El hoy poco recordado Billy Cafaro, auténtico precursor del rock nacional en el Río de la Plata. Uno de los más populares LP de ese grupo legendario que fue Los Plateros.
“... porque los verdaderos paraísos son los paraísos que hemos perdido”.
MARCEL PROUST - En busca del tiempo perdido
Aquellos redondeados automóviles se colocaron en línea una vez más, jadeando al toque nervioso en los aceleradores, mientras los dos muchachos se miraban, con fuego en los ojos, desafiantes, serenos apenas, apenas aguantando con el otro pie en el freno a las máquinas con ansia de abismo, esperando la señal de la bella en litigio que iría acompañada como siempre con un agitarse de la pollera debido al viento producido por el pasaje raudo de los bólidos hacia un destino desparejo. Como todas las veces, Jimmy sería el triunfador, y de ahí en más comenzaría la parte más grave, seria, melancólica tal vez de la película.
Apagó el aparato de video. De cualquier modo, ya lo sabía todo de memoria. Uno de los móviles que lo llevó a entrar en ese gasto, aparte del bien intencionado pretexto de que los chicos se acostumbraran al buen cine, fue el inconfesado deseo de ver una y otra vez películas como ésa, lo que hizo hasta el cansancio en los primeros meses, encontrándose de golpe y a destiempo con lo más fabuloso y lo más angustiante de su lejana adolescencia. Se desprendió el nudo de la corbata, tiró hacia atrás con la mano su escaso pelo, se recostó en el plastificado sillón del angosto living, miró por entre las hendijas de la cortina veneciana el comienzo del atardecer; dio gracias que su mujer y sus hijos estuvieran pasando unos días afuera, en casa de sus padres. Con los ojos entrecerrados, percibiendo el murmullo monótono del ventilador y los ruidos intermitentes de la calle, comenzó a evocar, sin quererlo —asociación libre, pensó que llamaría a eso el siquiatra— las circunstancias de su primera admirada visión de “Rebelde sin causa”.
Era entonces un teenager (recordó la expresión, que en aquella época se aplicaba con la ingenuidad de lo novedoso; sin el posterior síndrome culpable que para toda palabra proveniente del norte introdujeran, en él como en tantos, los años sesenta en general). Era un teenager. Musitó en voz alta la expresión, con ese regodeo sólo privativo del reencuentro con algo de uno mismo perdido en el oscuro bosque del pasado. Se vio de pantalones vaqueros —los primeros— con el cabello entero todavía y peinado a la gomina con un jopo, saliendo del cine Rex con dos amigos y entrando a la vecina Vascongada. Vio también a Matilde en una mesa cercana —de las del rincón, que parecían de ferrocarril— y esa vez se animó a sonreírle. Luego sonó en la máquina de discos “Remember when”, mientras él ni oía a sus amigos y ni siquiera miraba a la muchacha; se imaginaba siendo tan arrojado, melancólico y atractivo, como el mismísimo James Dean. Días después se animó a invitarla a salir. Vivían en la misma cuadra de Malvín, y para lucirse sustrajo del garage familiar el casi flamante Chevrolet Bel Air de su tío en el que llevó a Matilde a dar unas vueltas por las calles del barrio para culminar en el Rodelú, cuyo enorme salón ella cruzó como si fuera una imagen inquietante de la sensualidad, con sus pantalones pescador, sus elásticas ballerinas y su larga cola de caballo. No fue más allá el acercamiento. Salieron otra vez, pero a caminar, y al poco tiempo supo que se había arreglado con Lito, justamente lo más parecido a muchacho de película en la zona.
Sintiendo calor y amparándose en la momentánea soledad, tomó el saco y salió a la calle. Siguió hasta el bar más próximo, donde se atrevió con un medio y medio, y luego otro, y otro más, mientras seguía soñando con el cincuenta y tantos. Y fue de ese modo —rodeado por los dos costados de borrachos alegres— que se decidió a la insensatez y sucumbió a la tentación. Pidió la guía telefónica, buscó con mano temblorosa, se dirigió al aparato, discó.
