INDISCIPLINA PARTIDARIA
Esta historia puede contarse de muchas maneras.
Se puede hablar de un malón de marginales que, en venganza por la muerte de un delincuente del barrio, cuando intentaba cometer una rapiña, atacaron a balazos y a pedradas a la policía, asaltaron y quemaron un ómnibus, golpearon a un médico y a varios trabajadores que circulaban por la zona y usaron los contenedores de basura para hacer barricadas.
Así presentó los hechos la versión policial, de la que se hizo eco, para miedo y escándalo público, la mayor parte de los informativos y de los diarios
O se puede hablar, como lo hacen algunos residentes del barrio Marconi, de un menor de edad baleado y rematado en el piso por un policía, que luego le “plantó” un arma para justificar el ataque.
Con lo que el “malón” se transforma en un acto de indignación barrial colectiva que, en todo caso, se fue de madre.
Por muchas razones, la versión policial parece cada vez menos verosímil.
Porque la moto en que viajaba el supuesto delincuente menor de edad no era en realidad la moto denunciada como robada, y porque hay testigos que hablan de una ejecución a sangre fría, cuando la víctima estaba herida y tirada en el piso.
Si esa versión se confirmara, cabe imaginar además el oscuro entramado de relaciones que llevaron al ajuste de cuentas.
Desde luego, habrá muchas otras versiones de lo ocurrido:….. la de los pasajeros del ómnibus, el médico, los trabajadores de UTE, el chofer y el pasajero del taxi que fueron golpeados y robados, la de los dueños de los vehículos quemados, la de muchos vecinos del Marconi que nada tuvieron que ver con los hechos pero sufrirán las consecuencias (cierre de policlínica y escuela, suspensión de la línea de ómnibus), la de los delincuentes chicos, que aprovecharon la ocasión para robar, la de los delincuentes grandes, que la aprovecharon para consolidar y exhibir su poder sobre un territorio que consideran propio, la de los periodistas que trabajaron entre balazos y pedradas, y también la que quienes vieron (vimos) asombrados la noticia por televisión .
En estos días –para bien y para mal- se ha hablado y escrito mucho sobre estos asuntos. Hay, entre otros, dos excelentes artículos, uno de Gabriel Pereyra y otro de Marcelo Marchese, que recomiendo con entusiasmo (están en internet).
También un video emitido por el programa “Esta boca es mía”, en el que un vecino del Marconi da un testimonio terrible sobre la actuación de la policía en el barrio y en la muerte que dio origen al conflicto (está en mi muro de facebook).
Como se ha hablado y escrito tanto sobre el tema, puedo ahorrarles a los lectores de esta columna muchas consideraciones morales, emotivas y sociológicas. Puedo permitirme no reiterar que las condiciones de vida en el Marconi son una vergüenza, que la policía muestra allí su peor cara, y que, en el fondo, todos somos un poco responsables de que eso ocurra.
Prefiero concentrarme en otra cosa.
Objetivamente, con independencia de quién tenga la culpa (esa noción tan cristiana y a menudo tan inútil), lo ocurrido en el Marconi confirma la existencia de un quiebre cultural en la sociedad uruguaya.
Al decir “quiebre cultural” quiero aludir a algo que implica una fractura social, pero que va bastante más allá de eso. Porque una fractura social puede tener causas negociables y reversibles; puede deberse a razones económicas, geográficas, políticas, emocionales y hasta deportivas.
El quiebre cultural, en cambio, incluye todos esos aspectos e incorpora otros, de cabeza y de sensibilidad, bastante más viscerales, innegociables e irreversibles.
En el Uruguay, objetivamente, un sector creciente de la población no conoce o no reconoce los criterios con los que fue pensada la convivencia y, por ende, el ordenamiento jurídico vigente. Así, códigos sencillos, hasta hace un tiempo dominantes, como que la subsistencia se ganaba con trabajo, o que la educación era un valor y un camino, y que debía evitarse transgredir las leyes y entrar en conflicto con las autoridades, hoy están en tela de juicio para buena parte de la población, en especial para muchachos jóvenes, no necesariamente pobres o marginales (sería interesante analizar cómo el código de valores de “la cultura plancha” ha permeado a sectores juveniles de las capas medias bajas).
