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miércoles, 3 de mayo de 2017

Ana Ribeiro Harta



El País


Hay una línea de camisetas femeninas que está teniendo éxito. Son negras, simples y confiesan a grandes letras el estado de ánimo de quien la lleva: “Harta”. Harta de ser buena, harta de estar harta, etc. En esta sociedad de vértigo, consumismo, individualismo exacerbado y desvanecimiento de todas las viejas certezas, se explica que tantas se sientan identificadas por el producto.

Mi hartazgo también existe pero aún no tiene camiseta. ¿Cómo sería la frase…? A ver si logro explicarme. Me agota lo políticamente correcto. Aquel día de 2008 en que la española Bibiana Aído dijo “miembros y miembras” creí que mi capacidad de asombro estaba colmada, pero lamentablemente Aído ha sido imitada e incluso superada. Sin entender que las reglas del lenguaje no expresan machismo ni discriminan, como bien se han encargado de explicar la Real Academia y cuanto buen profesor anda por allí.

Pero lo realmente preocupante es esa censura sutil pero criminal, que surge de las redes sociales (que, al igual que el lenguaje, son herramientas que pueden ser bien o mal usadas), multiplicando los enojos, los gritos, las rasgaduras de vestiduras, llamando inmediatamente a la acusación. Hay una satisfacción innegable en sumarse al bando que se arroga la corrección, la virtud, la vigilancia de todas las reglas. De ella deriva la velocidad con que -sin reflexión, sin dudas, sin apelar a ninguna forma de racionalidad o prevención- se lincha a ese “otro” acusado. Porque el efecto es ese: convertirlo en otro, despojarlo de toda virtud, no permitirle defensa alguna. Alinearse rápidamente en base a pocos indicios, los suficientes para conformar grupo, banda, partido, patota, clan de antipatía instintiva.

Da miedo, sobre todo, esa suerte de vigilancia colectiva que los diversos grupos montan, como si de guardias militares se trataran, para que nadie nunca en ningún momento deje escapar una sola palabra fuera de lugar. El lenguaje se ha dotado de filo y corta. Corta y mutila, porque una vez que se internaliza dicho miedo, la autocensura manda. La más terrible de las censuras, la de uno mismo. Algunos lo llaman “corrección política”, pero en realidad es algo más complejo, que va más allá del miembros y miembras o toda esa gama algodonosa del lenguaje. Llega al corazón del sistema democrático republicano y le enrostra su “¡Touché!”. Porque mata todo debate. Porque no se argumenta desde la razón sino desde la comodidad, desde el miedo, desde la mano que junta votos o desde la ceguera del que no se apea de sus viejos esquemas explicativos del mundo. Aunque sea evidente que están carcomidos, perimidos y tristemente encarnados en espantosas realidades a las que siguen llamando proyecto, revolución, utopía, paradigma.

Nos convertimos en militantes necios que celebran pequeñas victorias, sin ser capaces de ver la gran derrota. Porque hay una gigantesca pérdida cuando los matices son sustituidos por la dicotomía blanco-negro, nosotros-los otros. Cuando complejizar o cambiar de opinión se resuelve fácilmente con la palabra traición y es usada igualmente por izquierdas y derechas.

Creo que no preciso dar ejemplos ni citar casos, porque la pérdida de calidad del debate genera un olor inconfundible: el del azufre de la intolerancia.


miércoles, 29 de octubre de 2014

Editorial de El País Razones para una nueva mayoría



La posible confirmación de la mayoría absoluta para el Frente Amplio en Diputados, y también en el Senado si gana el balotaje, abre un escenario completamente nuevo en la historia del país. En pleno auge del liderazgo de Luis Batlle, cuando Maracaná, el partido de gobierno obtuvo mayorías absolutas dos veces consecutivas. Estamos ante la posibilidad de que, esta vez, sean tres.
mié oct 29 2014
 
La explicación más fácil para esta hegemonía política es la evolución de la economía. Hemos vivido un ciclo de crecimiento excepcional: ha crecido el salario real; ha bajado el desempleo a tasas históricas; y se ha multiplicado el crédito que facilita un aumento formidable del consumo. Cuando las mayorías populares sienten esas mejoras, difícilmente quieren cambiar de rumbo de gobierno. Otra explicación señala que Vázquez siempre fue mejor candidato que Mujica. Finalmente, el triunfo territorialmente más amplio de la izquierda con respecto a 2009 —solo perdió en cinco departamentos esta vez— responde a esa mejor aceptación comparada del actual candidato frenteamplista. Por mucha renovación y excelente campaña que pudiera hacer su principal adversario desde el Partido Nacional, siempre se supo que Vázquez era el favorito para esta primera vuelta de octubre.
Todo lo anterior tiene algo de verdad. Pero no alcanza para explicar una hegemonía de mayorías absolutas que se repite tres veces. Porque a pesar de que los uruguayos se muestran muy críticos del estado de la educación pública y de la inseguridad, por ejemplo, y de que es sabido que el ejercicio del poder siempre desgasta, los partidos de oposición no recibieron, en conjunto, mayor apoyo que en 2009. Lo que hubo, en realidad, fue un corrimiento ciudadano hacia la izquierda del espectro político: 1 diputado de Unidad Popular, 50 (aunque uno está todavía en disputa) del FA, y 3 del Partido Independiente (que tuvo 2 escaños en 2009). En esta interpretación, se eligieron más diputados de izquierda en 2014 que en 2004. Dicho de otra manera: habrá menos diputados blancos y colorados en febrero de 2015 que cuando empezó el ciclo frenteamplista en el poder.
La explicación no está pues solamente en la economía o en el candidato. Hay algo más profundo y duradero que permite mantener en el tiempo semejantes mayorías. Se trata de la hegemonía cultural: la generación de un relato, de una identidad, de un deber ser, de un universo simbólico que, todos juntos, producen sentido común ciudadano y aseguran los cimientos para mayorías de izquierda sólidas y duraderas.
Hay que entender que la inmensa mayoría de las decisiones de voto en nuestro país no se definen faltando pocos meses o semanas para las elecciones. Aquí hay cultura política de larga duración. Y ella está afirmada en una socialización cultural y ciudadana que legitima las opciones de izquierda, y en particular al Frente Amplio.
Bien lo resumió el candidato Vázquez al final de su campaña: no pidió un apoyo de agradecimiento por el pasado, que hubiera permitido hacer hincapié en la explicación del voto por las mejoras económicas de estos años. Pidió otra cosa: un voto de confianza a futuro —que se afirma entonces en la valoración social y moral del representante a elegir.
No es inteligente, claro está, abrazarse a una sola causa para explicar esta mayoría política que durará 15 años. Pero tampoco lo es creer que solo como hay más plata los uruguayos se hicieron, tres veces, mayoritariamente frenteamplistas. La gente, antes que nada, quiere sentirse parte de un proyecto común que le permita soñar y le reafirme su autoestima; quiere ser parte de un relato que interpreta valores colectivos y le asegura cierta dignidad moral. En esta definición pesan muchísimo las identidades forjadas desde la educación y la cultura. En este esquema, alcanza con ver qué papeles cumplen Luis Alberto de Herrera o José Batlle, por ejemplo, y cuáles cumplen los paladines de la izquierda en nuestro relato de la Historia y en nuestra identidad cultural colectiva, para entender dónde se asienta la hegemonía política izquierdista que, luego, se traduce en mayorías.
El ciclo electoral no terminó. Los partidos tradicionales conservan una representación importante y una ligera esperanza. Pero para volver a ser mayoría parlamentaria, cada uno con su impronta, deberá asumir estas razones de fondo de los triunfos del FA.