Escribe Juan José Pereyra Twitter @juano500
El mismo día que se instalaba hace
treinta años el Parlamento democrático luego de once años de
dictadura, irónicamente,moría Maneco Flores Mora uno de los más
temidos intelectuales para los que se alzaron contra la democracia.
El poder de Maneco era la palabra,
fundamentalmente la escrita, a través de las contratapas que
escribía cada viernes en el semanario Jaque, que fundó su hijo
Manuel.
Vengo de una familia colorada y
batllista y pude conocerlo desde que tenía 14 años.Acompañaba a mi
padre, dirigente partidario en Rocha a los actos y a esas reuniones
posteriores en las que con el pretexto de una cena se hablaba de
todos los temas del país. Fui una especie de privilegiado testigo de
aquella época en la que conocí también a señores de la política
como Amilcar Vasconcellos,Alberto Abdala y un muy joven debutante
diputado,el luego dos veces presidente Julio María Sanguinetti.
Maneco fue siempre parte del ala de
izquierda del Partido Colorado Batllista, fue diputado, senador, ministro, escritor, periodista de Marcha,un luchador que las
circunstancias le fueron dejando con no muchos votos pero con su
autoridad moral intacta.
Recurro a un artículo publicado por su
amigo,el escritor Carlos Maggi para recordar el rol que jugó Maneco
en la vida de nuestro país.
En un trabajo escrito en 2010 titulado
:Maneco, la guerra ha
terminado, Carlos Maggi escribe:
“Cada tanto tiempo, conviene repetir la frase de Vaz Ferreira: Los hombres de pensamiento son también hombres de acción, solo que de mucha más acción.
Mi manera de entender el mundo me lleva al recuerdo emocional de una hazaña épica, que fue "más acción."
Hacia fines de 1984, Manuel Flores Mora se propuso ir contra el régimen de fuerza y dijo tales cosas de la dictadura, fue tan inteligente y avasallante, estaba tan bien preparado para esa lucha, escribió tan admirablemente, se arriesgó de tal modo, que el gobierno autoritario no pudo con él.
En buena medida, la dictadura se avergonzaba de sí misma; y resultó vencida por convencida.
El escritor ganó una guerra invisible. Semana a semana dio batallas que no sucedían en parte alguna, salvo en el fuero íntimo de sus adversarios.
Se diría que Maneco se había preparado durante toda la vida para ese final glorioso, en el cual gastó íntegramente el tiempo que le quedaba y sus dos virtudes: la valentía personal y el genio para producir literatura de la mejor.
Está presente en cada una de las líneas de sus textos, la urgencia, el jadeo de quien está apremiado por su propia brevedad. Escribía sin descanso y sin aflojadas, ansioso. Tal vez fue esa seriedad existencial la que impuso el respeto que tuvieron con él; y con ningún otro.
-"Cualquiera se da cuenta que estoy intentando escribir esta nota con los huesos. No para nadie, ni para mí siquiera, sino para lo que justifica que a veces pasemos por la tierra. Vallejo hablaba de hombres de huesos fidedignos.
El 9 de abril del año último (de la dictadura), un convencional de la CBI pidió la amnistía total en la Convención del Batllismo. Era un día que yo no tenía voz y no pensaba hablar. Lo hice para apoyar aquella idea. Digo: yo no soy dueño del fondo de mi alma. En el fondo de mi alma, algo no reposará en paz hasta que no haya salido a la calle el último preso político o como se le quiera decir.
Hace algunos días, cuando soltaron a Seregni, el país recibió por la boca de Seregni las más eficaces palabras de distensión y de paz. Las precisaba. La libertad de Massera no ha traído problemas al Uruguay. Al revés. Muchos presos han salido a la libertad. Cada uno de ellos, de algún modo, fue una herida que se cerraba, en todo o en parte.
No sé como decirlo, pero yo no estoy pidiendo por Sendic. Estoy pidiendo por las ánimas del purgatorio y por las ánimas del infierno. Por las del penal de Libertad y Punta Rieles y donde sea. Pido por la Amnistía porque la precisa la República, dueña de entrar sin rémoras en el futuro que reclama. Y claro que sí. También estoy pidiendo por Sendic.", escribe Carlos Maggi citando al escritor,intelectual y dirigente.
Ganó la partida, Maneco; y murió, precisamente, el 15 de febrero de 1985, el día en el cual se instalaron las nuevas Cámaras, en un país nuevo, otra vez democrático; cuando Manuel Flores Silva, su hijo, pasó a integrar el senado de la República. Misión cumplida.
