Buscar este blog

Mostrando entradas con la etiqueta La noche. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta La noche. Mostrar todas las entradas

domingo, 22 de abril de 2018

La noche. Cuento de Antonio Pippo





http://www.delicatessen.uy

Ocurría en Nochebuena, siempre.


Después de las celebraciones familiares, la sidra, los pan dulces, se abría la noche que nos hacía felices. Una noche abarcadora, redonda, libre, con el cielo aguardando quizás el alma de algún amigo, allá arriba, y el aire fresco empujando nuestras ansias locas, acá abajo. Una noche que resumía todas las noches, de las casas a las plazas, de los boliches al quilombo. Una noche que nos proponía otro mundo y otra vida y que, al mismo tiempo, nos empujaba a seguir bebiendo, a imaginar que amábamos y nos amaban y a bailar juntos lo que parecía la danza de nuestra salvación.


Misterio renovado e inexplicable de pueblo chico. Liturgia obedecida por quienes, tantas veces, aunque sólo muchachos, llegamos a querer, apenas, un día más.


¡Qué noche aquella!


Nos introducíamos en ella para devorarla a bocanadas. Lo primero que sentíamos era el olor a menta y a romero y a jazmines tempranos que atravesaba las calles angostas de los barrios más apartados, en ancas de un vientito suave, acariciante, melancólico. Después se nos venía encima la humedad, que se podía ver y rozar mientras caía sobre los focos amarillentos de las esquinas. Y, al rato, el silbato lejano del último tren, cruzando los campos y arrimando a los casas de las afueras –recostadas como oscuros esqueletos a las vías- la respiración asmática de una locomotora negra como la mismísima noche. A esa hora hacía rato que la humilde calesita había detenido sus hierros lacerados y ya no habían carros llevando verduras y frutas, ni niños descalzos y ansiosos, ni madres gordas recogiendo ropas de los alambres.


Cuando empezábamos a caminar, chispeantes por lo bebido, veíamos a gentes sentadas a la vereda, con botellas alrededor y nos sobresaltaban los cohetes baratos que reventaban cerca. Gente común, a la que saludábamos siempre, no faltaba más, porque siempre ofrecían un trago más para dar impulso a la recorrida. Y los otros, hombres y mujeres que hervían de ansias distintas y decían cosas secretas con la mirada; la veterana del marido viajante, al borde la extenuación de insatisfecha; Marisol, la menor de los Pérez, a la que bastaba tocarle una mano para que se le humedecieran los muslos; Fermín, borracho impenitente, que sólo quería hablar de fútbol; Cascarilla Batista, aguardando ese desfile nocturno para insistir en jugar al truco en cualquier parte; y los milicos de la comisaría, claro, esos del sueldo miserable y las caminatas absurdas, tomando dos o tres de arriba y retocando, con meras ojeadas, la lista de cornudos que se habían especializado en crear.


Esa noche, precisamente esa noche, era hermoso andar por el asfalto o por la tierra, yendo de una calle a la otra como si armásemos un imaginario picado en la penumbra. Y también lo era cruzarse con alguna chiquilina anhelante, escapada de una tutela ya hundida en profundo sueño, besándola casi hasta reventar contra las paredes más oscuras, levantándole la pollerita con desesperación, bajándole desprolijamente la bombacha blanca y penetrándola fuertemente hasta que gritara, sofocada de dolor y placer. Y pasar por los boliches de Curbelo o del Chiquito Otegui, que no cerraban, para tomar a las apuradas otro vaso de vino de la casa, ese de la damajuana con telas, y ojear las mesas sobre las que todavía se enredaban naipes y manos mugrientas, escuchando todos los chismes, cuentos, fantasías y mentiras del mundo. Y quedarse quietos, de pronto, al lado de la radio. abrazados por el humo del tabaco, sintiendo que la voz de Gardel se nos metía entre los huesos y nos hacía mejores, creándonos una nueva ilusión. Y escondernos, apretados, a un costado de la casa de Pepe, el rematador – al que el whisky importado hacía dormir temprano-, para ver a Rosita, su mujer, acostarse en el suelo de ladrillo del galpón con Ramiro, el sobrino político. Y correr unas cuadras más abajo, al barrio del Aserradero, sabiendo que podíamos robar alguna gallina a doña Margarita, cortarle el pescuezo y simular un rito satánico, dejándola colgada a la entrada del rancho de esa anciana que, puntualmente, se horrorizaba cada mañana y le rezaba a todos los santos. Y caer por el quilombo de La Mellada, abierto hasta el canto de los pájaros madrugadores, para pagarle una caña al Chiche Meneguzzi y pedirle que tocara “El amanecer”, sabiendo que cada vez lo hacía distinto; medir con fruición la redondez tersa de los culos de La Polaca y María Eugenia y, en una de ésas, hacer cola en el corredor largo iluminado por la luz roja de un farol destartalado para ocuparnos con una y soñar que podía quererte y gozar contigo; o bailar, simplemente bailar con la más pintada, un tango con cortes, sintiendo que el mundo era eso, cuadriculado y macilento, sobre el que danzábamos con encomiable elegancia para nuestro, a esa altura, inestable equilibrio.


