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Viaje al sector
menos explorado de los Estados Unidos: el de la pobreza blanca y
rural. Cómo es la vida en un trailer park de Pennsylvania, estado
clave en las elecciones de este 8 de noviembre. Frustración, empleo
mal pago, pérdida de poder adquisitivo y simpatía por Donald Trump.
Vivir en un trailer park acarrea un estigma que sus habitantes conocen, odian y sienten de manera epitelial. Les dicen trailer park trash (basura). En un país donde se cree que ser pobre es el resultado de malas decisiones personales o de idiotez, y no de un conjunto de razones sistémicas, estas comunidades móviles (su nombre políticamente correcto) parecerían juntar la sal de la tierra. Hoy, unos 20 millones de estadounidenses viven en sitios así, barrios que adquieren fácilmente un aspecto abandonado por sus unidades raídas, rodeadas de cachivaches viejos. El estereotipo de su morador es el que está tatuado, ha tenido algún problema con la ley, es alcohólico, drogadicto o le faltan dientes. El registro de la realidad es más complejo. Aquí también se esconde el otro lado del espejo de la nación eficiente: los que cobran sueldos bajos, trabajan todo el día con horarios arbitrarios, corren de empleo en empleo y acaso reciben ayuda pública para poder comer.
Por una larga calle que sube y baja unas colinas bucólicas, se llega a Windsor Acres. Está muy cerca de la fábrica de las míticas motos Harley Davidson. Los trailers parecen largos, pero están depositados en lotes chicos, en los que sobresalen caños que traen el agua corriente y se llevan los desechos cloacales. Un cortinado plástico, llamado skirting, oculta ese diálogo de tubos.
Maia vive en York, centro de Pennsylvania: lleva en sus uñas el apoyo al candidato Donald Trump.
“Este es un trailer park bastante malo. Aquí son todos raritos”, dice Mike Sherman (31). El personaje está efectivamente tatuado. Y si pudiera, andaría por ahí en calzones para mostrar cada uno de los dibujos que tiene incrustado en la piel, empezando por un águila en su pecho, símbolo de bravura y patria. “Todos le tienen miedo a Jesús, o transan drogas. Van a la iglesia o portan armas. Mezcla rara”, insiste. Se hubiera alistado en alguna de las fuerzas militares, pero no lo quisieron. Es un ex convicto que le rompió la mandíbula a otro por una pelea de drogas. Un sujeto inteligente, acaso impredecible. Y sin trabajo.
Llegué a Windsor Acres de la mano de Christina Kauffman, periodista y ex vecina de este trailer park. De chica, le daba vergüenza decir que vivía ahí y hacía que los padres de su compañeros la dejaran en una casita cercana si la traían en auto. Cuando tenía 12, a su madre se le detectó cáncer en el cerebro y, como sucede muchas veces en este país, enfermarse significa perder el trabajo (y hasta las reformas sanitarias de Barack Obama, el seguro médico también). Por lo tanto, acabaron en la pobreza. Al ingresar, me aconsejó que hablara sin arrogancia para no tener problemas.
Mal humor. Pennsylvania es clave en las elecciones del 8 de noviembre. Por el complicado sistema electoral, hay pocos lugares en los Estados Unidos que mueven el amperímetro a la hora de votar, y éste es uno. Si Donald Trump ganara quí, por ejemplo, podría alzarse con el triunfo nacional. La sociología del mapa electoral dice, además, que el protagonista del reality show El aprendiz, arrasa entre los blancos y menos educados, como la gente de estas “villas”.
Aunque esto no es un sondeo riguroso, encontré muchos partidarios de Trump entre personas de clase media. Por ejemplo, a una mujer llamada Maya, que estaba en un club de veteranos de guerra, acaso el lugar más desolado del mundo: un edificio derruido, con ventanas tapiadas para que no entre la luz en el bar. Adentro, había una tipa clavada frente a una máquina tragamonedas y un velorio. Y gente con la mirada perdida ante a un vaso de cerveza a las 3 de la tarde. Un pequeño cartel prohibía la presencia de armas. Maya iba al velorio. Pero no tenía pudor de exhibir el nombre del candidato esculpido en cada una de las uñas: una letra por dedo.“Quiero que él acabe con Isis en ese país”, dijo. ¿En dónde?, le pregunté. “No sé, por allá”, replicó.