—Buenas noches, disculpe, quisiera hablar con Matilde... Sí, Matilde Pérez... Ella vivía allí, hace muchos, muchos años... Quería desearle un feliz año 1990... —........................ — ¿Que tu mamá no se encuentra? Entonces dame con Lito... —........................ — ¿Qué decís? ¿Que no se llama Lito tu padre...? —.......................
Dejó el tubo descolgado, y anduvo titubeante y pálido hasta el mostrador. Pidió ahora whisky, dispuesto a gastarse todo el dinero, no preocupándole ya las previsibles recriminaciones de su mujer cuando volviera. La cabeza le daba vueltas, y las imágenes de Natalie Wood y de Matilde se le aparecían, intermitentes, como luces de neón de aquellos tiempos.
Aunque pretendía a Matilde, sabía que en el fondo no podía aspirar a una chica así. Le bastaba con que le hubiera concedido aquella inolvidable salida de sábado, cuando arrimara despacio y orgulloso el automóvil a la amplia terraza del Rodelú, con todas las miradas y las envidias de la muchachada sobre él, al tiempo que Billy Cafaro cantaba “Marcianita” desde algún lugar. Después, y por unos años, mientras su familia vivió en Malvín, vio él también con cierta envidia a la pareja ideal que hacían Lito y Matilde: eran poderosa, casi diabólicamente atractivos, cuando caminaba ella con sus vestidos de vuelos y los zapatos de punta de alfiler, y Lito con el amplio torso y los brazos musculosos (a fuerza de pesas y de tensión dinámica) apretados por el buzo negro de mangas bien cortas. Todavía recordó cómo una vez el torpe, el pusilánime del barrio, ese bobalicón que nunca falta y del que todos se burlaban, la miró a Matilde un poco más de lo prudente en el cine al aire libre, y cómo recibió su merecido de inmediato de parte de los fuertes puños de Lito. El esmirriado y blancuzco —casi el mitológico alfeñique de cuarenta y cuatro kilos— se llamaba Vicente (lo había olvidado por años, hasta momentos antes, cuando la llamada). Y recordaba también, claramente, cómo después de la paliza, Matilde, riendo, lo trató de imbécil, de guarango.
Cuando llegó de retorno a su casa era tarde y estaba algo mareado, pero tuvo la precaución de llevar consigo una botella de grappa. Quería aturdirse hasta el olvido, que el tiempo retrocediera. Le vino a la memoria aquel bolero de la última noche de sábado, en el baile del club, al que asistió antes de que se mudaran para Canelones... “...Reloj no marques las horas/ porque mi dicha se acaba...”
Allí estaba todo el mundo, y brillando por encima de la muchedumbre juvenil —como estrellas inigualables de un firmamento en technicolor— los cimbreantes Lito y Matilde, que bailaron como nunca un rato después el “Rock del Reloj”. Escondiéndose en los rincones, maltrecho, recordó que andaba el pobre de Vicente, a quien ni las más feas concedían una pieza.
Cuando luego de bajarse casi de golpe media botella comenzó a dormirse sin remedio sobre el piso sucio de la cocina, empezó a arrepentirse de la llamada, de la curiosidad malsana que lo llevó a cometer el sacrilegio de enterarse que aquella escultural, intocable Matilde, era ahora una apacible, convencional cincuentona, que seguía viviendo en la misma casa que fuera de sus padres, y que el nombre de su marido era nada menos que Vicente.
Fue
un 2 de diciembre de 1866, en un modesto rancho del barrio de Goes.
Así se planteaba en un folleto editado hace muchas décadas por Ovidio
Cano, colaborador del desaparecido diario El Día, rescatado por los
historiadores Washington Reyes Abadie y Anibal Barrios Pintos en su
libro dedicado a esa antigua zona montevideana (en serie publicada por
la Intendencia Municipal). “Tal afirmación –consigna Cano en ese texto– pertenecía
a Leonardo Durante, un argentino que vivió muchos años en la calle
Libres 1620 casi General Flores, en el corazón de Goes”. Y agrega: “fue
en un rancho situado en el número 1477 de la calle Isidoro de María,
frente a la plaza llamada en ese tiempo De las Carretas”. Siempre según Ovidio Cano: “Leonardo
Durante afirmaba que desde la noche del 2 de diciembre de 1866, se
bailó en ese rancho una deformación de la clásica habanera con parejas
abrazadas”. Y luego comenta que la gente se acostumbró a decir: Vamos a bailar tango al rancho de la plaza.