En sustitución de esos códigos tradicionales, parecen levantarse otros, que priorizan la obtención rápida de dinero, la posesión de bienes emblemáticos (básicamente ciertos championes y celulares), elevan el coraje (“tener huevos”) como virtud y medio para defender lo propio y conquistar lo ajeno, y sustituyen la solidaridad genérica, con la sociedad o con la humanidad, por la lealtad a la banda, a los amigos, o a lo sumo al barrio.
Buena parte de eso sería imposible sin el fenómeno del narcotráfico, que ha posibilitado a esa subcultura ascendente los medios materiales para subsistir, ejercer poder y ofrecer un modelo de vida exitoso y deseable.
Hace quince o veinte años, un levantamiento barrial como el del viernes habría sido impensable. Ni siquiera la crisis del 2002 generó reacciones de ese tipo.
Sería ingenuo ignorar que lo del viernes, en parte espontáneo, a causa de lo que parece un atropello policial, y en parte organizado, indica que la conjunción del narcotráfico y las pautas culturales que lo acompañan están dando lugar a una suerte de poder paralelo al del Estado y al de las instituciones sociales y políticas tradicionales.
Llegado este punto, es común concluir que todos los habitantes de la zona acomodada y bienpensante de la sociedad tenemos parte de culpa en lo ocurrido. Una culpa difusa y casi metafísica, casi como la de que todas las campanas doblan por nosotros.
Pues, bien, yo creo que hay una culpa de otro tipo, mucho más concreta: la de haber elegido a quienes deciden las políticas sociales que se aplican y la de no haber exigido que esas políticas cambiaran.
Porque los hechos del viernes en el Marconi (se han producido también en otros barrios por similares motivos) ponen en evidencia otro fenómeno: el fracaso de las políticas sociales aplicadas por el Frente Amplio durante once años.
Los lectores habituales de esta columna saben que vengo anunciando esto desde hace años. Ahora nos estalla en la cara. Pero puede ser mucho peor si no revisamos lo que estamos haciendo.
¿A qué se debe ese fracaso?
En primer lugar, a creer la simpleza mecanicista de que el problema social es sólo un tema de pobreza y que se revierte destinando recursos económicos. Sin entender que, pasado cierto punto, la miseria material produce miseria y marginalidad culturales, que ya no se revierten con transferencias materiales o de dinero.
En segundo lugar, a que no se ha logrado cambiar la actitud ideológica de la policía, que sigue viéndose a sí misma como una fuerza de choque con un amplio margen de impunidad, y que es vista en ciertos barrios como una fuerza de ocupación.
Permitir que las puntas de lanza del Estado en esos barrios sean la Policía y el “caritativo” Mides, en lugar de la Escuela Pública y el Ministerio de Trabajo (lo digo en sentido simbólico, para aludir a la educación y el trabajo) es un error imperdonable.
En tercer lugar –pero no menos importante- la errónea política de drogas en que se han dejado embarcar los gobiernos y la sociedad uruguaya. La idea de que el consumo y la venta de sustancias estimulantes o alucinógenas pueden ser impedidos por la fuerza es un disparate mayúsculo (miren si no México, Colombia, y los propios EEUU). Un disparate que nos sale carísimo en dinero, pero sobre todo en el costo social que apareja.
¿Es posible revertir el quiebre cultural creciente que vivimos?
Difícil decirlo. Para empezar, porque no hay datos confiables sobre la verdadera extensión y profundidad del quiebre. Las estadísticas oficiales se usan sistemáticamente para disimular el problema, sesgando los datos o seleccionando aquellos que dan impresión de mejoría.
Algo que sí puede hacerse es empezar a pensar el tema con seriedad. No es cierto que tengamos tantos problemas: decadencia educativa, desocupación, pobreza, marginalidad cultural, violencia e inseguridad públicas, etc.. Todos esos problemas son síntomas de una misma enfermedad: el fracaso de la sociedad uruguaya para proponer un modelo de vida integrada y deseable, y, por ende, la incapacidad de ofrecer acceso a esa vida a través del sistema educativo.