Sin embargo... si uno fuese sincero, debería recordar algo más puro que ese universo desmelenado gastado en largas caminatas. Algo que se vivía esa noche de una manera distinta, más íntima, más profunda. Algo que, tal vez, nos permitió estirar la vida y los sueños más allá de los límites de aquel horizonte chico y apretado.


La soledad, buscada como una novia virgen.


El deseo de quedarse solo, pero absolutamente solo, sin compasión ajena, sin mitigaciones, sin amigos, mujeres ni madre, debajo del cielo oscuro e interminable pero con sus estrellas titilando sin cesar. Y mirar mucho más lejos que cada día, cual si la vista se transformase en una alfombra voladora de “Las mil y una noches”, suficiente para alcanzar el infinito, la nada. O el olvido piadoso. Y ahí, sí, volver a caminar, cargando el cuerpo hasta el penúltimo cansancio, deteniéndose, al cabo, en una esquina cualquiera, como si uno hubiese escapado de todas las envidias, de todos los egoísmos, de todos los temores. Y entonces respirar muy hondo, olvidando al alcohol, la fiesta, el vaho nocturnal, para atrapar el aire húmedo hasta el borde del ahogo. Y luego, al final, llorar sin resignación. Por suerte y de una vez, con lágrimas incontenibles y viejísimas, pese a nuestra juventud, lágrimas que –cual una descomunal memoria recuperada de pronto al aplastar al jolgorio embriagador- se convierten en decenas de rostros y nombres y lugares. ¡Y tantas palabras no dichas!


El Coco Luaces y su vieja radio de los galpones, que jamás supo cuánto nos importaba; el Pepe Pintos y la grapa con limón, esperando una despedida que no le dimos; Juan y el violín envuelto en una sonrisa, sin la satisfacción de nuestro respeto; Hugo Ruiz y el sueño de la libertad, creando a cada paso un poema de vida que no entendimos; el Cholo y su alma en una niña, muriéndose lentamente por el dolor de los otros; Blanca Rosa cantando en la cocina “La pulpera de Santa Lucía”, sin saber que su corazón la traicionaría en medio de nuestra ausencia; Nené y aquel poema sobre los muertos solitarios, que se le hizo carne y lo advertimos tarde; Robertito aferrado a las riendas del caballo fatal, demasiado lejos y demasiado solo; Andrés y su pirueta fatal en una calle cualquiera, mientras perdíamos el tiempo llenándonos de estupidez; el vasco Recarte, ensoñado, atropellando la vida con ansias locas porque no supimos detenerlo; y cuántos, cuántos hijos muertos de tantos amigos entrañables.


Y Natalia, que se fue con prisa de la mano del absurdo, buscando las estrellas, caminando entre nubes, bien cerca de eso que hemos llamado Dios. Natalia, que nos dejó con tanto por hablarle, con tanto amor por entregarle, apenas con un guardapolvos blanco y una moña y una cartera de cuero repleta de cuadernos prolijos. Natalia en tres o cuatro fotos, en un mural y en el alma. Natalia convertida en un pájaro azul, en un clavel blanco, en una gota de rocío que desciende del cielo abierto, eternamente.

Desde esa noche y para siempre.

Antonio Pippo, nació en Buenos Aires, pero no dudamos que se considera oriundo de San José de Mayo, pese a vivir desde hace varias décadas en Montevideo. Es periodista, escritor, investigador del lenguaje del tango, narrador oral en lunfardo. Trabajó en televisión, prensa y radio. Es autor de, entre otros libros, El quilombo y otros cuentos de otoño, Obdulio con alma y vida o Jazmín de noviembre. Es autor y recitador en los espectáculos poético-musicales Bien polenta y Tango íntimo. Este cuento, reescrito de forma parcial para Delicatessen.uy, fue inicialmente publicado por el autor en el libro El quilombo y los cuentos del otoño, en noviembre de 1993.