En la madrugada del velorio de Maneco, sus hijos y yo hablamos con el jefe militar, a propósito de los homenajes que el ejército debía tributar a Manuel Flores Mora, en el acto de su sepelio.
Pude percibir en cada una de las palabras y en cada una de las inflexiones de la voz de ese hombre, una consideración que no era fingida y pensé: en esta actitud está presente la prédica que mi amigo impuso”. Hasta acá, el fragmento que seleccioné de lo escrito por Carlos Maggi.
La vida de Manuel Flores Mora, como la de muchos otros grandes referentes, debe ser
recordada, traída una y otra vez a la memoria de los uruguayos.
Maneco es una de esas personalidades enormes de quienes debemos seguir
aprendiendo, más aún en tiempos de desvalorización de la vida política.
Elijo entre las muchas
Contratapas, la que escribió el 8 de febrero de 1985 al fallecer su amigo “del alma”, el
escritor comunista Mario arregui, por esas cosas de la vida,mi tío,
porque estuvo casado con la escritora Gladys Castelvechi.Los hijos de
Mario son mis primos.
Esta contratapa fue la última.Maneco murió siete días después que su amigo.
Orgullo
y alegría
Ante
la vida de Mario Arregui
Fue el
título de aquella legendaria contratapa que escribió Maneco. El
título de este artículo es Orgullo
y alegría ante la vida
de Manuel Flores Mora
porque quiero mantener el espíritu con el que él se refirió a su
amigo.
Hablamos
hoy de la vida de Maneco.De la vida, siempre.Un canto a la amistad y la tolerancia política tan necesitada en te tiempo que nos toca vivir.
Esta
es la columna de Manuel Flores Mora ante la muerte-vida de Mario
Arregui.
Hace
ahora siete días, cuando "JAQUE" entraba en la prensa se
murió Mario Arregui. Por más de cuarenta años -que empiezan en las
mesitas y sillones esterillados del viejo Café Metro- mantuve con él
una amistad de hermanos. (Lo consigno para que nadie equivoque el
sentido de estos recuerdos que quiero depositar junto a su sombra, y
que es preciso hilvanar en un lenguaje sin lágrimas, para que lo
mortuorio o lo lloroso no empañen el debido homenaje a la
personalidad tan pura como extraña que fue Arregui. Borges observaba
que el gran Quevedo no se permitió en su vida una concesión al
sentimentalismo. Hablemos así de Mario, entre otras por una causa
muy simple: es el único modo como podríamos hablar de él).
Hay una
anécdota marxista-leninista de Arregui que yo solía contar delante
de Arregui y que sirve para empezar por una punta cualquiera su
retrato. Durante años aparecía en su conversación la cita de
uruguayos, naturalmente comunistas, que él adoraba pero que yo no
conocía ni de nombre. Arregui me describía con entusiasmo sus
virtudes; "gran amigo, tipo extraordinario, marxista-leninista.
. ." Seis meses, dos años, una década después, hablaba de
dos, de tres, de veinte personajes parecidos con descripciones
sicológicas encomiásticas siempre terminadas igual:
"extraordinario, gran amigo, tipo culto, marxista-leninista".
Un día,
empieza a hablarme de alguien con afecto y entusiasmo. Como la
referencia política no llegaba, lo interrumpo a mi vez:
-¿
Marxista-leninista?
Veo
todavía los ojos de Mario alzarse con asombro.
-¿Cómo
sabés?
¡Bendito
Mario! Muchas veces conté el cuento delante de él a interlocutores
que se reían, sin que jamás el semblante impasible de Mario
-superficie de un agua muy honda en cuyo barro de fondo se estremecía
una humanidad sin resentimientos-, perdiese la placidez ni admitiese
tampoco, lo que hubiera sido mucho, la veracidad de mi burla.
En el
fondo, el marxismo-leninismo de ese amigo Mario cuyo nombre no
recuerdo era para mí fundamental. Había una hebra de temor en mí
sobre que no fuese yo, dentro de su corazón, la única debilidad no
contaminada por Marx o por Lenin, ni además lavandera, mozo de café
o peón rural de Flores, en el alma de Mario.)
