http://www.delicatessen.uy
Los
Colmán tenían un tambo chico, a unos quince kilómetros del pueblo,
rumbo a la capital. Gente humilde, empeñosa, que se había afincado
ahí veinte años antes. Sacaban los tarros de leche en un viejo
charret, todas las mañanas del año, bien temprano, casi madrugada,
para que los recogiese en la carretera el camión de Conaprole.
Ganaban poco, pero su pobreza era digna.
El
matrimonio -doña Facunda y don Benigno- tenía tres hijos varones
con poca escuela y mucho trabajo. No hubo otro remedio: a medida que
pasaban los años y crecían las tareas, de otra forma no hubieran
salido adelante, porque no era sólo alimentar, ordeñar y cuidar las
vacas, llevar los tarros y hacer manteca y queso caseros para vender,
sino prestar atención a una docena de ovejas, que criaban sin saber
muy bien por qué, y el gallinero chico, la huerta y el chiquero. En
la familia sobraba el sudor y escaseaba la instrucción.
Los
Colmán, eso sí, iban los domingos a la iglesia, a distancia
relativamente escasa, a la misa de las tardecitas: Facunda y Beningo
para confesarse y comulgar y los chiquilines, hasta que les llegara
el momento de la primera comunión, sólo para oír el buen mensaje
de Dios.
José,
el mayor de los muchachos fue el único que pudo ir hasta tercero de
escuela, cargando en sus notas muchas faltas, y aprendió a leer y a
escribir. Había cumplido trece años y sus responsabilidades en el
tambo eran mayores. Jugaba escasamente, pero no se aburría. ¡Con
una labor incesante tan intensa...! Muchas veces prefería quedarse
en el campo, mirando la inmensidad que lo rodeaba, en otoño, hasta
que el rocío le agarrotaba las manos. Amaba a los animales y les
prestaba mucha atención. Claro, a medida que crecía, iban entrando
en su cabeza demasiadas cosas sin respuesta. Lo que rescataba de los
pocos libros a su alcance le resultaba insuficiente y sus padres, de
pocas palabras, bordeaban el analfabetismo y se limitaban a quererlo,
a fijarle horarios y actividades y a hablarle de Jesús, del cura, de
los mandamientos -que recitaban de memoria.- y de esa comunión con
la que, inexorablemente, alguna vez cumpliría.
Y
ese día llegó. Quizás don Benigno intuyó, aun en su ignorancia,
que las constantes preguntas de su hijo, sus perplejidades, sus
estados frecuentes de ensoñación, podrían ser superadas con una
entrega a la sagrada hostia, que pondría todo en su lugar. Habló
con el párroco y halló comprensión inmediata y absoluta. Al
domingo siguiente José iría a la iglesia a confesarse; después,
sólo después, podría aceptar en su cuerpo aniñado todavía ese
otro cuerpo divino que sería parte de su salvación.
-Tendrás
que confesarle al cura todos tus pecados, hijo -dijo el padre con un
intento de solemnidad.
José
asintió en silencio, pero no las tenía todas consigo. ¿Qué era un
pecado? ¿Cuándo y por qué él había pecado? ¿A causa de qué los
niños pobres, que vivían alejados en medio del campo, eran
pecadores desde el nacimiento? Bueno, se dijo, el hombre de la sotana
negra se lo explicaría. Ya se estaba poniendo grande e iba a
entender enseguida. Y de todos modos aquello no iba a ser tan
doloroso como darse la vacuna contra el tifus.
Mientras
viajaba hacia la iglesia -siempre le decían "iglesia" a lo
que era, en realidad, una modesta parroquia rural- se sintió
importante. ¡Le habían dado el charret y nadie lo acompañaba!
¿Acaso sería al señal de su mayoría de edad? Esos pocos
kilómetros, bajo el sol raleado de la tarde otoñal, se le hicieron
breves pero intensos. Disfrutó del camino de tierra, con los coches
pasando allá lejos, por la carretera. La gente conocida lo saludaba
con la mano y los pájaros apuraban su regreso a los nidos, con
vuelos que le pasaban cercanos. Se había puesto su camisa a
cuadritos, la de salir, su pantalón vaquero, un saco de lana y las
botas de cuero negro que le regaló mamá cuando cumplió los doce.
Bien peinado y bañado, se imaginó importante, dispuesto a cumplir
uno de los requisitos más rigurosos y trascendentes de la vida. Lo
invadió entonces cierta ansiedad exultante, difícil de dominar, muy
placentera.
