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Las horas abiertas de la noche tienen las diminutas manos de la espera. Hay niños con el corazón galopando y otros escapan del galope de la furia. Mi hija menor me mira con enojo” todavía soy una niña” dice a modo de sentencia. La otra que en breve cumplirá quince años mira con desconfianza, huye por todas las puertas posibles “vos a mí no me regales nada. No quiero”.
Es víspera de reyes. Claro que no lo olvido. Estoy algo ansiosa fiel a los ciclos hormonales y a las traicioneras condiciones genéticas como a otras muchedumbres intercostales a las que nunca escaparé. La ceremonia del pasto y el camello en casa no se cumple. No se cumplió nunca. La magia forma parte inclusive de las paredes, estalla en los espejos y aun en las reflexiones cable a tierra con deducciones teorema de Pitágoras no existe nada que seduzca más que el triángulo de las bermudas, los agujeros negros y azules, posibles planetas seguramente habitados y la historia de los corales que vuelan por el campo, fantasmas que se despeinan antes de ir a la muerte para quedarse en la vida vagando por bosques en una eternidad indiscutible. ¿Qué se puede hacer con el sistema brujal anecdótico comandado por una delirante obediente que juega a ser la que cocina pasteles soñolientos?
Crié a mis hijos con rebeldía ante la realidad y del mismo modo caminan bastante seguros por arenas movedizas. Paradójico no es, donde se nace uno camina.
La muchacha con nombre de cantante, también tiene una mirada enigmática como aquella que se despeñó en la luz por eso mira por la espalda y me estremece. En estos días duelen sus próximos quince años, cualquier otra mujer entiende mis “porqués”.
Hace bastantes años, un seis de enero iba con mis dos hijos mayores de la mano. En ese entonces eran pequeños. La mayor llevaba un vestido con festones, el otro una remerita con un personaje de los Simpson. Los dos iban con sus regalos de reyes.
En una esquina vi varios niños también pequeños. Revolvían los viejos tanques de basura, sin tapa, negros, en los cuales antes depositábamos residuos.
En un momento uno de ellos exclamó “mira que cosa más linda he encontrado!”
Es común que la gente cerca de las festividades se deshaga de algunos juguetes. El niño sacó una muñeca sucia, y se la entregó a la hermana que no tendría más que tres años. Comían frutas polvorientas sentados en la vereda. Ciertas imágenes se nos quedan grabadas para siempre.
Recuerdo un cuento que leí en la infancia. Contaba sobre un niño bajo la nieve, que pasó horas de rodillas mirando un escaparate. Soñaba que los juguetes cobraban vida, y allí quedó, casi muerto de frio, dormido con la naricita pegada al cristal.
La noche indiferente, la gente aún más indiferente que la noche ciega y oscura mientras muchos niños que luego crecen están dormidos y helados, soñando con lo que no van a poder tener jamás. Aun así no renuncian a la magia y celebran el misterio. Sueñan que los juguetes laten y juegan con ellos.
La infancia es eso. Creer que la maldad no existe aunque cruelmente te rompan los brazos, perderte en el espeso bosque creyendo que te encontrarán, confundir una granada con una pelota o un ramo de flores, aun con la muerte cercándote considerar que los ángeles existen y vienen a acunarte, en la ciénaga traducir el idioma del mar, mirar los brocales del aljibe, jugar al eco, no temer subir las escaleras hacia lo desconocido, tener la capacidad de la aventura.
Los hijos de la guerra son muchos. Las privadas exceden lo imaginable. Andan solos, disparando de sí mismos, conversando con mendigos.
La vida ha ido pasando sin hacerme preguntas. Fiel a ella, obedezco sus mandatos. Aún tengo dos hijas que se debaten entre el desauxilio y la esperanza. Esa palabra “tengo” suena a apropiación indebida. No puedo ser dueña de nada.
No pretendo alejar de sus vidas el dolor, no solo por no considerarlo posible, es que creo que sufrir es necesario. Esa noción de paraíso con coronas de flores, me aterra más que el peor infierno en el que pagaría encantada el pecado de la lujuria, la biblia es un buen libro de cuentos, a que negarlo.
Aunque los niños parecen estar inmunizados contra dolores graves, no lo están.
Muchos cinco de enero guardo en la memoria, la magia en mi vida no terminó aún, veo el mundo con dolor y hasta con ira, la trampa ante la inocencia suele desacomodarme gravemente, mis hijos siempre fueron todos los niños del mundo, he llorado con los padres que velan a los suyos en cualquier estadio del tiempo, no nací para ser indiferente.
Sin embargo, de que puede servir el regalo más enorme, ese que parece capaz de expiar todas las culpas, si la trampa es grande y es uno quien se la hace?
Hoy veo al niño del escaparate. Está frio, a veces vamos por un feroz desierto con cincuenta grados de nieve entre granadas indisimulables.
Lo veo de rodillas, todo el mundo pasa por su lado indiferente, la gente abandona el shopping entre carcajadas y lleno de paquetes, él está allí, ha estado por horas, la tienda cerrará, el imaginará que los juguetes hablan, vienen a buscarlo para un largo viaje. Nadie quedará a su lado. Posiblemente andarán buscando agua y pasto para dejar cerca del árbol de Navidad. El niño del escaparate, el que amanecerá en la calle, solitario y húmedo, subirá las escaleras de mis ojos para dejar caer sus párpados heridos sobre la mañana en la que la soledad aturde y los payasos abandonan los parques de diversiones con la sonrisa vuelta mueca cruel y fatigada.
Tal vez mis hijas aún duerman a esa hora en que los hijos de la tormenta imperiosa visitan las entrañas de la vida con toda la muerte.
Uno de mis hijos mayores me contó una vez que su momentos más feliz era cuando se reunían para el festejo de reyes, el atendía la cantina y repartían regalos a los niños de sus compañeros de trabajo. Lo entiendo. Es algo parecido a lo que sentí cuando fui a buscar el regalo para el niño que nos vendía empanadas. Un día, le hice un regalo que le gustó mucho. Dejó tirado el cesto en la puerta de la casa y salió corriendo escaleras abajo para mostrarle aquel juguete a su madre que se ganaba la vida haciendo facturas caseras. Parir alegrías es un oficio de todas las mujeres del mundo, nacemos para inventarlas.
Claro que existen los reyes de la magia, no sé cómo se llaman, pero los necesitamos todos, para seguir encendiendo cada día, obligatorias e imprescindibles lámparas.
LMC