Durante
años de campañas políticas, cuando faltaban uno o dos meses para
las elecciones, caía yo por las mías a aquel Porongos natal de
Mario, culo del mundo según decía mi padre, donde nació mi raza
Flores. A partir de la muerte de Luis Batlle fui a buscar votos para
listas improvisadas con amigos de pocos recursos que me apoyaban,
según suele pasar, a última hora. El primero que aparecía a mi
lado era Mario, impasible: "Che, ese equipo de amplificación de
tus amigos, acopla. Es una mierda. Ya te hice instalar el del Partido
en la plaza". Se refería claro al Partido Comunista. Al rato
estaba yo clamando los verbos de Batlle por equipos comprados para
Stalin o Kruschov, mientras de los ojos de mis correligionarios
colorados huían juntos preguntas y reproches ante aquel contubernio
no explicado. Así como cada elección mi voz estaba más cascada,
así el micrófono resultaba cada vez más espléndido. No negué,
como Pedro, tres ni una ni ninguna vez mi amistad con Mario Arregui
ni nunca sentí por esa amistad, ante mis simples y extrañados
colorados en alpargatas de Porongos, "respeto humano" por
esa, para ellos no muy cristalina, fraternidad bolche-batllista de
dos fanáticos, como a los ojos de todos, ambos éramos. ("Respeto
humano" llaman los católicos a ese pudor por la fe que siente
ante aquéllos que no la comparten. Sólo que los católicos se
refieren a la fe y la fe, con serlo todo, es menos que la amistad: La
fe no es retribuíble; la amistad, sí.)
Vida y
vida
Obviamente
yo no estoy escribiendo de la muerte de Mario (¿cómo hacerlo?)
Estoy escribiendo de su vida.
Mario
era absolutamente el ser humano más cercano de la perfección en
algunos órdenes que yo haya conocido. Desde mi punto de vista
batllista era un comunista fanático; yo, sin duda, un carcamán para
él. Todo eso terminaba sin embargo en la frontera de la política.
Después empezaba el reino verdadero de la literatura, donde sólo la
literatura manda. Mario debió ser el más viejo e intenso admirador
de Jorge Luis Borges en el Uruguay. No es inoportuno citar a su
propósito aquel "Vida y muerte le han faltado a mi vida"
con que Borges confiesa sus vacíos en el prólogo de "Discusión",
de 1932.
En la
vida de Mario no faltaron ni vida ni muerte, aunque no hablará ahora
aquí del injusto y tristísimo final del menor de sus hijos. Cuando
Mario ponderaba a un escritor, o lo negaba, erraba y acertaba como
cualquiera. Acertaba más. Erraba, por ejemplo, con Proust, de quien
me dijo un día, indignado, que era un "acomplejado trepador",
"estudioso de mundos para a ellos ingresar". Lo digo para
ilustrar su ingenua capacidad de equivocarse pero asimismo su
dirigirse directo hacia la humana naturaleza del escritor, fuese
quien fuese, que hubiere detrás de los libros y dentro de aquella,
la parte que en los libros aparecía.
Su
relación con la literatura era así la de más justa y personal
autenticidad que en nadie he visto. Pero, como en el resto de su vida
la viril autenticidad, estaba ésta despojada de toda defensa:
directa hasta lo candoroso, expresada hasta la brutalidad y olímpica
porque salía de la condición moral más desasida de egolatría
ensuciadora. De Mario cabe decir que sólo tuvo, si tuvo, los
defectos que no advirtió. Su condición moral era en él la base de
todo y lo único, además del amor y del arte, que le otorgaba
sentido. Fue el hombre bobo a quien le escuché las cosas más
geniales. No era un genio. Pero como decía Vaz Ferreira, "el
genio le amagaba". Fue así el genio al que le escuché las
mayores ingenuidades. Nacido para despreciar todas las formas de lo
adquisitivo, escribía por una sola razón: le gustaba. Podía de
este modo escribir, sin plagiar, cosas que le habían gustado al
leerlas escritas ya por otros.
Le
encantaron los cuentos de caballos de Horacio Quiroga. Los escribió
a su vez. Formalmente parecen robados, "Los saqué de Horacio
Quiroga" decía. Sólo que los caballos eran de Mario. (Eran
otros caballos).
Esto
era asimismo el secreto. Mario escribía porque había vivido. Sus
prostitutas son en su obra porque frecuentó de joven "La
espuma" de Flores[1]. Cosas que no había vivido pero que eran
vida -seres, casos- a los que había asistido. Sus pobres mujeres de
orilla, sus chiquilines, sus peones del campo, tenía que escribirlos
como otros ante paisajes que los conmueven a sacar fotografías.
Sólo, me consta, fue cruel a propósito de sus obras y con ellas.