El mito y sus raíces
Si
bien son muchísimos los testimonios sobre los primeros pasos del
tango, tanto en Buenos Aires como en Montevideo, la originalidad del que
rescató Cano y recordaron Barrios Pintos y Reyes Abadie, radica en la
fecha y lugar precisos. Más allá de este dato y de la anécdota
puntual –el surgimiento de estilos musicales no suele tener nunca una
génesis tan acotada– musicólogos, antropólogos culturales, “tangólogos”
en serio, han coincidido en las últimas décadas en filiar el origen
del ritmo del dos por cuatro, de manera igualitaria a los arrabales de
ambas márgenes urbanas del río marrón. Concretamente: a los prostíbulos
y boliches orilleros, donde se mezclaban el paisano recién llegado del
interior con el tano y el gallego que habían arribado al puerto poco
antes, abrazándose a polacas, francesas y rusas que ejercían en el
suburbio de las ciudades platenses el oficio más viejo del mundo. Investigaciones
significativas de los años recientes estiman que si bien el tango se
propagó de manera inusitada en Buenos Aires, fue en Montevideo donde
tiene su lejana génesis, fecundado por el sensual tan-gó de los
afro-uruguayos. Y hoy por hoy las raíces africanas del tango no son
negadas por ningún estudioso serio del tema. Y tampoco que en esa
influencia fuera decisiva la música de los negros montevideanos que por
1830 iban a bailar tan-gó extramuros, por detrás del Cubo del
Sur. Si no fuera por la negritud que lo vitaliza, al tango le faltaría
el ingrediente rítmico, el magnetismo que lo torna mágico y vibrante, y
le sobraría demasiada melancolía.
Un ritmo de dos orillas
Cuando
se escribe o habla del tango por el ancho mundo, se lo asocia casi
siempre en exclusividad a Buenos Aires. Esto es explicable, en la
medida que en la grande y compleja urbe porteña de los años veinte –que
tan bien recrearan literariamente Roberto Arlt y Leopoldo Marechal–
democratizada por el irigoyenismo, el nuevo ritmo encontraría su
escenario más fecundo en los cabaret y los cafés con palco, y su cantor
por excelencia en Carlos Gardel. Por su parte, su mítico imaginario
cosmopolita amalgamaba la Pebeta de mi barriocon las Ivonne, René y Grisetta de un brumoso quartier
parisién; de Montmartre a Corrientes angosta, del Barrio Latino a la
Curva de Rocha. El lenguaje, los personajes, la dramaturgia del tango,
no serían lo que son de no haberse decantado en esa proteica ciudad del
estuario del Plata. Pero Montevideo ha aportado lo suyo, y mucho,
al tango, como lo ha probado –con datos más que suficientes– el
recordado escritor Juan Carlos Legido en su libro La orilla oriental del tango (publicado por Ediciones de la Plaza). Basta evocar a Gerardo Mattos Rodríguez y La Cumparsita,
el bien llamado “tango de los tangos”, que fuera estrenado por el
maestro Firpo y su orquesta en la confitería La Giralda de la Plaza
Independencia (donde hoy está el Palacio Salvo). También a Roberto
Fugazot y su Barrio Reo, dedicado al montevideano
barrio Reus al Norte, y que fuera cantado en el viejo café Vaccaro de
General Flores y Domingo Aramburu por Carlitos Roldán. Y al entrañable
Pintín Castellanos y La puñalada, que tuvo su bautismo
ante el fervoroso público tanguero del Tupí Nambá nuevo, en 18 de
Julio. Y los compuestos por Víctor Soliño, Tito Cabana, Juan Carlos
Patrón y Alberto Mastra, que forman parte del mejor repertorio del