Me quedo con un hecho revelador. Según el testimonio del chofer del ómnibus quemado en el Marconi, la presencia de una maestra del barrio entre los pasajeros fue clave para evitar que la cosa terminara peor. La maestra conocía a varios de los atacantes, que fueron sus alumnos, e intercedió para que dejaran de golpear al guarda, al chofer y a otros pasajeros.
No hay misterio. La escuela fue –y en cierta medida sigue siendo- el único nexo en común, la única experiencia de vida compartida por todos los uruguayos, a un lado y al otro de Avenida Italia. Por eso la maestra logró lo que la policía no.
Por allí hay que empezar, entonces. La extensión y profundización de la enseñanza pública es clave. Se trata de pensarla, otra vez, como la punta de lanza, o de aguja, con la que zurcir el quiebre cultural y social. No es reproducir las rutinas escolares y liceales que ya conocemos, sino repensarlas para una función integradora, “ciudadanizadora”, que lamentablemente hemos abandonado.
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jueves, 2 de junio de 2016
jueves, 17 de marzo de 2016
INDISCIPLINA PARTIDARIA, la columna de Hoenir Sarthou: Valenti
Se podrá discrepar con Esteban Valenti por
muchos motivos, pero nadie puede negar
la
lucidez y la habilidad políticas que suelen acompañarlo.
En los últimos tiempos, en especial desde que
se inició la investigación sobre ANCAP, se ha vuelto una voz crítica de ciertos
aspectos de la gestión oficial. Al punto que Danilo Astori declaró que “hace
tiempo que no nos representa”, poniendo fin, así, a su papel de vocero público del
Frente Líber Seregni.
Despojado de esa representatividad, Valenti
arreció en las críticas, hasta que en una columna publicada esta semana, “El
tobogán ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Por qué?”, resumió sus discrepancias y formuló
sombrías advertencias respecto al futuro del Frente Amplio.
En lo esencial, sostuvo que: 1) el gobierno y
el Frente Amplio están perdiendo credibilidad y van “mal, muy mal”; 2) la causa
principal de esa situación, según él, es el crecimiento del MPP, una fuerza que
(siempre según Valenti) no fue fundadora del FA, no es seregnista, y, fiel a
sus orígenes en el MLN, tiene como proyecto y método político el puro ejercicio
del poder; 3) los sectores no “emepepistas” (el Frente Líber Seregni y el
Partido Socialista), que debían oficiar como contrapeso, fueron cediendo por
debilidad ante el empuje arrollador del MPP, hasta que “se ladeó el bote de
forma insoportable”; 4) lo que pasó en ANCAP, y “otras cosas” no son sólo
responsabilidad de Raúl Sendic sino del gobierno (de Mujica) “que se lo
permitió e incluso lo alentó”; 5) hay un debilitamiento de “los factores éticos
en el FA”, ejemplificado en el concepto de que “lo político no sólo está por
encima de lo jurídico sino también de lo moral y ético”, debilitamiento ético que
abarca a militantes y sindicalistas y que, según Valenti, acarrea el
vaciamiento ideológico de la izquierda, el avance de la derecha y el “robo de
la esperanza” de la gente; 6) reconoce el estancamiento del FA, la falta de
políticas educativas y sociales, y desliza: “quisimos arreglar todo con
crecimiento y plata”; 7) para concluir, se pregunta: “¿perderemos las
elecciones?”, y se responde que ello dependerá de que surja dentro del Frente
un sector que haga contrapeso al poder del MPP, fuerza de la que, pese a todo,
no cree conveniente separarse” todavía”.
Voy a permitirme coincidir con Valenti en
algunas cosas y discrepar en otras, como lo hemos hecho tantas veces en
“tertulias” y “mesas”.
Coincido (¿y quién no?) en la constatación de
la creciente pérdida de credibilidad del Frente Amplio a través de sus
sucesivos gobiernos. Coincido también en que lo que Valenti llama
“debilitamiento ético” (creo que podemos hablar ya de corrupción, con todas las
letras) es un factor importantísimo –aunque no el único- de esa pérdida de
credibilidad. Y, por supuesto, estoy de acuerdo en que la carencia de un
proyecto político coherente ha sido suplida por una penosa rebatiña de cargos y
posiciones de poder.
