montevideo.com.uy
Hace un par de días
la modorra montevideana se vio sacudida por un cartel pintado en tiza
por el dueño de un boliche de Pocitos que decía “No dogs or
Mexicans allowed”.
La frase, que en la
vida real era común de ver en Texas hasta entrados los 1960’s,
hacía alusión a la película “The Hateful Eight”, de Tarantino,
y para algunos -claramente no para todos- fue evidente desde el vamos
que era una broma entre cinéfilos. Yo confieso que a pesar de haber
visto la película no recordaba la frase, pero luego que me lo
dijeron encontré un gracioso paralelismo con el film, donde a cada
instante se va agregando un nuevo elemento, mientras todos van
matándose entre todos. Me gustó pensar en este tema, leí las
distintas opiniones con atención y creo que, a pesar de que la
discusión del cartel en sí parece agotada, no lo está la de los
temas de fondo, ya que en ella convergen distintos contextos que
siguen y seguirán vigentes por un tiempo y que la hacen muy rica. No
llegué a ninguna conclusión, y me gustaría seguir escuchando
argumentos sobre el asunto. Acá van algunos posibles contextos del
tema.
La literalidad Desde
hace un tiempo a esta parte leo enconadas quejas sobre el avance de
lo “políticamente correcto”, y el asunto me genera sensaciones
encontradas. En su primera novela, La Broma, ya en 1967, Milan
Kundera relata el drama de Ludvik cuya vida cae en desgracia por
hacer un chiste en un mundo que ha perdido el sentido del humor. En
efecto, Ludvik comete el pecado de escribir una esquela a su novia
con un chiste por demás liviano, pero ésta es interceptada por el
partido, y Ludvik, preso de la literalidad de su entorno, es
expulsado de todos los sistemas posibles y esto cambia su vida para
siempre, pasando de ser un estudiante prometedor a sucesivamente
perder su novia, su lugar en el partido, su capacidad de estudiar en
la universidad y terminar trabajando en las minas.
Kundera retoma el
tema en su último ensayo-novela “La fiesta de la insignificancia”,
sin el ímpetu de sus años mozos, pero con la sabiduría y maestría
que dan a algunos los años. En él aparece Stalin contando a sus
colaboradores íntimos la anécdota de cuando fue a cazar 24
perdices. Cuenta que mató 12, pero se quedó sin municiones,
entonces regresó 13km a buscar cartuchos y al volver mató las 12
restantes, que no se habían movido del lugar. Los funcionarios
estalinistas no dicen nada, pero luego se reúnen en el urinal y
comentan indignados la anécdota de Stalin despotricando con
desprecio e ira sobre la forma en que están siendo engañados.
Stalin los espía divertido por un agujero de la pared. Siempre que
hablan de corrección política pienso en esta anécdota y me
pregunto si, a veces, con la mejor intención, no se cae, y no cae
uno mismo también, en el comportamiento de los colaboradores del
Stalin de Kundera.
Esto no es sólo una
preocupación filosófica. La literalidad ya tiene consecuencias
tangibles. En el caso del norteamericano que puso el desgraciado
cartel en su café de Pocitos, esto le costó un cedulón de la
Intendencia y una avalancha de revisiones negativas a su local, que
pueden incidir económicamente en su futuro. No es el único caso. En
España, hace aproximadamente dos semanas, la Audiencia Nacional
Española condenó a un año de prisión a la tuitera Cassandra Vera,
por 13 tuits que escribió entre 2013 y 2016 ironizando sobre la
muerte del franquista Carrero Blanco en un atentado de la ETA. Es
probable que su delito sea finalmente excarcelable, pero sufrirá
también inhabilitación por 7 años lo que la lleve probablemente a
perder su beca y afecte su futuro como historiadora. ¿No es
desproporcionado el castigo por un par de chistes tomados demasiado
literalmente?
La burbuja La
literalidad no es el único factor en este enredo. Apenas hubo una
reacción al cartel de Pocitos, hubo una contra-reacción. “¡Es de
una película de Tarantino, estúpidos!”. Y a partir de allí hubo
una lapidación mutua entre quienes llamaban discriminadores a unos y
estúpidos a otros. Creo que este es un fenómeno que es cada vez más
frecuente. No el obvio de la lapidación, que también existe pero es
un tema aparte, sino el de la burbuja. ¿Realmente podemos llamar
estúpido a alguien por no saber que una frase es de una película de
Tarantino? ¿Cuántas personas pertenecen al círculo de los que
saben todas las líneas de Tarantino? El asunto no es que el dueño
del boliche sea cultor de Tarantino, el tema es que puso su cartel en
la calle. Y la calle puede no compartir su contexto. Cuando uno pone
un cartel en la calle, sin más, se expone a todo el universo, y no
puede pretender que todos sepan de tu contexto.
Esto no pasa sólo
en este tema, es muy frecuente entre nuestros políticos y
generadores de opinión. Emiten muchas veces comentarios que afectan
sólo a una pequeña burbuja y creen que representan a un universo, o
que el universo debe compartir sus particulares códigos. Frases del
estilo “todo el mundo me dice” son muy frecuentes, cuando “todo
el mundo” a veces se refiere a un pequeñísimo entorno para nada
representativo del colectivo. Sobre la base de este sesgado
representante de “todo el mundo” se hacen análisis sociológicos,
politológicos, económicos. Y a veces marran groseramente sus
análisis porque su selección de “universo” se refiere sólo a
esta pequeña burbuja. ¿Puede uno indignarse porque el resto de la
gente no comparte su contexto?