tango canción. Y no hay que olvidar las orquestas uruguayas: La de
Laurenz y Casella, que marcó toda una época. La de Romeo Gavioli,
realizando una verdadera “fusión” de tango y candombe. La tan popular y
radiofónica de Oldimar Cáceres. La del maestro Donato Raciatti
llenando de música típica el Montevideo de varias décadas. La más
cercana en el tiempo dirigida por el maestro César Zagnoli. Y recintos
hoy míticos, como el gran café Ateneo, con sus palcos donde diariamente
se oían las mejores orquestas del Río de la Plata, verdadera catedral
montevideana del ritmo del 2 x 4. En definitiva, como bien lo
expresa ese tango más moderno de otro uruguayo, el Ciruja Montero: las
dos orillas, las dos ciudades, están hermanadas por iguales aires
musicales y por historias comunes, costumbres y formas de vida. Y qué
más da –parafraseando la notable milonga de Borges- que haya nacido en
algún antro de la calle Yerbal o de la calle Junín... El tango es, en
definitiva, tan hijo de Buenos Aires como de Montevideo. Y ambas
ciudades fueron madres fecundas y amorosas para el ritmo que las
identifica.
Mario Wong, Libia Acero- Borbón, Efer Arocha, Jorge Torres y Mirta Camaño
El
pasado 17 de diciembre en París en La Maison de L’Amerique Latine, la
Revista Vericuetos presentó la edición 26 en formato de libro conformada
por 261 páginas, dedicada íntegramente a la literatura del Uruguay. A
partir de la década del 80 del siglo pasado, con textos de una treintena
de poetas, una docena de narradores y la misma cantidad de
ilustradores. Además de los textos anotados, la publicación contiene un
editorial y una introducción explicativa. El editorial por el escritor y
director Efer Arocha, y la introducción por Alejandro Michelena.
Hubo
una nutrida asistencia de lectores de literatura de América Latina,
España y personalidades latinoamericanas. Se hizo sentir la presencia de
distinguidas figuras de la poesía, narrativa, pintura, escultura,
música y distintas profesiones. En poesía uno de los que se encontraba
fue el bate chileno Orlando Jimeno Grendi. Narrativa, Telmo Herrera del
Ecuador. Pintura, Francisco Trujillo de Colombia. Música, Alvaro Gómez
Orozco de Colombia. La académica y poeta Luisa Ballesteros de Colombia.
El investigador francés del CNRS en lenguas africanas Yves Moñino, el
cineasta español Arribas Alexander, la soprano mexicana Laura
Buenrostro, la diseñadora Ingrid Lahoud, el ingeniero Hernando Franco,El escultor Alfonso Díaz, La psicoanalista Paulina Macías, el especialista en literatura francesa Camilo Begoya,la
historiadora Patricia Prieto, el cineasta Marino Valencia, la ingeniera
Catalina Pimiento Rodríguez, la rectora Esperanza Rodríguez y en ese
orden otras personalidades.
Los
asistentes permanecieron absortos durante una hora de lectura, rasgada
por intensos aplausos cada vez que la creación lograba cruzar la barrera
del silencio por su excelente contenido.
La
Actriz uruguaya Mirta Camaño; inició la lectura con el poema Vellón de
Silvia Riestra, seguido de Montevideo de Laura Chalar; Para Las Focas de
Juan Manuel Sánchez; Fragmento de la novela Marginautas de Adolfo
Guidali
Los
intermedios fueron amenizados por el arpista español Carlos Luvera. El
escritor peruano Mario Wong leyó un fragmento Del Tiempo En Una Hoja de
la escritora Lilian Irigoyen.