Fotografía http://senderos-musicales.blogspot.com.uy/


domingo, 8 de abril de 2018

La noche. Cuento de Antonio Pippo





http://www.delicatessen.uy

Ocurría en Nochebuena, siempre.


Después de las celebraciones familiares, la sidra, los pan dulces, se abría la noche que nos hacía felices. Una noche abarcadora, redonda, libre, con el cielo aguardando quizás el alma de algún amigo, allá arriba, y el aire fresco empujando nuestras ansias locas, acá abajo. Una noche que resumía todas las noches, de las casas a las plazas, de los boliches al quilombo. Una noche que nos proponía otro mundo y otra vida y que, al mismo tiempo, nos empujaba a seguir bebiendo, a imaginar que amábamos y nos amaban y a bailar juntos lo que parecía la danza de nuestra salvación.


Misterio renovado e inexplicable de pueblo chico. Liturgia obedecida por quienes, tantas veces, aunque sólo muchachos, llegamos a querer, apenas, un día más.


¡Qué noche aquella!


Nos introducíamos en ella para devorarla a bocanadas. Lo primero que sentíamos era el olor a menta y a romero y a jazmines tempranos que atravesaba las calles angostas de los barrios más apartados, en ancas de un vientito suave, acariciante, melancólico. Después se nos venía encima la humedad, que se podía ver y rozar mientras caía sobre los focos amarillentos de las esquinas. Y, al rato, el silbato lejano del último tren, cruzando los campos y arrimando a los casas de las afueras –recostadas como oscuros esqueletos a las vías- la respiración asmática de una locomotora negra como la mismísima noche. A esa hora hacía rato que la humilde calesita había detenido sus hierros lacerados y ya no habían carros llevando verduras y frutas, ni niños descalzos y ansiosos, ni madres gordas recogiendo ropas de los alambres.


Cuando empezábamos a caminar, chispeantes por lo bebido, veíamos a gentes sentadas a la vereda, con botellas alrededor y nos sobresaltaban los cohetes baratos que reventaban cerca. Gente común, a la que saludábamos siempre, no faltaba más, porque siempre ofrecían un trago más para dar impulso a la recorrida. Y los otros, hombres y mujeres que hervían de ansias distintas y decían cosas secretas con la mirada; la veterana del marido viajante, al borde la extenuación de insatisfecha; Marisol, la menor de los Pérez, a la que bastaba tocarle una mano para que se le humedecieran los muslos; Fermín, borracho impenitente, que sólo quería hablar de fútbol; Cascarilla Batista, aguardando ese desfile nocturno para insistir en jugar al truco en cualquier parte; y los milicos de la comisaría, claro, esos del sueldo miserable y las caminatas absurdas, tomando dos o tres de arriba y retocando, con meras ojeadas, la lista de cornudos que se habían especializado en crear.


Esa noche, precisamente esa noche, era hermoso andar por el asfalto o por la tierra, yendo de una calle a la otra como si armásemos un imaginario picado en la penumbra. Y también lo era cruzarse con alguna chiquilina anhelante, escapada de una tutela ya hundida en profundo sueño, besándola casi hasta reventar contra las paredes más oscuras, levantándole la pollerita con desesperación, bajándole desprolijamente la bombacha blanca y penetrándola fuertemente hasta que gritara, sofocada de dolor y placer. Y pasar por los boliches de Curbelo o del Chiquito Otegui, que no cerraban, para tomar a las apuradas otro vaso de vino de la casa, ese de la damajuana con telas, y ojear las mesas sobre las que todavía se enredaban naipes y manos mugrientas, escuchando todos los chismes, cuentos, fantasías y mentiras del mundo. Y quedarse quietos, de pronto, al lado de la radio. abrazados por el humo del tabaco, sintiendo que la voz de Gardel se nos metía entre los huesos y nos hacía mejores, creándonos una nueva ilusión. Y escondernos, apretados, a un costado de la casa de Pepe, el rematador – al que el whisky importado hacía dormir temprano-, para ver a Rosita, su mujer, acostarse en el suelo de ladrillo del galpón con Ramiro, el sobrino político. Y correr unas cuadras más abajo, al barrio del Aserradero, sabiendo que podíamos robar alguna gallina a doña Margarita, cortarle el pescuezo y simular un rito satánico, dejándola colgada a la entrada del rancho de esa anciana que, puntualmente, se horrorizaba cada mañana y le rezaba a todos los santos. Y caer por el quilombo de La Mellada, abierto hasta el canto de los pájaros madrugadores, para pagarle una caña al Chiche Meneguzzi y pedirle que tocara “El amanecer”, sabiendo que cada vez lo hacía distinto; medir con fruición la redondez tersa de los culos de La Polaca y María Eugenia y, en una de ésas, hacer cola en el corredor largo iluminado por la luz roja de un farol destartalado para ocuparnos con una y soñar que podía quererte y gozar contigo; o bailar, simplemente bailar con la más pintada, un tango con cortes, sintiendo que el mundo era eso, cuadriculado y macilento, sobre el que danzábamos con encomiable elegancia para nuestro, a esa altura, inestable equilibrio.