(Daniel
Gil me comunica esta anécdota brillante. Mario había escrito "Las
cuevas de Nápoles", cuento que corresponde a "La escoba de
la bruja". Entusiasmado con el cuento Daniel Gil hizo un estudio
para la sección Psicoanálisis Aplicado de la revista "Programa"
(*).
Mario
naturalmente, sensible a todo ello, telefonea a Daniel.
Lo que
dice escapa a toda previsión:
-Leí
tu comentario, che, pero el cuento es malo. Bueno: tu comentario no
sé si está bien o está mal. De eso no entiendo. Pero además no me
importa.
Escritas
para gente que no conoció a Mario estas palabras parecen grosería.
Ocurre que no eran dirigidas a Daniel. Eran comentarios en voz alta
que Mario hacía para sí mismo. Intercalando pausas, poniendo tono
dubitativo y derivándolos enseguida hacia la firmeza de posibles
conclusiones. Últimamente le había dado por decir que en todo lo
que él, Arregui, había escrito, "bueno sólo había tres
cuentos". "En realidad, bueno uno solo", otro sobre el
que decía no sé qué y un tercero "que arrimaba"[2]
Cuando
murió Román, Mario lloró por años. Hijo al que perdió todavía
niño, entre las llamas, me decía: "
¿Te
das cuenta? Se le negaron los derechos primeros de todo hombre: la
noche de bodas, engendrar un hijo, asistir al entierro del propio
padre".
Es
terriblemente difícil escribir sobre Mario. Al hacerlo uno parece
revivirlo dentro de uno; al mismo tiempo, comprende que quien no lo
conoció está imaginando un ser distinto, un hombre diferente a éste
que fue decencia pura, severo de la propia vida, tanto o más de lo
que fuera de la propia obra literaria. La paz consigo mismo, hecha de
su inocencia respecto de culpas que parecen en otros identificadas
con la condición humana, está por ejemplo instalada en esa
respuesta sobrecogedora que entrega a Martín Arregui, otro de sus
hijos. Martín se resistía a que Mario permaneciese semanas en la
absoluta soledad del campo, solo entre las paredes de aquella
estancia que, como todo él, desde los pensamientos a la ropa, estaba
hecha de despojada severidad, de rechazo de todo lo superfluo.
Viejo
¡no podés vivir así, días completamente solo!
-Tengo
espejos.
Espejos
y vivos fantasmas interiores cuya independencia toleró y cuya verdad
humana respetó desde un extremo a otro de la vida.
Tal el
caso de Líber Falco, cuyo semblante describió magistralmente
diciendo que tenía cara de "gárgola buena". Tal el caso
de Malraux o Neruda, para Buñuel algunos de sus autores favoritos.
Tal el de Luis Buñuel, cuyas memoria, "Mi último suspiro",
fue creo lo último que Mario leyó y que confesó a su otro hijo,
Alejandro, que era el libro que le hubiera gustado escribir, tan
bueno lo encontraba.
Colmillos
del perro
En el
año 77 lo llevaron las Conjuntas y durante meses pasó las de Caín.
Cayó así: estaban presos todos. Estaban presos, por ejemplo, Tola,
la mujer de Tola, los dos hijos de Tola. Un día Mario sale a la
calle, en Flores en la puerta de Onda, fuerte y para que lo escuche
todo el mundo, dice: "Hacen bien en aprovechar estos hijos de...
porque les queda poco". Un viejito que estaba cerca le dijo: "No
hable así". "Que no voy a hablar si son unos hijo de tal y
cual y si además les queda poco" (Les quedaban todavía años.
Tanto, que Mario ha cerrado los ojos para siempre una semana antes de
que se fueran). Tanto, que uno desearía para él aquel privilegio
con que Buñuel cierra su libro y que traduce la simplicidad pública
del póstumo deseo: Permiso para salir cada tanto del sepulcro,
comprar los diarios y, con ellos al brazo, retornar al "refugio
tranquilizador de la tumba". Mario merecería leer los diarios
de este viernes y los de las próximas semanas, siquiera sea para
compensar la historia de colmillazo en el cuartel.
El
viejito con quien discutió era un coronel retirado que se mandó
mudar. Al rato una patrulla detuvo a Arregui. Y otra después en San
José a Luis Pedrito. Cuando uno le preguntaba por la experiencia
padecida, Mario la contaba con la misma naturalidad con que pudiera
contar una anécdota de café o el argumento de una película. Como
quitándole importancia a todo pero sin alterar jamás, en la
dignidad de su hombría, la milésima parte de un detalle.