De quién nos reímos
y de quién nos podemos reír Más allá de la burbuja, que lleva a
suponer que todos están advertidos de lo que es un código de pocos,
hay un importante tema de fondo: ¿es cierto que nos podemos reír de
todo? Creo que en lo privado sí, en teoría no hay límites para el
humor. Aunque en la práctica sí lo hay. El humor es sublimación, y
cuando no tenemos los elementos suficientes para ella, no nos podemos
reír. Los elementos pueden faltarnos por muchos factores, no es
necesariamente estupidez como soberbiamente afirman algunos, el dolor
puede ser uno de ellos.
En lo público, si
bien sí se pueden hacer chistes sobre lo que sea, se paga un costo
social por hacerlo. Sin embargo pasa algo semejante a lo que pasa en
privado. No siempre nos podemos reír de cualquier cosa, es por eso
que no oímos chistes sobre el Holocausto. Un tema que hay aquí, me
parece, es que estamos en un momento donde está cambiando el costo
social de los chistes. Por ejemplo, hasta hace poco era gratis hacer
chistes sobre homosexuales, incluso se recibía aprobación social.
Ahora ya no lo es. ¿Es bueno? ¿Es malo? Hay gente que lo vive como
un retroceso, y otra que lo vive como un avance. A mí personalmente
me parece un avance que hacer ciertos chistes tenga un cierto costo
social. No quiere decir que ya no se pueda hacer chistes, el universo
del humor es infinito, pero tendremos que elegir mejor los contextos
en que nuestros chistes son contados, o pagar el costo social de no
hacerlo. Si este costo es exagerado es otra pregunta que hay que
hacerse.
El costado del dolor
no es algo a minimizar tampoco, uno se ríe de algo cuando ya está
en condiciones de hacerlo, cuando es algo superado. Como decía Woody
Allen, “Comedia es tragedia más tiempo”. En el caso del cartel,
puede ser gracioso para un montevideano lejano al tema, o para
alguien que puede estar de vuelta de eso, pero no lo es para el
embajador de México quien dijo que elevaría una queja. Es que de
hecho esos carteles eran puestos en serio hace no más de 50 años
atrás. Y en Estados Unidos hay hasta el día de hoy, incluso de
parte de su propio presidente, manifestaciones anti-mexicanas. Está
claro que no fue esa la intención de quien puso el cartel, sino todo
lo contrario. Pero hay que saber que hay temas que son materia
sensible.
Uno resigna
libertades en pos de la convivencia, y dejar de hacer chistes que
pueden lastimar seriamente a otras personas o asumir que éstos
tienen un costo social, puede ser uno de ellas. Observo eso como una
tendencia en el mundo hoy, y no me parece que sea una tendencia
reversible.
La virtualidad y el
hacinamiento social Estos tres contextos se potencian con la
presencia de las redes. Las redes sociales llegaron a nuestras vidas
de repente y llegaron para quedarse, y con ellas se generó un gran
hacinamiento social. Nos olemos los pedos mentales entre todos. Eso
genera un roce permanente que hace saltar chispas y generar incendios
por las cosas más triviales. Como ocurre cuando vivimos muchos en un
pequeño espacio.
Hace pocos años
atrás, elegíamos el contexto en que veíamos y escuchábamos a
nuestros amigos, la información que recibíamos de ellos. Y cuando
nos cansábamos, volvíamos a casa, o cortábamos el teléfono. Hoy
para empezar, el concepto de amigo ha cambiado. Hay un estatus de
amigo virtual que es más que un contacto de agenda, pero menos que
un amigo de carne y hueso, y que es mucho más masivo, nuestros
amigos virtuales son muchísimos más.
Más generalmente,
está la virtualidad, que para mí es un nuevo estado de la mente,
así como está el inconsciente, está la virtualidad, que está en
un apartado de la consciencia. Hay amigos, realidades, espacios
virtuales, que sólo existen en la virtualidad, que tienen dinámica
propia. Y que por momento tienen una cierta analogía con los sueños,
toman elementos de la realidad, pero no son enteramente “reales”.
Este fenómeno del
cartel es para mí un fenómeno típico de la virtualidad, no habría
generado lo que generó sin ella. Están quienes linchan, quienes
linchan a los que linchan y así sucesivamente. Aparentemente nadie
deja de decir algo despreciativo sobre quien ha cometido el pecado de
no pensar como uno. Ninguno de los que curtimos los espacios
virtuales nos hemos salvado de hacer eso alguna vez. La virtualidad
es poderosa porque tiene simultáneamente la volatilidad de lo dicho
y la potencia de lo escrito.
La insignificancia
Finalmente, es probable que, como miles de veces en las redes hayamos
hecho un mundo de nada. En un par de días más no nos acordaremos
del bendito cartelito. Pero, como dice Kundera, “Respira, D’Ardelo,
amigo mío, respira esta insignificancia que nos rodea, es la clave
de la sabiduría, es la clave del buen humor”.