El
poeta colombiano Jorge Torres leyó un fragmento de la introducción de
Alejandro Michelena y cuatro poemas: El Viento Es Un Perro de Andrea
Estevan; Ora Pro Nobis de Isabel Barreiro; En La Luz Del Eclipse de
Ingrid Tempel y Devenir de Sandra Miguez
La
poeta colombiana Doris Ospina leyó tres poemas: A Veces Cuando Llueve
de Mónica Marchesky; Ejercicio De Olvido de Isabel De La Fuente y
Crisálida II de Silvia Martínez Coronel
La
mesa fue presidida en representación de Vericuetos por Efer Arocha y
Libia Acero- Borbón. La embajada del Uruguay estuvo representada por la
encargada cultural señora María Fernanda García. Los dos representantes
del Uruguay no pudieron asistir por fuerza mayor: Alfredo Riboira sufrió
una luxación en un pie inhabilitándolo para caminar, y Alejandro
Michelena a quien esperábamos con entusiasmo, puesto que fue el
encargado de preparar la carpeta de todos los publicados, teníamos vivo
interés de conocer pormenores de todo ese duro trabajo que exige mucha
paciencia y tacto como es el de compilar. Además, para que nos hablara
de las figuras jóvenes de promisión del Uruguay, tan desconocidas para
nosotros. El no pudo asistir por inconvenientes de última hora.
Como
es tradición en las presentaciones de las ediciones de Vericuetos,
terminado el acto cultural se continúa con festejo reminiscente de la
vieja bohemia parisina, la cual hoy escasamente titila, por no afirmar
que es inexistente. En grueso grupo nos trasladamos a un bar cercano,
donde cada quien bebió copioso y participo de los distintos diálogos
entablados en torno del Uruguay. Como el ensayo no tuvo espacio en la
edición fue el que abrió el palique. En el conversar salió a flote lo
original del pensamiento uruguayo, comenzando por Enrique Rodó quien
aspiraba a lograr cuajar un noseología propia correspondiente a nuestros
valores regionales y en su tiempo logró aglutinar a una parte de la
juventud en torno de su obra Ariel. Al margen de los contenidos
ideológicos, Rodó es una de las fuente nutricia para lograr una
filosofía de nuestros pueblos. Desde luego, en términos de ensayista es
inomitible Eduardo Galeano sobre el que disertaron muchos de los
contertulios.
En
la reunión surgió la buena charla, donde se habló de todo lo
concerniente al Uruguay y no se habló de nada. Buena parte se
sorprendía en conocer que el Uruguay posiblemente será el primer país
del mundo en resolver la utilización de las fuentes de energía
completamente ecológicas. Y en el mismo sentido, será la primera nación
en eliminar la pobreza absoluta; además de otros hitos. Siguiendo la
brecha política se discernió sobre el rol del país en materia de
integración continental. Punto que produjo una honda emoción por el
interés del tema; había los que consideran que la clave de la
integración la define el factor económico como el elemento principal y
determinante. Mientras que otros esgrimían distintos argumentos dando
como resultado final un nuevo contenido que a largo plazo resulta ser
definitorio en razón de ser los pilares fundadores de la patria grande,
la soñada nación latinoamericana, desde México hasta Chile. El es el
arte y la cultura, donde la literatura es un constituyente determinante,
por ser el sedimento identitario de cada país en su particularidad,
para luego fundirse en un todo dando paso a una nueva identidad
supranacional que será el gran país de los latinoamericanos.
El
punto anterior lo entiende claramente Vericuetos. De ahí que una de sus
principales tareas se centra en dar a conocer la literatura y poesía
de cada uno de los países de la región que nos ocupa. Para la revista es
tan nuestro, Temblor de Cielo de Vicente Huidobro, como los murales de
David Alfaro Siquieros, o la balada, Viejo mi Querido Viejo de Piero.
Donde lo local es apenas un accidente fenomenológico que le da
existencia para ascender a lo continental, que es el espacio portador de
la trascendencia, ella, peldaños de lo genuinamente universal.
A modo de introducción
Por Alejandro Michelena
Toda
antología literaria es necesariamente relativa y arbitraria. Lo
primero, porque más allá de la ecuanimidad e inteligencia en el criterio
utilizado para estructurarla, siempre será posible comprobar ausencias y
presencias debidas al gusto o disgusto de los compiladores, no
compartidas por lectores y críticos de manera unánime. Y toda antología
es arbitraria desde el momento que hay que elegir un lapso de tiempo que
la defina y limite, sobre el cual también surgirán cuestionamientos de
manera inevitable. El trabajo que encaramos con Adolfo Guidali para la
revista Vericuetos, no es -no pretendemos que sea- una antología; es
apenas una muestra de la Literatura Uruguaya desde los ochenta hasta el
presente.
