Con una reconstrucción histórica ingeniosa y solo sutilmente ficcionada, Ruperto Long relata en “La niña que miraba los trenes partir” las vidas de cuatro personas —dos de ellos uruguayos— que se cruzan en el terreno más hostil; Charlotte de Grünberg es quien da título a esta novela de esperanza y amor
Búsqueda Nº1866
Daniela Hirschfeld
Ruperto Long era un joven de veintitantos, durante la dictadura, cuando él y sus compinches en Montevideo, simpatizantes de Wilson Ferreira Aldunate, esperaban con ansias una pequeña publicación de Rocha llamada “El Civismo”. El boletín, fundado en 1964 por el entonces flamante Movimiento Nacional de Rocha, en los 70 se había transformado en un portavoz opositor, publicaba lo que pocos se animaban y por ende, se pasaba clausurado. No era raro que su redactor responsable, Domingo López Delgado, fuera detenido con frecuencia.
Pero él era un hombre peculiar. La dictadura, aunque la detestaba, no era lo peor por lo que había pasado en su vida. Entonces tenía poco más de 55 años, y el infierno ya lo había conocido a los 25. Con esa edad, y movido por su profundo amor a la libertad decidió dejar Rocha para alistarse en el ejército de la Francia Libre, al tiempo que ese territorio era ocupado por los nazis. Era 1941, cuando Hitler parecía imbatible.
Pero Domingo no lo dudó. Primero fue la aventura de la travesía, luego un breve entrenamiento militar en Francia, y a los pocos meses la Legión Extranjera, a la que fue asignado. El destino —y su compromiso— lo llevaron a pelear las más duras batallas de la II Guerra Mundial y le valieron varias medallas de honor. Ante eso, era entendible que la dictadura uruguaya no tuviera credenciales suficientes para intimidarlo.
En los 70, Long desconocía los detalles de esa vida, pero sabía de esa historia heroica y le llamaba la atención. Sin embargo, fue tres décadas después, en 2011, que finalmente se encontró cara a cara con Domingo. Pasó algunos días conversando con el ex combatiente, entonces de 94 años, quien le contó todo lo que había vivido, como si hubiese sucedido ayer. Un año después, López Delgado murió. Y la historia volvió a quedar en silencio.
Pero no por mucho tiempo. En 2012, Long estuvo otra vez en el lugar correcto. De sus años como presidente del Latu, en los 90, conocía a Charlotte de Grünberg, directora general de la Universidad ORT Uruguay. Estaba vinculado con ella por su trabajo, y una noche había sido invitado a una recepción en su casa. Llegó temprano, fue el primero, y la oportunidad surgió para que conversaran mano a mano sobre cómo había llegado a Uruguay desde su Bélgica natal. Charlotte le contó pequeños trozos de su vida, pero alcanzaron para despertar la curiosidad de Long. Minutos después comenzó a llegar el resto de los invitados y la charla se interrumpió. Long igual quedó prendado. Pensó en Domingo, pensó en esas historias paralelas. Pensó mucho, y al tiempo le propuso a Charlotte contar sus vivencias. Pero ella dijo que no. La historia se negaba a salir. Aquellas penurias y desventuras que vivió cuando tenía ocho años, Charlotte solo se las había contado a su marido, nacido en Tacuarembó y ajeno a la contienda mundial. Long insistió y finalmente la historia se animó a salir.
Así nacía, lento pero sin pausa, “La niña que miraba los trenes partir” (Aguilar, 2016), la novela histórica que surgió de las memorias que Long supo escuchar y conectar, y de profunda y metódica investigación en archivos y bibliotecas del mundo. “La niña...” es un relato coral en el que se entrecruzan las vidas de cuatro personas: Domingo, Charlotte; Alter —tío de aquella niña que vivía en Bélgica— y el heroico Dimitri Amilakvari, un militar de origen georgiano que se convirtió en el capitán más joven de Francia. Está basado en hechos reales pero aderezado con una ficción novelada en la que 34 personajes, en primera persona, narran esos años de sus vidas, e invitan a conocer, con intriga, suspenso y emoción, qué fue de ellos.
¿Desde el principio pensó en unir las historias?
No, al principio mi objetivo era contar la historia de Charlotte, enriquecida con la de su tío Alter, que tenía veintipocos años y en los inicios del conflicto decidió volver a Polonia a defender a sus padres, que vivían en un pequeño poblado, Konskie. La historia de Domingo estaba afuera de ese relato, pero un día, analizando la información que tenía de las charlas que mantuve con él y los datos que encontré en los documentos a los que tuve acceso, encontré que en algún punto se cruzaban. Sus vidas se entrecruzaron de formas que el lector verá y que para mí fueron inesperadas.