Sin embargo... si uno fuese sincero, debería recordar algo más puro que ese universo desmelenado gastado en largas caminatas. Algo que se vivía esa noche de una manera distinta, más íntima, más profunda. Algo que, tal vez, nos permitió estirar la vida y los sueños más allá de los límites de aquel horizonte chico y apretado.


La soledad, buscada como una novia virgen.


El deseo de quedarse solo, pero absolutamente solo, sin compasión ajena, sin mitigaciones, sin amigos, mujeres ni madre, debajo del cielo oscuro e interminable pero con sus estrellas titilando sin cesar. Y mirar mucho más lejos que cada día, cual si la vista se transformase en una alfombra voladora de “Las mil y una noches”, suficiente para alcanzar el infinito, la nada. O el olvido piadoso. Y ahí, sí, volver a caminar, cargando el cuerpo hasta el penúltimo cansancio, deteniéndose, al cabo, en una esquina cualquiera, como si uno hubiese escapado de todas las envidias, de todos los egoísmos, de todos los temores. Y entonces respirar muy hondo, olvidando al alcohol, la fiesta, el vaho nocturnal, para atrapar el aire húmedo hasta el borde del ahogo. Y luego, al final, llorar sin resignación. Por suerte y de una vez, con lágrimas incontenibles y viejísimas, pese a nuestra juventud, lágrimas que –cual una descomunal memoria recuperada de pronto al aplastar al jolgorio embriagador- se convierten en decenas de rostros y nombres y lugares. ¡Y tantas palabras no dichas!


El Coco Luaces y su vieja radio de los galpones, que jamás supo cuánto nos importaba; el Pepe Pintos y la grapa con limón, esperando una despedida que no le dimos; Juan y el violín envuelto en una sonrisa, sin la satisfacción de nuestro respeto; Hugo Ruiz y el sueño de la libertad, creando a cada paso un poema de vida que no entendimos; el Cholo y su alma en una niña, muriéndose lentamente por el dolor de los otros; Blanca Rosa cantando en la cocina “La pulpera de Santa Lucía”, sin saber que su corazón la traicionaría en medio de nuestra ausencia; Nené y aquel poema sobre los muertos solitarios, que se le hizo carne y lo advertimos tarde; Robertito aferrado a las riendas del caballo fatal, demasiado lejos y demasiado solo; Andrés y su pirueta fatal en una calle cualquiera, mientras perdíamos el tiempo llenándonos de estupidez; el vasco Recarte, ensoñado, atropellando la vida con ansias locas porque no supimos detenerlo; y cuántos, cuántos hijos muertos de tantos amigos entrañables.


Y Natalia, que se fue con prisa de la mano del absurdo, buscando las estrellas, caminando entre nubes, bien cerca de eso que hemos llamado Dios. Natalia, que nos dejó con tanto por hablarle, con tanto amor por entregarle, apenas con un guardapolvos blanco y una moña y una cartera de cuero repleta de cuadernos prolijos. Natalia en tres o cuatro fotos, en un mural y en el alma. Natalia convertida en un pájaro azul, en un clavel blanco, en una gota de rocío que desciende del cielo abierto, eternamente.

Desde esa noche y para siempre.

Antonio Pippo, nació en Buenos Aires, pero no dudamos que se considera oriundo de San José de Mayo, pese a vivir desde hace varias décadas en Montevideo. Es periodista, escritor, investigador del lenguaje del tango, narrador oral en lunfardo. Trabajó en televisión, prensa y radio. Es autor de, entre otros libros, El quilombo y otros cuentos de otoño, Obdulio con alma y vida o Jazmín de noviembre. Es autor y recitador en los espectáculos poético-musicales Bien polenta y Tango íntimo. Este cuento, reescrito de forma parcial para Delicatessen.uy, fue inicialmente publicado por el autor en el libro El quilombo y los cuentos del otoño, en noviembre de 1993.


Fotografía http://senderos-musicales.blogspot.com.uy/