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miércoles, 7 de febrero de 2018

Baile en la quinta. Cuento de Antonio Pippo





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La quinta de Sambarino -ahora expropiada por la municipalidad- estaba a cinco cuadras de la plaza principal, bajando hacia el oeste por la avenida Artigas. Había sido residencia de una familia adinerada, a principios de siglo. Convertida en lugar social para reuniones y bailes, conservaba cierto aire señorial y decadente, mezcla que terminó siendo apropiada a la concurrencia que se hizo habitual. Todos los sábados por la noche, con el cuarteto del Chiche Meneguzzi o alguna orquesta invitada, daba una suerte de vida luminosa al pueblo, aunque sólo fuese un día a la semana.

No era un restorán típico, aunque, con pretensiones limitadas, se podía cenar. No era un bar ni una confitería, estrictamente, aunque se podía beber sin reserva ni reclamos de calidad exagerados. Tampoco tenía el aspecto de esos sitios casi circulares, con pista de baile al medio y las mesas distribuidas alrededor pero alejadas. Su entrada era una sola y grande -portón de hierro artesanal, asentado en dos pilares que, arriba, se continuaban en un semicírculo metálico- y por ella se llegaba a un pequeño parque lleno de helechos, flores de pajarito, madreselvas olorosas y un sauce llorón; allí, disimulados entre tanto verde, románticos bancos de madera, acompañados por mesitas redondas de lata con patas reforzadas, aguardaban el murmullo enamorado de las parejas, acariciándose al compás de una música lejana, aunque a veces estridente por la mala calidad de los parlantes y que, de todos modos, llegaba distorsionada por la distancia. Más allá de ese parque, el espacio se estrechaba en una doble hilera de glorietas iluminadas por faroles amarillentos. Y recién después, casi llegando al final de la quinta, se alzaban las únicas tres edificaciones: dos amplios salones para bailar, con sus respectivos baños al fondo, a la derecha, comunicados por una arcada enorme, y otra construcción lateral, más pequeña, donde residían las oficinas, la cocina y el depósito de bebidas. El escenario para los músicos y cantantes -de madera y desarmable- se ubicaba al fondo de uno de los salones, contra un cuadro grande y deteriorado por el tiempo, supuestamente de algún Sambarino destacado, cosa que no se supo nunca porque nadie preguntó. Cuando se llegaba ahí, no era la curiosidad pictórica lo que dominaba el ambiente. A los costados también se arracimaban mesitas y sillas de madera, casi pegadas a las paredes para dejar espacio de los bailarines.

La cuestión es que la quinta de Sambarino se hizo famosa por dos o tres anécdotas cuasi surrealistas.


Allí se desafiaron una madrugada, totalmente borrachos, Ramón Mendoza y el Pata Pérez, a ver quién bailaba mejor la milonga y el vals cruzados. El espectáculo fue apasionante, conmovedor. Con la milonga repartieron honores y el aplauso de los presentes, en una poco menos que deslumbrante exhibición de elegancia y equilibrio, quizás más vibrante de lo necesario por el avanzado estado etílico de ambos. Las compañeras de ocasión, hay que decirlo, siguieron obedientes y atinadas a sus hombres, correteando la pista bien prendidas arriba pero parando el culo para apartar las piernas, de modo de evitar que sus juanetes fueran aplastados sin misericordia.

O sea que, de alguna manera, la peripecia discurría sin inconvenientes. Pero cuando la orquesta arrancó con el primer vals -"Palomita blanca"-, algo falló en el complejo mecanismo mental del Pata y el desajuste se trasladó aceleradamente a sus piernas, cortas y flacas, que iniciaron algo similar a un largo tropiezo unidireccional, en puntas de pie, arrastrando consigo a la sufrida pareja hasta dar ambos contra una de las mesas, que también se fue al suelo con sus ocupantes, sus platos, cubiertos y vasos, al ritmo de un inesperado y colosal estrépito. Lo curioso de la anécdota es que los dos contendientes debieron ser trasladados al hospital: Pérez con fractura de dos costillas y traumatismo de cráneo; y Mendoza con pase al gastroenterólogo, porque, de tanto reírse, no paraba de vomitar. La dama acompañante no sufrió mayores males porque, con esa habilidad que da la experiencia, se las ingenió para rebotar en el suelo sobre sus pulposas asentaderas.

Pero en la quinta se vivió también un inolvidable drama de amor.