Pero
cuando estuvo frente a la iglesia, todo cambió. Ese frente grisáceo
y alto, herido por una multitud de fisuras, se le antojó un monstruo
de siete cabezas, feo y amenazante. La antigua campana sonaba en ese
instante anunciando el final de la misa y la creyó una señal: había
que advertir a todos de su llegada. Nadie debía permanecer ajeno al
desenlace de su peripecia iniciática. El rubor le encendió las
mejillas; ¡vendría todo el mundo a verlo! Momentos después, sin
embargo, derribó semejante aprensión una terminante soledad a su
alrededor. Apenas la viejita Ermelinda, que salía retrasada de misa,
notó su presencia y lo saludó con una pequeña sonrisa tolerante.
Entró,
pero aún dubitativo, y se encontró, frente a frente, con el
reverendo Nicolás, el párroco, un hombre añoso, gordo y poco
aseado, cuya frente parecía extenderse hasta la nuca debido a su
sudorosa calvicie rosada.
-Ah,
José... Te estaba esperando -dijo amablemente, colocando una mano
sobre el hombro del joven visitante. -Ven, ven por aquí... Vamos al
confesionario-. Y lo empujó con suavidad hasta un oscurecido rincón,
inundado de olor a incienso, donde estaba un rectángulo de madera,
alto y estrecho, marrón y triste, cuya cercanía metió en el cuerpo
del chico un hormigueo inquietante y vergonzoso.
Corrió
la cortina bordó y al hincarse sobre el tablón desprolijo le
dolieron mucho las rodillas. El primer precio a pagar por mis
pecados, pensó. Del otro lado, a través de una rejilla, el padre
Nicolás era una sombra difusa, que no ayudaba a serenarlo. Antes de
cerrar la cortina, más por pudor que porque se lo hubieran indicado,
miró y vio, como si fuera la primera vez, el interior de aquella
humilde iglesia y ahora le pareció grande, interminable, con el
altar allá lejos, empequeñecido por la distancia. Creyó sentir,
realmente, la presencia de Dios. Mejor dicho, reflexionó: -Dios
tiene que estar aquí.
Y
tras un suspiro ruidoso, como de aburrimiento, que brotó del otro
lado de la rejilla, oyó la voz: -Bueno, hijo mío. Vamos a ver...
vamos a ver... ¿Qué pecados vienes a contarme?
José
parpadeó repetidamente, aclaró su garganta, tragó saliva y al
final dijo, balbuceante:
-Es
que no sé muy bien, padre...
El
cura se movió, impaciente, en su asiento afelpado. ¡Otro chiquilín
de la campaña, desorientado y sin información! Ah, estos padres que
creen que todo lo arregla el trabajo y unas cuantas asistencias a
misa... Estaba cansado de explicarles cómo debían educar a sus
hijos en la religión.
-¿No
has leído los mandamientos?
-Sí...
Algo...
-Pues
bien. Podríamos empezar por lo más sencillo. Por ejemplo, ¿has
robado?
-¡No,
padre, jamás!
-¿Has
golpeado o insultado a tus hermanos o a tus compañeros cuando fuiste
a la escuela?
-Y...
no sé, de repente sí... Pero no me acuerdo muy bien, padre. A lo
mejor lo hice sin darme cuenta, o porque me buscaron... ¿sabe?
-Eso
está mal de todos modos... Además, no debes mentirme, porque la
mentira es un pecado muy grande. En fin, sigamos... ¿Has tenido
malos pensamientos?
-¿Malos
pensamientos...?
Al
párroco le estaba subiendo la presión arterial a un ritmo
inconveniente: -¡Sí! Caramba, José... ya estás crecidito... ¿Has
pensando en masturbarte?
-¿Usted
dice hacerme la paja, padre...?
-!Por
la Santísima Trinidad...¡ Sí, eso mismo...
-Este...
Bueno, en realidad sí... ¡No! Quiero decir, lo hacía... Ya no lo
hago más...
-¿No?
¿Ha sido un arrepentimiento súbito? ¿Sentiste sobre ti la severa
mirada divina?
-Con
sinceridad, padre... no. No sentí ninguna mirada. Bueno, usted me
dijo que no mintiera...
-No
entiendo. ¿Te gustaba masturbarte?
-Sí...
-¿Y
entonces por qué no lo haces ahora? -preguntó el hombre de la
sotana, profundamente sorprendido.