Pero más allá de Isis (el grupo terrorista que domina grandes territorios en Siria e Irak), hay muchos temas que están poniendo de mal humor a un país que se caracterizó durante mucho tiempo por un optimismo vital. Entre ellos, la inseguridad laboral, el deterioro del salario, la falta de creación de empleo de calidad (como el que ofrecían las automotrices), el desplazamiento de industrias por la globalización y la robotización de las líneas de producción, así como la brecha enorme en la distribución del ingreso. En los Estados Unidos, menos del 1 por ciento de la población concentra casi toda la riqueza. De todos los países desarrollados, éste es el de mayor desigualdad. En una zona suburbana, el último eslabón de la inequidad es un trailer park. En una ciudad, un gueto, generalmente destruido.
La pobreza norteamericana no debería compararse a la de ningún otro lado. En Argentina, sería difícil incluir en esta categoría económica y social a gente que tiene una cuatro por cuatro. Pero ante la ausencia de un sistema de transporte público, que sólo tienen contadas ciudades, no ser dueño de un medio de locomoción te lleva directamente a la indigencia. La falta de movilidad colectiva es una trampa que ata a los pobres a gastos que les cuesta asumir. Repartirse entre varios trabajos en un espacio geográfico disperso implica trasladarse interminablemente y una forma paradójica de tortura del american way of life (el modo de vida americano).
Mike vive en el trailer park de Windsor Acres. Ex convicto, no puede votar y tiene una mirada desencantada de la política.
“Puedo tener un auto, pero no puedo tener una casa”, cuenta en Windsor Acres David Cahoon, camionero, cuando admiro su camioneta Toyota. Comprar una casa es la decisión más importante que los norteamericanos toman en la vida, y él ni siquiera tuvo la chance de poder pensarla. En los 30 años que lleva cruzando de punta a punta este enorme país, sólo ha conseguido una cosa: ganar menos. El tipo jamás votó y no lo piensa hacer ahora porque se siente excluido del sistema. El discurso de las elites ni lo tocan. Cuando le pregunto por sus opiniones políticas, responde con un menjunje de confabulaciones. Cree que en 100 años habrá un gobierno universal, con una especie de Alejandro Magno a la cabeza.
“Los salarios del trabajador medio eran en 2013 apenas 5 por ciento que en 1979”, sostiene el Labor Center de la Universidad de Berkeley. Para David esto no es una estadística. Es la historia de su vida. Hoy es más pobre que antes.
El ciclo económico que siguió a la última recesión se caracterizó por la creación de empleos de medio tiempo, así que hay prácticamente toda una generación que no sabe lo que es trabajar en un sólo lugar todo el día. Y un exponente del fenómeno es Heather, la mujer de Mike. Un corazón sobre su hombro, exacto al que tiene tatuado él, identifica el lazo de amor (¿indisoluble?) entre ambos. Ella se encarga de la línea de cajas en un negocio que pertenece a la mayor cadena de comercialización del país (por razones legales, no se lo puede nombrar: podría poner en riesgo su empleo). Aunque gana por encima del salario mínimo (que en Pennsylvania es de 7,25 dólares la hora), nunca sabe en qué turno tiene que trabajar. “Puede ser a las 2 de la tarde o a las 3 de la mañana”, indica, pero sin queja. “Te ponen cuando les conviene a ellos”. Jamás suma más de 32 horas semanales. Sólo los empleados antiguos pueden trabajar más de 40. Y revela otro dato que suele ocultarse sobre la economía: que el gobierno les da ayuda alimentaria a muchos de sus compañeros, lo que termina siendo un subsidio a empresas como la suya, que es un emporio.
York hoy no está afectada particularmente por una mala racha económica, pero ha sufrido las mismas transformaciones profundas que contribuyen a generar el clima de frustración que tiene también el resto de los Estados Unidos. Una de las cosas que marcó a esta región fue una larga huelga en la planta de Caterpillar, que fabrica maquinaria para la construcción. Peleaban por mejores condiciones de trabajo y terminaron en la calle: la empresa cerró las puertas y adiós conflicto. Esto debe haber sido una lección y advertencia para los operarios de Harley Davidson, que queda muy cerca. El sindicato se vio forzado a aceptar un contrato que recortaba la fuerza laboral a la mitad, reducía salarios y vacaciones, bajo la amenaza de que la fábrica se mudaría a Kentucky. Era eso o nada. Optaron por aceptar lo que se le proponía, con una cláusula adicional: no poder volver a hacer una medida de fuerza. Perdieron ese derecho .
Acto a favor de Trump en Pennsylvania, un estado clave porque oscila en sus preferencias políticas.
