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lunes, 30 de mayo de 2016

El ocaso del populismo Hebert Gatto


       Abogado, escritor, periodista.

El 22 de noviembre de 2015, en un resultado hasta antes impensable, Mauricio Macri derrotó a Daniel Scioli en las elecciones presidenciales doblegando al invencible peronismo argentino; un mes más tarde en los comicios parlamentarios en Venezuela, lo impensable volvió a suceder: la oposición de ese país aventajó por un amplio porcentaje al régimen gobernante.

Un resultado que golpeó fuertemente al presidente Nicolás Maduro que había hecho de su mayoría absoluta basada en los repetidos éxitos plebiscitarios de Hugo Chávez el eje de su gobierno. Transcurrido otro mes, Evo Morales, no logró que los bolivianos aceptaran su reelección indefinida.

Ello, junto a la obligada renuncia del ecuatoriano Rafael Correa a su similar reelección infinita más los impactantes sucesos de Brasil, dieron carácter relacional a estos desenlaces. Los que mostraron la caída de un sistema común de la izquierda populista latinoamericana, desarmado por un súbito guadañazo de decepción electoral que atravesó el continente. No derribando a este o aquel gobierno populista en particular sino a la alternativa común frente al neoliberalismo, que se hundió en pocas semanas acusada de corrupción, debacle económica, autoritarismo creciente y desorden social. Todo ello obtenido por la voluntad de los ciudadanos de sus respectivos países. O, como mostraron las encuestas en Brasil, por la destitución de una presidenta que incluso perdió el apoyo de sus más recientes votantes.

Este sorprendente ocaso de la izquierda latinoamericana en su formato populista, tal como este se mostró en Argentina, Venezuela, Bolivia y Ecuador y menos marcadamente en Brasil, no solo resultó inesperado y sorprendente por su velocidad y rotundidad, sino que pone de manifiesto otro aspecto, quizás más relevante que la periódica alternancia de signo político que las naciones americanas han mostrado en el último siglo. Me refiero a la idea que estos regímenes, bautizados como neopopulismos para distinguirlos de sus antecesores del siglo XX, como el varguismo y el primer peronismo, y que, sin perjuicio de sus particularidades, aúnan el nacionalismo antiimperialista con un fuerte impulso movilizador, fundan y expresan un nuevo camino para la izquierda. Una renovada ideología que define la política como lucha entre fracciones enemigas (sociales, culturales o étnicas), desconfía de la democracia representativa, se basa en conductores mesiánicos y trascendiendo al clasismo proletario, reduce las complejidades sociales a la dicotomía entre pueblo y oligarquía. Y si bien no renuncia al socialismo, se propone lograrlo superando la rigidez del anterior paradigma marxista.

Toda esta revisión es ahora puesta en cuestión por este abrupto desenlace -en cierto modo parecido en los efectos que en su momento la caída del muro de Berlín tuvo sobre la izquierda clásica- que cuestiona tanto sus anteriores bases conceptuales, como su implementación política. Tanto que se ha dicho, quizás algo apresuradamente, que si en los ochenta la izquierda perdió al marxismo hoy se derrumba el populismo que lo sucedió. Pero que en cualquier caso plantea un interrogante que no admite fácil respuesta. ¿Qué puede explicar que en tan breve lapso, se haya derrumbado, de una manera tan reiterada, esta concepción de la política?

Para la crítica liberal (desde los socialdemócratas a los liberales más mercantilistas) lo ocurrido con el populismo, admite una explicación simple, aunque se conceda que seguramente no sea la única. En sus primeros trece años el tangible éxito económico del populismo, sustentado en un ciclo económico mundial altamente favorable, habilitó, casi sin interrupciones, el crecimiento anual del producto y el cumplimiento de los programas redistributivos, reductores de la pobreza. Concluido este ciclo, en el que los excedentes generados no modificaron de modo apreciable la infraestructura económica de la sociedad, se regresó, como ahora ocurre, a las dificultades conocidas, lo que redundó lisa y llanamente en el debilitamiento o el fin del populismo.

Como es evidente se trata de una explicación de tipo reduccionista, pero aun así, seguramente cierta. Particularmente si se la combina con la creciente percepción por parte de la ciudadanía de los diferentes países, incluyendo a sus sectores populares, del progresivo aumento del autoritarismo del populismo, con el consiguiente deterioro del estado de derecho. Una conciencia en la que los latinoamericanos han venido avanzando desde el fin de las dictaduras militares. Aun cuando estas no sean las únicas visiones de este proceso.

Para las izquierdas poscomunistas, (ideológicamente las comunistas remanentes han perdido relevancia) abreviando, dos son las explicaciones. Para los populistas, del tipo de Ernesto Laclau, lo ocurrido es una consecuencia de la conspiración de los medios de comunicación en manos privadas, que en todas partes tramaron para desfigurar el proceso de liberación negando a los gobiernos progresistas la difusión de sus logros al difundir una imagen catastrofista, tanto de la corrupción como de los dolores del crecimiento. Para la otra versión de esta izquierda, todavía minoritaria, lo ocurrido es el precio por no haber desarrollado con más determinación una política claramente anticapitalista. Para ella, siguiendo al celebrado Slavoj Zizek, la solución no está en el Estado, sino en los Movimientos Sociales emergentes de la sociedad civil, que en una primera etapa no procuran el poder estatal, sino entablar luchas locales y territoriales, que modifiquen gradualmente la sociedad y el sentido común popular para construir un diferente relato hegemónico.

No es aquí nuestra intención valorar estas explicaciones, solo las exponemos, porque revelan un modo de internalizar la política y la sociedad, además de mostrar, cómo, pese a su fracaso, gran parte de la reciente izquierda socialista, aun la poscomunista, sigue manteniendo una gran distancia de la visión liberal de la democracia y de los regímenes sociopolíticos que con ella se relacionan.