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jueves, 15 de septiembre de 2016

DIYAB EN LA NIEBLA Hoenir Sarthou:


Voces Semanario

INDISCIPLINA PARTIDARIA,

Si hay una palabra para describir la situación del sirio Diyab, esa palabra es “neblinosa”. Porque nada de lo que se cuenta sobre él es claro, creíble o congruente.
¿De qué fue acusado y por qué el ejército estadounidense lo encarceló y torturó durante doce años? ¿Por qué se le permitió salir de Guantánamo? ¿En qué calidad ingresó al Uruguay? ¿Es un refugiado o un prisionero? ¿Qué acordaron realmente Mujica y Obama? ¿Por qué se distanció del resto de los ex reclusos de Guantánamo? ¿Por qué su familia no ha venido a verlo? ¿Cómo llegó hasta Venezuela, sin dinero ni documentos y con muletas? ¿Por qué la policía uruguaya y la brasileña lo rastrearon cuando cruzó la frontera? ¿Por qué se presentó al consulado uruguayo, por qué fue detenido allí, por qué fue luego deportado por el gobierno venezolano, y por qué nuevamente al Uruguay? ¿Es posible que sobreviva más de una semana sin tomar agua? ¿Mintió su traductor respecto a las críticas al Uruguay? ¿Quién es realmente Diyab, y qué pretende?
Ninguna de esas interrogantes tiene una respuesta lógica o coherente. Por momentos, todo lo que rodea al sirio parece irreal, un guión de telenovela barata escrito por muchas manos, quizá una de las esquizofrénicas historias de “el Escribidor” de Vargas Llosa.
En medio de tantas versiones fantásticas y poco creíbles sobre estos hechos, no me resisto a escribir una más: la mía. No pretendo que sea tenida por verdadera, ni tampoco que sea creída. Si quieren, tómenla como una más de las fantasías miliunanochescas que este episodio ha generado.
Supongamos que Diyab, antes de ser capturado, fuera un discreto militante de su fe, quizá algo fanático pero no peligroso, alguien capaz, por ejemplo, de falsificar documentos para ayudar a sus hermanos de fe, pero no un hombre capaz de transformarse en bomba humana.
Ahora supongamos que fue denunciado por alguien y que el gobierno de Estados Unidos lo encarceló y lo torturó para investigarlo y medir su peligrosidad. Imaginemos que sus interrogadores llegaron a la conclusión de que es irreductiblemente musulmán y antinorteamericano, aunque no directamente peligroso. ¿Qué hacer con él en ese caso?
Imaginemos –bah, esto no es necesario imaginarlo- que el presidente estadounidense se comprometió a cerrar la cárcel de Guantánamo, demasiado oprobiosa aun para la escasa sensibilidad del público estadounidense. ¿Qué hacer con individuos como Diyab, no demasiado peligrosos pero probablemente convertidos en enemigos irreductibles de los EEUU luego del tratamiento recibido?
Imaginemos –ahora sí- que el presidente estadounidense recuerda que en un pequeño país sudamericano hay un presidente con credenciales guerrilleras que quiere vender naranjas en los EEUU y que además desea desesperadamente hacer méritos humanitarios para postularse al Nobel de la paz. ¿Qué mejor lugar que ese para enviar a esos presos incolocables?
Sigamos imaginando que los dos presidentes hacen un acuerdo, por el cual varios personajes como Diyab, y el propio Diyab, serán “aguantados” por unos años en territorio del paisito sudamericano, a cambio de lo cual el viejo ex guerrillero colocará naranjas y alguna otra cosilla en los EEUU y quedará hermosamente plantado como estrella de cine y postulante al Nobel. E imaginemos también que ese acuerdo se documentó en alguna clase de archivo reservado que verá la luz dentro de un cuarto de siglo, en uno de esos “strepteases” de sinceramiento y desclasificación documental que hacen los EEUU cada cierto tiempo.
El viejo presidente sudamericano dará varias y cambiantes versiones sobre los motivos por los que trajo a ese grupo de ex reclusos de Guantánamo. A veces dirá que lo hizo por humanidad, otras que lo hizo por naranjas, y otras por “dar una mano” a su colega yanqui. De todos modos, la sola mención de sus sentimientos humanitarios despertará cataratas de emoción solidaria en el pueblo del pequeño país. Emoción que durará hasta que alguno de los ex reclusos se queje por algo. Entonces la emoción se volverá odio hacia esos inexplicables ingratos muertos de hambre que no agradecen la hospitalidad compulsiva recibida.