Elegimos
como punto de arranque el año 1980 del siglo pasado por dos motivos
fundados. En primer lugar por su significación histórica para todos los
uruguayos, al concretarse en el mes de noviembre del mismo el Plebiscito
que convocado por la dictadura cívico-militar que tiranizaba el país
desde el 73 recibió el No de la ciudadanía a su pretensión de
perpetuarse en el poder, generando la posibilidad de un proceso de
recuperación democrática que de otra forma hubiera sido, en el mejor de
los casos, mucho más lento y dificultoso. Pero además en ese momento
comenzó a resurgir la actividad cultural que había decaído en el lustro
anterior por razones explicables, dando lugar a fenómenos como el
desarrollo de un canto popular cuestionador del estado de cosas y no por
ello menos creativo, la diversidad y calidad de propuestas teatrales,
la creatividad en las artes plásticas; en lo
literario:
la aparición de buenas revistas juveniles, de nuevas y pujantes
editoriales, la vigencia de la poesía y la eclosión de una narrativa
vinculada directa o indirectamente a la realidad de entonces.
En ese marco, en ese escenario propicio comenzará a manifestarse una
nueva promoción de escritores. La que de manera infeliz algún crítico
denominó del silencio, cuando en realidad no fueron nada silenciosos.
Lejos de la perspectiva de poetas y narradores algo mayores, que habían
comenzado dificultosamente en el crepuscular segundo lustro de los años
setenta (éste sí un período de obligado silencio y monólogo oficial sin
otras voces), les tocará desarrollarse y desplegarse en pleno período de
recuperación democrática.
La
muestra que presentamos arranca con este grupo de escritores, pero al
tener la pretensión de llegar hasta el presente incorpora -siguiendo en
la demanda el esquema sugerido para la cronología de las generaciones
por Julián Marías, quien se inspiraba a su vez en Ortega y Gasset- dos
nuevas camadas: la de los años noventa, que coincidió con el
Neoliberalismo en lo político social y económico y el Posmodernismo en
materia estética, y la que podríamos denominar Generación de la crisis
del 2002.
Al
tratarse de una muestra para un formato dossier naturalmente debimos
contar con la obvia limitación de páginas, sin el aire que da el libro,
lo que nos obligó a una mayor concentración e implicó como resultado una
selección más acotada. Y por cierto: quedaron por el camino autores que
habrían formado parte en buena ley de una propuesta más amplia.
Algo
que singulariza a los escritores surgidos luego del año 80, a todos
ellos, más allá de los caminos estéticos y creativos -que son muy
diversos- es el hecho de pertenecer definitivamente a un ámbito cultural
signado por lo audiovisual, las nuevas tecnologías de comunicación, la a
veces dramática inserción en un mundo cultural globalizado, y en muchos
casos la no contradictoria reafirmación de identidades a variado nivel.
El rasgo que para el crítico Luis Gregorich marcó a fuego a la
generación literaria argentina de 1955 –la influencia de los medios de
comunicación en su visión del mundo y consecuentemente en sus obras– en
las promociones uruguayas de los últimos veinte años del siglo pasado y
lo que va de éste se ha vuelto un elemento radical y definitivo. El
período arranca con la irrupción en el país de la televisión a color, y
al poco tiempo se instaló el fenómeno del video, y muy poco después los
CD a los que siguieron los DVD; lo audiovisual irrumpiendo como nunca en
la vida cotidiana y en la formación de las mentalidades. Son además
contemporáneos del repliegue de la prensa escrita, del protagonismo
cultural de la radio y de la aparición de las computadoras destronando a
las clásicas máquinas de escribir. Y en mitad de los noventa llega
Internet; en poco tiempo el correo electrónico sustituye al correo
análogo por su alcance e inmediatez; todos los códigos de información y
comunicación se transforman.