Discrepo, en cambio, en que el MPP sea el
único responsable de esos fenómenos.
Mi decepción con el MPP, sector al que voté en
2009, es enorme. Creo que aún no nos damos cuenta del daño que nos causó el
“estilo Mujica”. La total incomprensión del fenómeno institucional y la
creencia de que cualquier arreglo político puede pasar por arriba de las reglas
y de los procedimientos establecidos como garantía son caries culturales de las
que nos costará mucho liberarnos. Pero, ¿el MPP actuó solo?
¿Dónde estaban el vicepresidente, los
ministros, los senadores y los diputados frenteamplistas no mujiquistas
mientras que Mujica gobernaba? ¿Quién firmaba con él los decretos, quién votaba
las venias y le daba las mayorías parlamentarias? ¿Son Mujica y el MPP los
principales responsables de los escándalos de Casinos y PLUNA? ¿Alguien en el
gobierno reaccionó ante el hecho gravísimo de que casi dos tercios de los
chiquilines no terminan secundaria? ¿Quién dirigía la economía mientras que
Mujica presidía? ¿Quién impulsó las políticas de inversión extranjera, sobre
todo en materia agrícola, que, entre otras cosas, han dañado la tierra y echado
a perder el agua potable? ¿Quién les concedió exoneraciones tributarias a las
megainversiones y les asignó zonas francas y puertos, en tanto los demás uruguayos
pagamos impuestos altísimos? ¿Quién nos endeudó a todos, elevando la deuda
pública a más de 50 mil millones de dólares? ¿El Ministerio de Economía no
sabía lo que pasaba en ANCAP? ¿Cuál fue su postura ante la creación y la
adjudicación de las obras de la regasificadora y de la maraña de empresas
colaterales (privadas pero con capital público) que hoy rodean a los entes del
Estado?
El problema no es sólo el MPP, sino el Frente
Amplio, o al menos la cúpula que lo representa en el gobierno. Es que el modelo
económico y social impulsado, la apuesta a la inversión extranjera, desprolija
e inequitativamente manejada, la carencia de proyectos nacionales , frustra
inevitablemente a la mayoría de los uruguayos, a los que les propone consumir,
si pueden, o vivir de las dádivas del Estado (la “plata con que se quiso
arreglar todo”) mientras esperan el derrame de riquezas que deberían provocar –y
no provocan- las multinacionales.
Finalmente, Valenti se pregunta: “¿Vamos a
perder las elecciones?”
Cabe preguntarse quiénes perderían las elecciones.
¿Los responsables del “debilitamiento moral”? ¿Los “militantes, sindicalistas y
gente común” que padecen ese “virus mortal” de anteponer lo político a lo
ético? ¿Los que han querido “arreglar todo con crecimiento y plata”?
Si la situación es como Valenti la describe –y
yo creo que lo es- que el Frente Amplio perdiera las elecciones debería ser el
menor de los problemas, incluso para los frenteamplistas. Lo verdaderamente
grave es la degradación a la que ha llegado el Frente en sólo once años de gobierno
y la destrucción que puede causar en los cuatro años que le quedan. Ese, en
realidad, está lejos de ser sólo un problema de los frenteamplistas. Es un
problema de todos los uruguayos.
La parte más dura del asunto es que todos, en
el fondo, como ciudadanos, somos un poco responsables. Unos, por haber apostado
otra vez al actual Frente Amplio sin exigirle nada; otros, por no haber sabido pensar
ni construir alternativas convincentes.
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domingo, 29 de noviembre de 2015
UBER en cuatro versos - Hoenir Sarthou -Semanario Voces
Uber aplica una política de hechos consumados. Empieza a operar sin pedir ni esperar permisos. Si las autoridades intentan impedírselo, interpone acciones y recursos judiciales y, mientras tanto, sigue operando. Si pierde en la jurisdicción nacional, recurre a la internacional y, mientras tanto, si puede,sigue operando.
Su estrategia argumental reposa en cuatro mentiras, cuatro grandes “versos”, que no resisten el menor análisis.