En uno
de los cuarteles donde estuvo había perros. Pedía para ir al baño,
y lo llevaban encapuchado, un soldado del brazo, otro con la correa,
tirante en la mano, a cuyo extremo un perro jadeante abría las
dentelladas a un centímetro del muslo.
También
había perro en los interrogatorios. Al interrogarlo le largaron los
perros. Parece que, como en el Tancredo de la corrida de toros, si te
quedás absolutamente quieto, la fiera nada te hace. Luis Pedrito se
mantuvo sin movimiento y sólo sintió terror y aliento húmedo
("Después se le reventó el corazón, nos dice Daniel, pero esa
es otra historia"). Mario no lo logró. Como prueba le quedó la
marca profunda y larga del colmillo del perro en el muslo.
Para
contarlo, Mario no se hacía problemas. Tampoco para probarlo. Con
mis ojos he visto cómo en mitad de una reunión, se ponía de pie y
delante de amigos y señoras se desprendía los pantalones y los
bajaba hasta abajo de la rodilla. Muchos en realidad no llegaban a
distinguir la cicatriz del colmillazo, distraídos por una
originalidad previa: Mario no usaba calzoncillos. En su lugar un
short parecido a un pantalón de fútbol, de una tela basta como lona
y un color azul apagado y añoso. ¡Mario!
La
tortura solo le arrancó puteadas. El submarino ("una tabla
¿sabés? como un sube y baja que metían una punta y tu cabeza
adentro del tacho") tampoco pudo con él. Contaba con algún
orgullo el final:
Sintió
una voz que decía: "Paren con ese viejo de mierda. Se les va a
quedar sin que le saquen nada".
Aquel
Mario tenía otras cosas de encanto. Al final de esta nota es como si
no 'hubiera empezado a hablar de él. He omitido referir la
encantadora amistad, hombre hacia hombre, que cultivó con sus hijos.
He omitido la delicadeza con que hablaba, casi como un novio, de su
preciosa y única hija Vanina. He omitido decir que en cuarenta y
cuatro años de amistad no tuve un solo encuentro con él en el que
no cumpliera su deber de ciudadano del mundo: enjaretarme argumentos
a favor de Marx o de Lenin. Jamás sin embargo, en cuarenta y cuatro
años, salió de su boca una sola palabra que pudiera molestarme o
romper la delicadeza del respeto sin el cual no concebía la relación
del hombre hacía el hombre. Hay gente que cree que ser fino consiste
en tener un BMW, en un traje atildado, en un modo construido de
hablar y sonreír. Lo contrario de eso, Mario era un viviente espejo
de una milenaria hidalguía de raza, de una antigua sangre
cantábrica, fundadora de milenios. De joven, la aplomada varonilidad
de su belleza, de su perfil alargado lo hacía parecer un personaje
del Greco.
Conservaba
orgullos inocentes. Hacer el amor, por ejemplo, como en ya idos días.
Se negaba a que su quebrantada salud con marcapaso le quitara también
otros placeres. En su última noche fuera del hospital cenó tres
platos de guiso y combinó los 15 cigarros del día con medio o un
litro de vino. Más lo que ustedes imaginan. ¡Mario!
A su
respecto he estado dos veces heroico. Las veces que lo visité en
Impasa no se me movió un músculo. Sólo después de salir de la
sala, fuera ya de su vista, lloré sin consuelo.
La
segunda vez es nota. Mira, lector, la casi liviandad con que está
escrita. Después de mi firma, sin embargo, viene mi libertad. Deja
que me vaya con mi dolor, con el recuerdo de Mario y con el llanto.
[1]
PROGRAMA Nº 1 Página 29. El estudio de Daniel está dedicado a
Mario en recuerdo de Luis Pedro Bonavita Espínola. Luis Pedrito,
amigo íntimo de ambos, también mío, primo de Daniel y ex socio de
Mario en cría de ganado lechero.
[2] De
esto se conserva prueba. Poco después de decírmelo en casa, vi que,
entre otros comentarios, lo había repetido en un tape que ahora hay
que salir a buscar y en cuya filmación intervino entre otros Diego
de Amézaga.
Manuel
Flores Mora
Parlamentario,
Periodista, Escritor, Historiador, Critico Literario
Tomo
III
Homenaje
de la Cámara de Representantes, mandado publicar por Resolución del
20 de febrero de 1985
Montevideo,
1986