De los cuatro personajes protagónicos, a priori Dimitri Amilakvari parece no tener relación con los demás. ¿Por qué decidió incluirlo como protagonista?
Cada uno refleja cosas distintas y todos tienen algo singular. Y si bien sus historias se van entrecruzando todos tienen un destino diferente.Dimitri, una figura bastante enigmática, es muy venerado en la historia militar de Francia. He leído incluso que entre los héroes militares de Francia, después de Napoléon y De Gaulle, viene Dimitri. Esa figura heroica, de origen georgiano y con un halo de príncipe, sintetizaba otra vertiente del amor por la libertad.Siendo muy joven, Dimitri se exilió de su Georgia natal luego de la invasión de Stalin, y en Francia empezó una carrera militar que lo llevó a ser el capitán más joven de ese país y la estrella del ejército. ¡Y por si fuera poco, Domingo me contó que lo conoció! Pero increíblemente, no se sabe mucho de él. De hecho, estuve en Tbilisi, en Georgia, donde dos personas me ayudaron a conseguir material y finalmente ubiqué a su hija.
En total, la narración incluye a 34 personajes. ¿Cómo surgieron?
Fue a medida que los iba necesitando. Algunos son verídicos y otros ficcionales, y a veces una mezcla.
¿Hay alguno de ellos que le gustó más que otro?
Hay varios, como el zapatero duro de Konskie, que está inspirado en un personaje que existió; una cantante que se llama Anne Michelle, que refleja la línea divisoria que en aquellos años hubo entre los intelectuales y las personas de cultura en Francia, entre los que apoyaban a Hitler y los que no; Christoff, el amigo de Alter de la universidad; y Swit, una muchacha polaca y católica, con su inocencia y su resistencia que representa lo que pasaba entonces.
El libro también transita por varios lugares, y muchos de ellos los visitó. ¿De qué modo los observó para usar sus impresiones en el libro?
Traté de ir a todos los lugares que pude. Lamentablemente, a Bir Hakeim, en Libia, es imposible. Estuve tentado de ir pero felizmente mi señora me desalentó. Para colmo, no es una ciudad. Había que llegar en avión hasta Trípoli o Bengasi y desde allí tomar un jeep o algo así, a riesgo de uno, e ir al medio del desierto. Era demasiado (risas).Sí hice el recorrido de Charlotte. Estuve viendo las fronteras para ver cómo se podían cruzar, y por la geografía uno entiende muchas cosas. Además, cada ciudad tiene su espíritu, y visitarlas permite encontrar todas esas características que hacen a la historia. Siempre trato de documentarme lo más posible.
De hecho, el relato incluye algunas imágenes reales y refleja un trabajo de investigación muy detallado. ¿Cómo lo hizo?
Acumulé un montón de libros sobre el tema, y por supuesto la red tiene mucho material. Pero es esencial ir a la verdadera fuente de la información. Para conocer más sobre la guerra en África, gracias a contactos a través de la embajada de Francia, fui a la Legión Extranjera y me abrieron las puertas. Allí estuve dos días completos, solo en una habitación con una cantidad gigantesca de documentos. Me dieron los dossier personales de Dimitri y me dejaron fotografiar todo, yo no lo podía creer. Después de un trámite me dieron también los dossiers personales de algunos de los combatientes uruguayos, y eso fue muy emotivo. Había infinidad de fotos, y también pude ver los partes que se pasaban durante la guerra, desde un sector a otro de las defensas. Con todo eso uno revive esa situación. Me sorprendió el increíble orden que había en medio de ese caos, de una guerra en esas condiciones, sin agua, sitiados.
Después estuve en el memorial de la Shoá en París, en el Museo de la Deportación y la Resistencia en Grenoble, y también en Yad Vashem, (institución oficial israelí, ubicada en Jerusalem, en memoria de las víctimas del Holocausto), a cuyas colaboradoras agradezco en el libro con nombre y apellido porque les pasé pidiendo cosas; ahora estarán aliviadas (risas).
¿Cómo se le abrieron esas puertas en esos lugares?
En Francia me ayudó el respaldo de la Embajada; y el hecho de haber recibido la Orden de las Artes y las Letras, que da cierta garantía. En el caso de Israel, mucha gente amiga intercedió para dar cierta seguridad de que la persona que estaba molestando tanto era medianamente seria (risas).
Al escribir una historia que mezcla ficción con realidad, y hechos muy conocidos, ¿cómo logra que las piezas encajen sin que la historia suene forzada?