Clic en este enlace
INDISCIPLINA PARTIDARIA, la columna de Hoenir Sarthou: UBER en cuatro versos - Semanario Voces
jueves, 27 de agosto de 2015
Esencialidades por Hoenir Sarthou:
Pensaba dedicar la columna de hoy a compartir
algunas experiencias vividas en los juzgados de violencia doméstica, pero (el
periodismo es así) hay hechos recientes que se imponen en la atención de todos.
El gobierno declaró “esenciales”, en los
términos de la ley 13.720, a los
servicios de todos los niveles de la enseñanza, inicial, primaria, secundaria,
técnico-profesional y formación docente, cuyos funcionarios se encuentran en
conflicto desde el pasado 17 de agosto.
La medida es ante todo polémica, dado que la
enseñanza no se encuadra con facilidad dentro del tipo de servicios susceptible
de ser declarados “esenciales”. La declaración de “esencialidad”, según los criterios
manejados por la OIT y tradicionalmente aplicados en el Uruguay, sólo
corresponde cuando los servicios afectados sean de tal clase que su
interrupción ponga en riesgo la vida, la salud o la seguridad de toda o de una
parte de la población. Y, como es obvio, una huelga de una semana en la
enseñanza, pese a ser dañosa, no puede decirse que comprometa la vida, la salud
o la seguridad de la población.
El asunto es particularmente irritante porque
el gobierno pudo haberse enfrentado a los sindicatos de la enseñanza por temas
más nobles, como una reforma del sistema educativo. En cambio, los enfrenta por
dinero, negándoles un aumento que resulta justo, al tiempo que el país ha
perdido y sigue perdiendo millones de dólares en hechos y negocios muy poco
claros, como PLUNA, ANCAP, Salud Pública, la regasificadora, y –ahora lo
sabemos- los préstamos del BROU a los hermanos Fernández, de FRIPUR, entre
otras cosas.
La declaración de esencialidad puede ser leída
como un eslabón más de la cadena de hechos que indican un fuerte cambio en la
relación del gobierno frenteamplista con el movimiento sindical. La oposición del
PIT-CNT al TISA, su discrepancia con las pautas salariales anunciadas por el
gobierno, el reciente paro general, la operación por la que se difundió el
video que opacó el paro general y determinó el procesamiento de buena parte del
corrupto sindicato del INAU (cosa que debió hacerse mucho antes y no se hizo),
y ahora esta declaración de esencialidad aplicada a la enseñanza, parecen
indicar el fin de la “luna de miel” que el gobierno frenteamplista y la
dirigencia sindical habían mantenido en los últimos diez años.
Todo indica que, ante la proximidad de una
crisis económica, el gobierno y la cúpula frenteamplista están reacomodando el
cuerpo y definiendo quiénes permanecerán dentro del barco y quiénes serán
dejados en el mar a la deriva. Y los sindicatos parecen estar en el segundo
grupo.
Los motivos son evidentes. Un partido y un
gobierno que han centrado todos sus
afanes en captar inversión extranjera, tiemblan al ver que dejan de venir nuevos
inversores e incluso comienzan a retirarse los que habían venido, pese a las
mil concesiones, exoneraciones y privilegios que se les ofrecen.
El gobierno y la cúpula frenteamplista parecen
haber resuelto ya la estrategia que adoptarán para mantenerse a flote en la
crisis: tirar por la borda todo el lastre posible. Eso puede explicar la
ruptura con el movimiento sindical, el recorte de la inversión pública y el cierre,
ya en curso, de proyectos de política social, tanto departamentales como nacionales.
El mensaje es claro respecto a quiénes deberán soportar el mayor peso de la
crisis.
Cabe preguntarse qué queda, en la actual
cúpula gubernamental, no sólo de lo que fue el viejo proyecto frenteamplista
sino de la base social que le dio origen.
Alejados desde hace años los sectores de
izquierda radical, casi desaparecidas las estructuras de base del FA, decepcionados
quienes esperaban el fin de la impunidad militar, desgastados o disueltos los
vínculos con la intelectualidad (es notoria la pobreza teórica en el discurso
oficial), sacrificadas las expectativas ecologistas en aras de las políticas de
inversión, acosado el gobierno por la incesante emergencia de hechos de
corrupción, sumiso a las exigencias de los organismos internacionales y del
capital transnacional, con dificultades para mantener las políticas sociales asistencialistas
de los últimos años, y enfrentado ahora
a los funcionarios públicos y al movimiento sindical, sus cuadros (los del
gobierno) parecen cada vez más solos, encriptados en una burbuja de poder de la
que no quieren salir. Ciega a la decepción de los sectores sociales e
ideológicos que fueron su apoyo histórico, la cúpula frenteamplista se enzarza
en una hueca lucha intestina por el poder, al que confunde con los cargos de gobierno.