En Windsor Acres, Tina (50) nos cuenta su propia historia de decepción laboral. Estuvo 19 años en una fábrica de galletitas, en la que la hacían trabajar los siete días corridos de la semana, sacrificando la relación con sus hijos. Un día, le pidieron entrenar a una chica más joven en su puesto. Cuando estuvo lista, Tina fue despedida. “Querían una persona con título universitario y yo no lo tenía”, recuerda en el porche de su casa. Es una plataforma elevada, a la que se accede por una escalera de cemento, que nada tiene que ver con el resto de la propiedad, que es de madera y material sintético. Desde allí, se ve el resto del trailer park, con todas casas ubicadas sobre el pasto verde, una al lado de la otra, con un toque algo sórdido. Tina es una mujer solidaria y muy religiosa. A poco de haberse quedado sin trabajo (“sentí que no valía nada, preguntándome qué habré hecho mal”, dice), recibió en su hogar a su nieto número 9: Lyrick.
Lyrick es un niño menudo y charlatán. Su papá, que es el hijo de Rick, el marido de Tina, le partió el brazo cuando tenía apenas siete semanas de vida. Era un bebé diminuto, una cosita frágil, toda vendada. Al poco tiempo, empezó a llorar como loco y a mover descontroladamente la cabeza: tenía síndrome de abstinencia a la heroína. Sacarlo adelante fue un ejercicio de amor y paciencia, que ella ha podido sostener gracias a que encontró otro trabajo, en el que —obviamente— le pagan menos que en la fábrica de galletitas. Es en un centro de distribución de una cadena de cafeterías que está de moda en todo el mundo. Su turno empieza a las 10:30 de la noche y termina a las 7 de la mañana. Ella realiza los inventarios de los productos que se despachan —incluso— a Buenos Aires. Tina es el rostro que está detrás de el codiciado vaso de cartón con café. Ella y este trailer park.
Resentimiento. Muchos de los que aún trabajan en la fábrica de Harley Davidson van a comer a Qdoba. El restaurante se publicita como un “mexican grill”. Hay nachos, frijoles, guacamole para comprobarlo, aunque el resto es una invención norteamericana sobre una fantasía de lo que es México. Un tipo grandote y amable está al frente de la caja. Usa una remera verde con el logo de la empresa. Imagino que le hubiera sido difícil vender su producto de no haber habido una ola de gente que vino corriendo desde el otro lado del río Grande trayendo su nostalgia y su comida. El hombre en cuestión –digámosle Joe– es, sin embargo, partidario de Trump. ¿Qué le parece la idea del muro entre México y Estados Unidos?, pregunto ante la evidente contradicción. “Primero tenemos que cuidarnos a nosotros mismos”, dice. Un prejuicio cifrado.
“Es imposible entender el nivel de enojo o de ansiedad entre muchos blancos del electorado norteamericano sin comprender que además del estrés económico, ellos están lidiando con cambios culturales y demográficos sin precedentes. Cuando Barack Obama fue elegido por primera vez en 2008, el país era en un 54 por ciento blanco y cristiano. Hoy, ese número es del 45 por ciento. La ascendencia de Donald Trump ha vuelto esta elección en un referendo sobre la decadencia del país blanco y cristiano como fuerza dominante. La promesa de Trump de que el país vuelva a ser grandioso (“Make America great again”) tiene un poder particular para muchos norteamericanos blancos cristianos, que sienten que están bajando el telón de una era en el que habían sido sus protagonistas”, me dice Robert P. Jones, autor del libro The End of White Christian America.
Trumplandia. Viaje a un barrio pobre, blanco y rural de Pennsylvania.
La bandera confederada, que representó a los estados esclavistas del Sur durante la guerra de secesión (1861-1865), decoran ventanas de Windsor Acres. Ese es el resentimiento que Trump recoge. Pero no todos en el trailer park lo tienen. Mike se ríe del candidato. “ Es un hijo de puta con peluca”.
Mike es un arquetipo del sujeto libertario, a quien no le importa nada. Sueña con escaparse (no sabe a dónde) y cuenta que de chico solía agarrarse a trompadas con su padre. Es increíble cómo la gente revela sus desgracias a esta extraña que les habla con acento.Pero en otro trailer park, Restless Oaks Village, Enga me vomita con ansiedad su biografía: un día, su pareja apareció con los ojos amarillos. Era la señal de la cirrosis de un alcohólico secreto. Tomaba vodka a toda hora y ella no se había dado cuenta. Murió a los 44. Esa historia es parte de una estadística brutal: la expectativa de vida de los blancos entre 22 y 56 años se acortó, entre 1999 y 2014, un fenómeno único enel mundo industrializado. Una parte se debe a suicidios, drogas y alcohol. Y la otra, a enfermedades como la diabetes. Pero, para los pobres, tratar de curarse es una cuesta demasiado escarpada, que conduce al precipicio.