Me gusta primero absorber todo y luego empiezo a escribir. En este caso lo hice cronológicamente y empecé con esas cuatro historias, aparentemente separadas, que luego fueron fluyendo. Pero cuando estoy escribiendo es porque me he llenado de ideas y posibilidades.
Cada tanto hice esquemas —y es cuando aparece el ingeniero—, armé cronogramas de los protagonistas y vi cuándo podían entrar otras personas. Pero a medida que se va armando la historia es cuando uno se da cuenta de cómo pueden entrar en escena.Hay que hacer el esfuerzo por meterse en la piel de esa gente, y si bien luego algo de inspiración debe venir, es necesario alimentarla con información.
Después de tantos años, de tantas charlas y tanta investigación, ¿qué vínculo lo une ahora con Charlotte?
Lo voy a decir en los términos que ella ha usado, y que me han honrado: que mi familia y yo somos como de su familia. De hecho, mi esposa y mis hijos también se acercaron porque siguieron mi trabajo y fueron mis primeros lectores.
A priori puede desalentar la idea de que es otra historia sobre el Holocausto. ¿Qué cree que tiene su novela en particular?
Pienso que la respuesta está muy bien sintetizada en el comentario de Marcos Aguinis. Cuando le llevé el libro eran un montón de páginas en computadora y todavía no tenía título. Él fue muy amable, lo leyó, me hizo comentarios muy buenos, y me dijo que se le ocurría una frase que yo podía usar como quisiera. Me puso: “Obra conmovedora, llena de luz”. Y creo que el “llena de luz” es un elemento esencial de este relato. Esta es la historia del amor enfrentado al odio, y de cómo ese amor mueve a una familia, y el amor a la libertad mueve a Domingo, y el amor a los padres mueve a Alter, por ejemplo. Esa es la parte luminosa, y es la que finalmente prevalece.
CHARLOTTE DE GRÜNBERG, LA NIÑA DEL TREN
“Soy sencialmente una persona que necesita producir”
Charlotte de Grünberg es la niña del tren del libro de Ruperto Long, una de los cuatro protagonistas del relato que lleva al lector a los años de la II Guerra Mundial. Su odisea —como la de muchos otros— no terminó con la guerra, sino que siguió en las décadas siguientes —también como otros— fuera de Europa. Charlotte vino a Uruguay y aquí construyó otra vida.
Cuando Ruperto Long le propuso contar su historia al principio no quiso...
En realidad no. Me abrí un poco más a la idea hace unos 10 años, cuando Ilan Halimi, un joven francés, judío, vendedor de una tienda de celulares en París, fue engañado por una chica, secuestrado, y torturado por ocho días hasta morir. Eso para mí fue como el rol que le atribuyen a los canarios en las minas (anuncian el peligro), y pensé que algo grave vendría con el antisemitismo en Francia. Y así fue. A partir de entonces tomé conciencia de que lo que yo creía que se había reducido al mínimo, era una fantasía. Eso me hizo más propicia a que si alguien insistía lo suficiente, aceptaría.
¿Y qué piensa de la situación actual del judaísmo en el mundo?
Que escondido detrás del antisionismo se esconde toda la basura que se pasea por la cabeza de mucha gente y es muy poco lo que individualmente se puede hacer. Colectivamente tampoco es fácil. Después del 45, uno podía pensar que algo suficientemente dramático había pasado para que pudiéramos esperar un mundo mejor. Pero eso no pasó por más que existan leyes de derechos humanos. Fijate los botes, hoy, que se hunden con gente adentro. Yo cuento en el libro lo que nos hicieron unos “pasadores”. Nunca hubiera pensado que esa palabra iba a sobrevivir a la II Guerra Mundial, y ahora es parte del léxico corriente.
¿Y cómo fue su vida después de la guerra? El libro termina en 1945.
En Bélgica mi padre empezó de vuelta en su profesión, en el sector textil, y pronto se recuperó. De todos modos, al volver a Bélgica fue muy difícil. No desde el punto de vista económico, pero de alguna manera nos reprochaban estar vivos. Y eso es muy duro, y es algo que personalmente no asimilé aún hoy.
En 1949 o 50, mi padre decidió venir a Uruguay a ver a sus cuatro hermanos y a sus padres que en los años 20 habían dejado Polonia para venir aquí. No fue para vivir mejor económicamente, pero en Polonia no les gustaban cosas como el “Numerus clausus” (una ley que limitaba la cantidad de judíos en las universidades), por ejemplo. Entonces vinieron a Uruguay y muy pronto abrieron una fábrica textil.