Hace menos de un año, esa cúpula logró un
abrumador respaldo electoral, otorgado, en buena medida, por gente que no votó
porque estuviera satisfecha sino porque tenía miedo al triunfo de los blancos.
Muchos de esos votantes frenteamplistas están hoy arrepentidos. Comienzan a
percibir que su voto fue mal interpretado, y que, como era previsible, se lo confundió con un cheque en blanco para
hacer cualquier cosa.
Los resultados están a la vista. Después de
diez años de gobierno supuestamente de izquierda, el país está endeudado, entrado
o a punto de entrar en el TISA, dependiente de una inversión extranjera mucho
más volátil de lo que se pensaba, con necesidad de recortar incluso sus
erróneas políticas sociales y con una fragmentación social que puede ser
explosiva en un contexto de crisis económica, con la educación pública demolida
(cuando debería haber sido el centro de la preocupación y hoy sería la mejor
prevención contra el deterioro social), con indicios de corrupción por todas
partes y una institucionalidad desprestigiada, en buena medida por obra del
gobierno de Mujica.
¿Quién o qué gobierna hoy al Uruguay,
entonces?
Tal como están las cosas, al frente del país
hay hoy una burocracia política profesionalizada que tiene vínculos cada vez
más laxos con los sectores y estructuras sociales que la llevaron al gobierno, una
burocracia sin proyecto, aficionada a los cargos y a sus beneficios, dispuesta
a mentir para conservarlos, poco afecta al riesgo y a los cambios, totalmente sumisa
y dependiente de las pocas y viejas figuras que cuentan con apoyo electoral
propio.
Esa burocracia no encarna ya los sueños y
esperanzas del viejo proyecto frenteamplista. Ni ha sido capaz tampoco de
sustituirlos por otro proyecto esperanzador. Por el contrario, se esmera en
acomodarse a las reglas de juego que impone el poder económico mundial y
disuelve una a una las alianzas con los sectores sociales e ideológicos a los
que debe su existencia.
¿Es sólo ceguera o en el entorno de Tabaré Vázquez
subsiste la ambición de conquistar el centro del espectro político del país y reconstituir
al viejo Frente Amplio en un partido mucho más conservador, de funcionarios
“robots” y de votantes pasivos, todos sumisos a los mandatos del líder?
En cualquier caso, la situación recuerda al
periplo del Partido Colorado, que, agotado el modelo social distribuidor del
batllismo, apostó al líder fuerte y disciplinador, y a las medidas
extraordinarias, con los resultados que muchos recordamos.
Yendo al verdadero fondo del asunto, los
hechos evidencian que, más allá de lo económico, el país soporta una profunda y
doble crisis ideológica. Por un lado, la del batllismo, que fue la matriz sobre
la que se edificó el Uruguay que conocemos. Por otro, la de la izquierda uruguaya,
que llegó al gobierno con el Frente Amplio cuando el modelo de sociedad
estatista, centralizada y planificada, acababa de derrumbarse en el mundo, y no
tenía ya un proyecto social esperanzador y sustentable.
La consecuencia de esa doble crisis es un
“sálvese quien pueda”: la ruptura de los vínculos de solidaridad y de
convivencia, la proliferación de intereses particulares y de reclamos
corporativos, la ausencia de rumbo educativo, la gran y la pequeña corrupción
cotidiana, la pérdida de confianza en las instituciones, la falta de una
esperanza compartida.
El problema, entonces, es mucho más hondo que
una crisis económica o política. Es una crisis ideológica e incluso cultural,
que nos hace perder el sentido de la vida colectiva.
La tarea pendiente, por tanto, es mucho más
larga y compleja de lo que cualquier partido político se atreverá a decir.
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