Que
Lula da Silva es el político más popular de Brasil, y probablemente
de Latinoamerica, no quedan dudas. Por algo su reciente reclusión
ha despertado tanto fervor, a favor y en contra de su figura, de su
inocencia o culpabilidad, e incluso del Juez federal Sergio Moro,
quien lidera la descomunal investigación por el “Lava Jato”: en
4 años se han dictado unas 190 condenas contra políticos y
empresarios.
Es
tan descomunal como las dimensiones del país, un verdadero
continente dentro de otro continente en todo sentido: geográfico,
demográfico, económico, social, cultural y político. Por eso, lo
que sucede en Brasil impacta tanto en el resto de la región, e
incluso en el Mundo.
Antecedentes.
Podría
decirse que la renuncia de Fernando Collor de Mello, un tecnócrata
alineado con las políticas del Consenso de Washington
en la oleada liberal de los 90’, para evitar ser destituido por
corrupción, fue el primer anuncio hace bastante más de 20 años.
No
obstante, el intrincado sistema político brasileño, siguió
funcionando sin mayores alteraciones hasta fecha bastante más
reciente.
En
2003, cuando el Partido de los Trabajadores triunfa en las elecciones
nacionales, y Lula, su histórico líder, llega a la presidencia, se
esperaba que generara cambios radicales en la política y la sociedad
brasileña.
No
obstante, con el pragmatismo propio de su origen humilde, se dio
cuenta que si quería generar cambios profundos en la sociedad
brasileña, debía –al menos en principio- convivir con la lógica
negociadora/dadivosa del sistema de partidos, que presenta una
atomización extrema en el Parlamento, en virtud de su sistema de
adjudicación de bancas.
De
esta forma, mientras cambiaba para bien la realidad de miles de
familias pauperizadas a lo largo y ancho del país, mediante la
implementación de los planes “Fome Zero” y “Bolsa Familia”,
las dos políticas sociales más radicales en la historia de Brasil;
por otro lado, comenzaban a llegar las primeras acusaciones por
hechos de corrupción contra el gobierno del PT.
Alianzas
peligrosas.
En
las 4 elecciones ganadas por el PT, la vicepresidencia correspondió
a políticos del PMDB: José Alencar y Michel Temer. Este partido,
funciona como un típico “catch all”, lo cual le ha permitido
jugar un papel estratégico en la política brasileña desde 1985, al
punto tal, que se dice que es imposible gobernar sin su apoyo.
Dada
la atomización del sistema de partidos brasileño, esta alianza
siempre fue de conveniencia para ambos. El carisma de Lula lo hizo
más viable entre 2003 y 2010, pero comenzó a resquebrajarse en los
siguientes períodos de gobierno.
Y
terminó por deteriorarse completamente con la recesión de la
economía brasileña y el crecimiento de ciertas bancadas “ad hoc”
como la Evangélica y la Ruralista. Ahí surge la figura del ex
presidente de Diputados, Eduardo Cunha, precisamente del PMBD, quien
usando su poder bloqueaba desde la Cámara los pedidos para iniciar
un juicio por destitución a la Presidenta por una maniobra contable,
habitual en todos los gobiernos, pero que servía en ese caso como
excusa política para desplazarla del cargo.
Cuando
el propio Cunha es acusado de corrupción, y la bancada del PT
resuelve retirarle el apoyo para que la Justicia le pueda iniciar una
investigación, Cunha movió sus fichas y habilitó el proceso del
“impreachment” contra Rousseff, que fue simplemente una dantesca
farsa, dado que su suerte ya estaba echada con el cambio en las
alianzas políticas.
Una
vez asumió Michel Temer, realizó un
giro de 180º en la política brasileña,
especialmente en materia social y económica: recortó políticas
sociales, lideró una reforma laboral profundamente conservadora con
el argumento de que es necesaria para “flexibilizar la economía y
atraer inversiones”, y más recientemente resolvió militarizar la
ciudad de Río de Janeiro.
Él
también ha sido acusado de corrupción.
Incluso hay una grabación bastante comprometedora. Pero, más
pragmático que el PT, mediante acuerdo con otras bancadas, ha
conseguido “blindarse” (por ahora) de ser investigado.
La
situación de Lula.
Así
llegamos a Lula, que tiene varias causas en su contra, pero que acaba
de ser procesado por la supuesta propiedad de un apartamento, que
habría recibido de la empresa Odebrecht a cambio de favorecerla en
la licitación de obras públicas.
En
realidad, muchos analistas internacionales sostienen que las pruebas
por las cuales se ha condenado al ex presidente en este caso, son –en
el mejor de los casos- bastante endebles. A esto se suma el hecho de
que el proceso contra Lula ha sido por lejos el más rápido: 9
meses, contra 18 en los casos que había actuado con mayor rapidez
anteriormente. No sólo eso genera suspicacias: en 2016 el Juez hizo
pública la grabación de una charla entre Lula y Dilma Rouseff, que
lo hizo merecedor de una observación.
Pero
la suerte de Lula había quedado zanjada el martes de la semana
pasada, cuando el Tribunal Supremo, en un fallo dividido, había
resuelto no hacer lugar a un recurso de “habeas corpus” que
hubiera posibilitado que siguiera en libertad.
De
todas formas, el episodio más preocupante, ha sido la reaparición
del Ejército, en la persona de su Comandante en Jefe, como actor
político activo, al señalar que su institución no toleraría una
señal de impunidad, en caso de que el Tribunal Supremo hiciera lugar
al recurso de “habeas corpus”.
Luego
de amenazar con no cumplir la condena, lo cual hubiese significado un
grado de irresponsabilidad institucional mayúsculo de su parte,
finalmente Lula negoció su entrega y desde el sábado se encuentra
recluido en una prisión en Curitiba; mientras sus abogados diseñan
nuevas estrategias que le permitan ser candidato de cara las
elecciones presidenciales de octubre, en las que aparece como el
clarísimo favorito.
En
caso de no poder concurrir por encontrarse inhabilitado, las
interrogantes sobre las próximas elecciones son mayúsculas, dado
que ningún candidato parece reunir demasiadas voluntades.