Mi padre, en cambio, fue a Bélgica, a los alrededores de Lieja, y siguió con la profesión. Cuando vino de visita a Uruguay, mi padre se quedó un mes y volvió a Bélgica. Pero a la larga lo terminaron convenciendo de que fuéramos todos. Eso hicimos en 1952, cuando vinimos a conocer a esos abuelos, tíos y primos que no habíamos visto nunca.Cuando llegamos, la suerte quiso que yo conociera a José (Grünberg, pediatra y nefrólogo), mi marido, inmediatamente. Un primo me llevó a un baile de una organización de universitarios judíos, Kadima, y allí lo conocí. A los pocos meses mis padres querían volver a Bélgica, pero cuando vieron que yo tenía una relación firme, no quisieron ser un obstáculo. Entonces mi padre vendió todo en Bélgica y nos quedamos.
Aquí empecé a hacer profesorados de francés e inglés. Deseaba liberarme económicamente de mis padres y me presenté a un trabajo en una empresa que importaba autos de Alemania Oriental y productos de China Popular. Entre tanto terminé mis profesorados, y fui a París a especializarme en la enseñanza audiovisual de segundas lenguas. Fueron años muy productivos, porque yo soy esencialmente una persona que necesita producir. Y no hablo de dinero, sino de ideas, de cambios, de emprendedurismo avant la date.
Después de eso, por mi expertise en el manejo de audiovisuales, me llamaron de una pequeña organización, que no conocía, llamada ORT. Tenían un laboratorio para la enseñanza de segundas lenguas pero no había funcionado, y me pidieron que analizara esa situación. Estudié el caso e hice un informe, que finalmente enviaron a Francia para que lo evaluaran.
En el ínterin entré al Hospital de Clínicas, en el Departamento de Lenguaje con los doctores Mendilaharsu (Carlos y Sélika Acevedo de Mendilaharsu), dos neurólogos. Yo tenía un oído muy especial para detectar las más mínimas disimilitudes entre una palabra dicha por una persona o por otra, y ellos pensaban que eso podía ayudarlos a diagnosticar problemas en el habla de los niños. Trabajé con ellos voluntariamente durante tres años, hasta que finalmente llegó el resultado de aquel informe que había ido a Francia. Un día me llamó un señor para decirme que le había gustado el trabajo y así empezó mi contacto con ORT. Mientras iba al Clínicas venía a ORT y puse en marcha un departamento de lenguas. No tenían alumnos y yo junté 100 en un año para enseñarles un segundo idioma. Desde ese momento tuve que dedicar todo mi tiempo a transformar eso en el proyecto que ya tenía en la cabeza.
De eso pasaron 38 años. Soy directora general (ahora no se ocupa de los contenidos académicos, pero sigue haciendo proyectos, sobre todo desde el Departamento de Estudios Judaicos de la ORT), pero en la red de ORT mundial estuve en las comisiones más importantes de la organización y en los 90 estuve en la coordinación general de América Latina —a la que solo renuncié porque no podía aguantar tantos viajes por la región. Recorrí todo EEUU dando conferencias; también me ofrecieron ser directora general para Asia, sobre todo para ocuparme de la mujer, pero no quise. Tenía familia (tiene un hijo, Jorge Grünberg, actual rector de la ORT), no quería eso para mi vida. Viajaba mucho, pero instalarme, por ejemplo, un mes en la India, no era algo que quisiera para mi vida. Por la misma razón rechacé integrar la terna de director general de World ORT. Porque yo había encontrado acá mi razón de ser.
Cuando entré acá había 150 alumnos y yo tomé esto como un cuaderno abierto para empezar. Me puse a trabajar, me remangué y estuve años, hasta llegar al proyecto universitario.
¿Y qué pasó con su familia mientras tanto?
Mi hermano se adaptó rápidamente, tuvo sus hijos y se dedicó al negocio inmobiliario. Mi mamá murió joven, a los pocos años de haber venido. No se repuso nunca de perder a parte de su familia. Su corazón no quiso más y murió de tristeza. Papá vivió unos 15 años más, tenía otro carácter. Mi madre venía de una familia muy religiosa, y del lado de mi padre eran muy seculares. De alguna manera debe haber tenido la sensación permanente de que ella le estaba fallando a sus padres. Pero al mismo tiempo era una mujer con mucho temple. Mi hermano y yo les debemos mucho a nuestros padres de haber sobrevivido.
Después de tanto silencio, ¿qué impacto tuvo la exposición a partir del libro, que ya agotó la primera edición?
Tengo una carpeta llena de cosas que me ha mandado la gente, me llaman por teléfono, me paran por las escaleras. Es impresionante. No lo esperaba.