Este
proceso inevitablemente marcó de muchas maneras a los poetas y
narradores que integran esta muestra. En algunos casos lo percibimos en
las temáticas, pero sobre todo está claro en el lenguaje y estrategias
comunicativas. Y si bien en la saludable diversidad de las propuestas
encontramos creadores que parecen alejados de las consecuencias de los
cambios ocurridos a nivel tecnológico y sus repercusiones, incluso en
ellos se descubre alguna marca de los nuevos paradigmas.
En
lo literario, las influencias nutricias para este variado conjunto de
poetas y narradores son naturalmente diversas. No se percibe entre ellos
ni siquiera el aparente consenso por mayoría (donde siempre importaron
los disensos, los caminos personales) que en otras etapas galvanizaba a
los jóvenes que se iniciaban en las letras. Aunque entre los poetas sí
vale la pena
marcar
la significativa aparición –en aquel augural 1980– de un libro
considerado por la crítica como un parte aguas en la poesía uruguaya de
aquellos años: Apalabrar, de Salvador Puig. Tal vez sea éste el único
referente que aglutine entusiasmos comunes entre algunos de los poetas
que incluimos. Y quizá, hasta cierto punto al menos, por contraposición
Mario Benedetti puede haber operado como el anti modelo para la mayoría
de los narradores y poetas que aquí aparecen.
Para
redondear esta nota introductoria vale la pena, aunque sea en ligeras
pinceladas, bosquejar el perfil de todos los autores que a través del
dossier ponemos a consideración de los lectores de Vericuetos. Elegimos
para su ubicación un ordenamiento posible entre otros: el orden
alfabético a partir del nombre de pila.
Pero
vayamos a los poetas, que son mayoría: Agamenón Castrillón, que
desarticula y repotencia las palabras y recrea climas de pago chico.
Alex Piperno, experimentando y volando a su aire a través de la prosa
poética. Alicia Preza, con un verso contenido y sugerente de gran
potencia lírica. Alvaro Ojeda, indudable poeta mayor, equilibrando la
profundidad conceptual y el ritmo. Andrea Estevan, intensa y apasionada a
través de un decir intransferible. Andrés Echevarría, poniendo su
sabiduría poética en el objetivo de recuperar formas clásicas para un
decir actual. Claudia Magliano, una potente voz desde lo femenino hacia
lo universal. Daniel Cristaldo, genuino en su camino surreal y afirmado
en sus recursos. Daniel Vidal, con un decir que incorpora el humor y la
crítica. Diego Rodríguez Cubelli, retomando en clave elegíaca moderna la
clásica oración por la muerte paterna. Eduardo Roland, homenajeando a
un maestro en versos y encare poético afines. Elbio Chitaro, con un
verso libre y bien estructurado evocando la muerte paterna en un marco
de referencias evangélicas. Enrique Bacci, talento y búsquedas en
lograda escritura. Gustavo Wojciechowski, quien como orfebre de las
palabras las ilumina sin que pierdan su aura cotidiana.
Pero
también están: Horacio Mayer, olvidado gran poeta – de obra escasa pero
iluminada – que siendo de otra generación publicó sobre fin del pasado
siglo. Ingrid Tempel, también de la generación del anterior, muestra una
voz soterrada pero intensa, con lograda forma y un matiz reflexivo.
Isabel Barreiro, con un decir poético potente, que recrea desde los
dramas modernos la intemporal voz del salmista. Isabel de la Fuente,
moviéndose desde lo introspectivo hacia el deseo amoroso a través del
largo aliento del poema. Juan Manuel Sánchez Puntigliano, con auténtico
espíritu transgresor en bien logrados versos. Jorge Pignataro, que en
forma contenida, con adecuado lirismo, trabaja la evocación nostálgica
en un escenario provinciano. Juan Pablo Pedemonte, deleitándose con el
ritmo y sonido de las palabras en una insinuación a lo barroco. Julio
Inverso, auténtico maldito de los noventa y hoy fundamentado autor de
culto. Lalo Barrubia y sus versos de larga respiración desmenuzando –
con ironía y humor negro, pero también dolor – la condición existencial
de la mujer más allá y más acá de los estereotipos complacientes. Laura
Chalar, con voz madura y contenida, retratando poéticamente lugares de
su ciudad. Laura Inés Martínez Coronel, con despliegue elegíaco y
poderosa imaginación al servicio de una poesía convincente.