Es de suponer que el viejo ex guerrillero, antes de cerrar el trato, consultó a su predecesor y sucesor en el cargo, el oncólogo amigo de Bush, y que éste se comprometió a respetar el acuerdo, lo que explica que los ex reclusos, incluido el incómodo Diyab, sigan aquí.
Ahora sólo nos falta imaginar que Diyab, el incómodo, no sea en realidad un loco ni un desagradecido, ni tampoco un tipo tan solitario y aislado como se dice. ¿Qué tal si es en verdad un militante consecuente, o un tipo justamente rencoroso, que se ha propuesto cobrarles al presi yanqui afrodescendiente, al vejete ex guerrillero y al oncólogo amigo de Bush los favores recibidos? ¿De qué manera? Bueno, quizá negándose al acuerdo que firmaron sus compañeros y forzando los límites de su encierro para evidenciar que no es libre. Tal vez pensó que, llegando a Caracas -con ayuda de personas, organizadas o no, que no conocemos- estaría en condiciones de negociar mejor, a través del consulado uruguayo, su ingreso en otro país. En ese caso, no contó con que, pese a su retórica antiimperialista y a sus diálogos con pajaricos, Maduro también está sujeto a amenazas de la principal potencia militar del mundo. Entonces, deportado e impedido de salir de este país y de ingresar a cualquier otro (desafiar las órdenes de un presidente estadounidense no es bueno para la salud de ningún gobernante), Diyab parece estar haciendo lo que le queda por hacer: poner a sus captores en evidencia mediante una huelga de hambre, haciéndoles pagar un precio político caro por su privación de libertad y quizá por su vida, si es que la huelga de hambre y sed va en serio.
Esta versión de la historia puede ser tan fantástica como las otras, pero tiene la virtud de ser más coherente internamente.
¿Cómo se metió Uruguay en semejante lío? ¿Nadie en el gobierno pensó en lo que significa el derecho de asilo y en la tradición uruguaya al respecto? ¿Nadie advirtió que nuestra Constitución no permite tener presos ajenos en nuestro territorio? ¿Alguien pensó en cómo seremos juzgados si Diyab muere aquí, y en qué consecuencias puede aparejarnos?
Muchos dirán ahora que la culpa es de Mujica, por su excesivo deseo de figurar y de quedar bien con los poderosos del mundo.
Sin embargo, no basta con culpar a los gobernantes para explicar el asunto. Este problema empezó –mal- el día en que los cinco prisioneros llegaron al Uruguay, encadenados y conducidos por marines estadounidenses. Eso ya olía horrible. Pero una oleada de pseudo solidaridad y de autocomplacencia hizo que mucha gente celebrara el hecho y aplaudiera a Mujica cuando dijo que quienes cuestionábamos su decisión éramos “unos almas podridas”.
Poco tiempo después, apenas los ex Guantánamo –en especial Diyab- empezaron a rechinar en la sociedad uruguaya, la solidaridad se transformó en rabia y despecho. Los insultos, “malagradecidos”, “incivilizados”, “váyanse a su país”, etc, sustituyeron a la solidaridad.
Más allá de este caso concreto, hay una conclusión importante que extraer: las emociones colectivas no son una buena guía para las decisiones políticas. Mucho menos para las decisiones jurídicas.
No se debió permitir el ingreso al país de personas privadas irregularmente de libertad. Ese es el principio básico. Es decir, claro que los sirios podían pedir refugio en Uruguay y Uruguay debía concederlo. Pero debían entrar como refugiados, libres de salir del país cómo, cuando y hacia donde quisieran o pudieran. Porque una cosa es dar refugio y otra trabajar de carcelero tercerizado.
Ese ingreso fue posible porque, como sociedad, desde hace tiempo, hemos olvidado la diferencia entre las leyes (los deberes, los derechos y sus garantías) y nuestras emociones momentáneas. Eso nos vuelve manipulables.
Una sociedad que olvida la importancia de las leyes que ella misma se ha dado y está dispuesta a desaplicarlas cada vez que la conmueven con cantos o llantos de sirenas, está expuesta a la manipulación y dispuesta a actuar con lógica de “barra brava”, que hoy endiosa a su ídolo y mañana lo lincha.
En el caso de Diyab y de sus compañeros, sería muy tranquilizador oír a representantes del gobierno decir que, como refugiados, son libres de salir del país cómo y cuando quieran. Aunque causara desagrado en los EEUU.
Porque esa es la regla. Y, cuando no hay reglas claras, cuando la vida y la muerte dependen de la emoción de la tribuna, todos podemos ser ídolos, pero todos podemos también ser linchados.