A
esta altura, José transpiraba copiosamente. Su respiración era
dificultosa, la garganta estaba otra vez seca y no hallaba las
palabras adecuadas para seguir con una, para él, ya muy extraña
confesión.
-Verá,
padre Nicolás... Yo, este... me agencié otra cosa mejor...
El
cura abrió los ojos sintiendo que iba a ser receptor de una
inesperada confesión. Dio vuelta ligeramente la cabeza hacia el
muchacho y, apelando a toda su experiencia, intentó ayudarlo y dijo
en un murmullo: -Muy bien. ¿Y por qué no me cuentas qué es eso que
has encontrado? -Esperaba lo peor.
-
Ahora me monto a la Manuela... -concluyó José, sintiendo sobre su
nuca todo el peso de la santa madre iglesia.
-¡Eso
es horrible, hijo mío! ¿Cómo vas a andar por ahí cometiendo el
pecado de la carne con una niña, una menor de edad?
-Es
que no es una niña, padre...
-¿Estás
pretendiendo decirme que tienes relaciones sexuales con una mujer
mayor de edad, una prostituta quizás?
-Tampoco,
señor...
El
sacerdote se levantó violentamente de su asiento: -¿Acaso tienes
sexo con otros varones?
-Eh...
no, señor.
Exactamente
aquí el párroco salió de su sitio como impulsado por un resorte,
corrió la cortina y enfrentó al trémulo José: -¿¡Me tomas el
pelo?! ¡Por Jesús, salvador de los hombres! ¿Quién rayos es
Manuela?
José
elevó su mirada acuosa hacia aquella figura obesa y oscura, ya
definitivamente enojada, casi fuera de control, y decidió que era
tiempo de concluir con el cuento de la historia sexual de su vida,
tan corta: -Manuela es una de las ovejas del tambo padre...
Ni
el rayo que cruzó ante Pablo hubiese producido en un siervo de Dios
semejante conmoción. Al cabo de unos segundos donde permaneció como
pasmado, el párroco Nicolás regresó a su asiento y se desplomó en
él. Ordenó a José que se mantuviera arrodillado, leyó
apresuradamente algunas líneas del pequeño catecismo que le
acompañaba siempre y, al fin, sentenció: -Por ahora no podrás
comulgar. Eso está decidido. A ver... debes darme tiempo para
reflexionar sobre tu futuro. Es un hecho que deberé hablar con tus
padres. Y mientras tanto... reza cinco Padrenuestros, cinco Avemarías
y por lo menos un Credo. Después... en fin, analizaremos mejor la
cosa...
El
chiquilín, aterrado de vergüenza, con la cabeza gacha, dejó el
recinto sagrado escuchando como se iba apagando la voz del cura, que
seguía murmurando algo para él ininteligible. Subió al charret y
emprendió el retorno. Lo hizo lentamente, hasta que cayó la noche,
confundido sin remedio, repitiéndose mil y una preguntas, buscando
en su interioridad esa culpa que lo marcaba. Fue inútil. Llegó al
tambo sin hallar la respuesta que lo aclarara todo. Rezaría, por
supuesto. Y después, a esperar la reacción del cura y lo que podría
venir de sus padres, quién podía saberlo. ¡Cómo se le había
complicado la existencia por una confesión obligada y una hostia que
no llegó a tragar! Bah, un trozo de finísimo pan blanco que él
jamás pidió. Pero, aunque injusta, esa era la ley. Y bien sabía
que no tenía espacio para evitarla. ¡De qué modo jodía la
religión, carajo!
Liberó
al caballo de todo arreo, atravesó la casa saludando apenas y se fue
un rato al campo, ennegrecido por la noche picada de estrellas. No le
preguntaron nada, menos mal. Había mucho cansancio en la casa y el
tiempo sobraría después para conversar en los días por venir, por
más trabajo que hubiese. Ah, eso sí era un hecho en cuanto cayera
por allí el cura.
De
pronto sintió un balido entrañable que le desgarró el alma. Se
acercó un poco al alambrado y la vio. Venía como pidiendo mimos, la
pobre. Acariciándole la lana espesa y sucia sobre las ancas, José
hizo la otra confesión, dolido:
-¡No
sabés cómo te voy a extrañar, Manuela!
(·)
Este cuento fue rescrito por el autor para el distinguido blog que lo
presenta. Pertenece a un libro de cuentos que publicó hacia fines de
1993, titulado "El quilombo y los cuentos del otoño".