Y
siguen otros: Luis Bravo – con innegable maestría – recorre y recrea en
lograda poesía la casa de la infancia. Luis Pereira Severo demuestra
una vez más su capacidad para lo erótico tratado con humor y acertadas
referencias culturales. Mariela Nigro, poeta de rigurosa estructuración y
lirismo hondo. Melisa Machado indagando en lo sicológico profundo con
rotunda poesía. Mónica Marchesky creando con pericia y buenos recursos
un sutil clima fantástico. Nidia Di Giorgio Médicis, en la búsqueda de
mundos imaginarios con estilo propio. Roberto Mascaró, con una obra
siempre en crecimiento, variación e intensidad, explorando
incesantemente nuevos rumbos.
Sandra
Míguez, estructura y fuerza equilibradas y potenciadas por la
intensidad. Silvia Guerra desplegando sabiduría poética en sugerente
texto que convoca arquetipos centrales de la cultura universal. Silvia
Martínez Coronel evidenciando sus buenos recursos en el género. Suleika
Ibáñez con su maestría y su peculiar mundo literario. Sylvia Riestra
delineando en poema de largo aliento una convincente metáfora acerca de
tópicos universales como la inocencia y el sacrificio.
Los
narradores están representados en esta muestra en número menor, pero
con sostenida calidad. Adolfo Guidali, quien aparte de ser
corresponsable de esta selección debe integrarla necesariamente al ser
uno de los escritores más completos del período, sobre todo como
novelista pero también en sus relatos cortos. Andrea Blanqué, con ya
larga experiencia en el oficio de narrar –como cuentista y novelista –
con lograda mirada crítica en lo social y cultural, y creíbles
personajes. Cecilia Ríos, con poca obra édita, pero suficiente para
valorar su logrado oficio, y su versatilidad y sabiduría para contar
historias. Horacio Cavallo ha sabido reflejar en su obra, con veracidad,
las pequeñas y grandes aventuras de la vida cotidiana. Ignacio
Martínez, narrador versátil, representado aquí por su mejor relato para
jóvenes. Inés Bortagaray despliega su potencia y habilidad en relato de
iniciación en el oficio periodístico que se conecta – en clave no
dramática – con los testimonios y la memoria a construir del pasado
reciente. Por su parte, Lilián Hirigaray teje con elegancia una
peripecia de pareja en un ámbito mediterráneo con reminisencias
clásicas. Marcia Collazo representa la fuerza y el logro de la narración
histórica solvente. Nelson González Casaravilla nos sumerge en una
atmósfera de suspenso de raigambre kafkiana. Pablo Dobrinin, con un
logrado oficio narrativo en el género – poco frecuentado en las letras
uruguayas – de la ciencia ficción. Pablo Silva Olazábal traza, con
minucia minimalista, las obsesiones del personaje en torno a su mascota y
a su amor menguante. Paola Gallo bosqueja con soltura una parábola
acerca de los símbolos y la sustancia que representan. Sofía Rosa ensaya
una fragmentaria recreación de sensaciones y experiencias de infancia.
Sofi Riccero se mueve cómoda en medio de un texto denso y barroco,
cargado de alusiones culturales, oscilando entre lo narrativo y lo
poético.
Lo
del comienzo: esta es una muestra de la Literatura uruguaya de los
últimos treinta años, que sin tener pretensión abarcativa nos atrevemos a
asegurar que es lo suficientemente representativa. Y más allá de los
méritos que puedan señalársele, viene a llenar un vacío de larga data en
cuanto a la presencia en París y en Europa como – colectivo – de todo
el corpus literario producido en el Uruguay.