU, Vázquez dijo que “se equivoca quien en nombre de los
principios cree que el comercio es un asunto de ideología”, y
luego su ministro de economía (Astori) desarrolló aún más la idea
diciendo que hay que equilibrar los principios con el pragmatismo,
evitando prejuicios; que los objetivos se relacionan estrechamente
con los principios, y que por lo general las herramientas y los
instrumentos se emparentan especialmente con el pragmatismo. Que no
podemos confundir las cosas ni dejar que esquemas ideológicos o
prejuicios dificulten el camino de la elección de esas herramientas.
Es un discurso que
pretende presentar la economía como una ciencia incontaminada que
solo utiliza herramientas para obtener determinados fines, por fuera
de cualquier ideología. Mientras pontifican las bondades y
excelencias de la economía de mercado, del libre comercio y los
tratados y acuerdos entre bloques, olvidan hablar de la creciente
desigualdad en la distribución de la renta y la riqueza, de la
concentración del poder económico y financiero, del aumento del
trabajo zafral, del problema de los emigrantes, de las necesidades
sociales sin cubrir, de la desigualdad de las mujeres frente a los
hombres, de los problemas ecológicos o la pobreza y el hambre
mundial, como si esas cosas nada tuvieran que ver con la economía y
el comercio. El lograr el crecimiento económico se ha convertido en
el objetivo principal, ocultando cómo se está consiguiendo, a quién
beneficia y cuál es la calidad de ese crecimiento. Eso, claro, es
ideología pura. Enmascarada bajo la apariencia de objetividad
científica, la economía ha ido construyendo una teoría con la que
es posible justificar, ocultar y permitir un sin fin de desigualdades
sociales, explotaciones miserables y atentados a la vida de los seres
humanos. Las relaciones entre economía y poder no solo alimentan
crisis económicas, sino también conflictos internacionales,
fracturas y deterioros sociales.
Muy por el
contrario, podría decirse que la ideología económica es la pieza
clave de la ideología dominante, la que tiene la peculiaridad de
presentarse con ropajes científicos, apoyándose en razones
parcelarias que encubren la sinrazón global de sus mensajes e
interpretaciones.
Si las acciones no
se corresponden con los principios que se proclaman, tanto las
personas como los gobiernos dejan de ser creíbles. Pero para el
discurso progresista, es necesario presentar la economía como algo
puramente pragmático, alejado de objetivos y principios. Una fuerza
política que se autodefine como de izquierda y antiimperialista, que
llegada al gobierno adopta como una de sus primeras medidas la firma
de un tratado por el cual le protege las inversiones al imperialismo
yanqui, necesariamente debe justificar su forma de actuar.
Como decía Carlos
Quijano en Marcha en el año 72: “..en definitiva, cuando las modas
pasan sólo quedan los principios. Hay que defenderlos más en las
malas que en las buenas, sin temor a perder amistades o a sumar
enemistades. La única política fecunda es la que se ajusta a
principios. Ya lo enseñaba –palabras más, palabras menos- Lenin”