Un sábado de otoño, con el quinteto de Walter Mendeguía animando el baile, apareció en la pista don Enrique Navarro. Hombre morocho y grandote, de bigote espeso y ojos de mirar penetrante, monteador de oficio, había hecho respetable fama como tallador y experto en hembras. Llegó del brazo de una mujer platinada, retacona y de caderas altas, a la que -después se supo, porque en el pueblo todo se sabe- había sacado de un conventillo de la capital. A Navarro la arrogancia le sentaba bien y, para desgracia ajena, la cultivaba con fruición, aunque tenía también sus flaquezas, sobre todo cuando se emocionaba con algún tango. Esa noche salió a bailar de entrada, sin prestar atención a la concurrencia ni a los murmullos. Se engolosinó con "El choclo" y "Derecho viejo", tocados a pedido, y siguió con "La cumparsita", "9 de julio" y "Cuartito azul", que le empañó los ojos pese a que -¡macho, el tipo!- contuvo el lagrimón.

El lío arrancó cuando iniciaban los compases de "La puñalada"; una ráfaga oscura cruzó la pista, llegó hasta la pareja, apartó a la rubia y dijo, desafiante:
-¡Este hombre es mío!-.

Era María Comas, más conocida por "La Negra", veterana del quilombo de La Mellada y hasta entonces conocida como "la mujer de Navarro". Decían que era una relación libre pero sólida y de cuya interrupción nadie se había enterado. El diálogo que siguió, a pura emoción tanguera, ha quedado registrado para la posteridad en una crónica que imprimió en el diario local el historiador Daniel Ramela, siempre sigiloso, siempre atento.

-Estoy pagando con castigo al recordarte, mi sangre grita que me quieras otra vez... -reclamó La Negra, arrancando su ofensiva reconquistadora en letra de tango, sabiendo el terreno que pisaba.
-Pero una noche que pa'l laburo, el taura manso se había ausentao, prendida de otros amores perros, la mina aquella se le había alzao... -le recordó Navarro, ya mismo entusiasmado por tan imprevisto contrapunto.

-Sé que aquel que pasa deja huellas y comprendo que aún te duelan los recuerdos de mi error... -confesó ella, cambiando la estrategia.

-Paciencia, la vida es así... quisimos juntarnos por puro egoísmo y el mismo egoísmo nos muestra distintos... ¡para qué fingir! -apuró él, pero suavizando el tono.

-Son mis sentidos que te gritan que regreses, es mi tormento el que aflora con tu voz... Es llamarada el quererte y no tenerte, saber que late para tí mi corazón... -La Negra vio un resquicio y pegó en el anca.
-He rodao más que bolita de purrete arrabalero, y estoy fulero y cachuzo por los golpes ¿qué querés? -dijo él, ya casi derretido en una retirada.

-¿Por qué es que no me besas? No tengo adonde ir y allá en la pieza me esperan los demonios del rencor... -fue el golpe definitivo de ella.


-El hombre es como el caballo. Cuando ha llegado a la meta se vuelve manso y sobón... -se entregó Navarro, ya sin retorno posible.

Ahí, pero justo ahí, el bandoneonista de Mendeguía, que había seguido el diálogo acompañándolo con unos suaves acordes, sintió que había llegado su momento histórico y le encajó a la concurrencia un ¡chan, chan!, enérgico y final. Y mientras Navarro y La Negra se abrazaban ardorosamente, besándose con desesperación, el honorable público, que había seguido los acontecimientos, tan inusuales, con profundo respeto, prorrumpió en un enfervorizado aplauso general. No era para menos. ¿Cuándo podría verse otra vez semejante reconciliación en ritmo de dos por cuatro? Ah... la retacona platinada, lejos de amedrentarse por el curso que tomaban los acontecimientos, aprovechó muy bien el momento. Cuando el monteador hirsuto se dio vuelta a buscarla, para disculparse por tamaña traición, advirtió que ya estaba ocupada: parecía una garrapata, a un costado oscurecido del escenario, prendida al primer violinista de la orquesta.

Hubo otras historias, claro. Es probable que la más recordada a lo largo de años y años haya sido la del baile animado por el "cantor enmascarado".

Todo comenzó aquella semana en que Luisito Bermúdez, administrador del lugar, se empeñó en organizar un gran baile para el sábado 25 de agosto de... Bueno, vaya a recordar uno, a esta altura, de qué año. No aparecía ni en el pueblo ni en localidades vecinas orquesta para contratar. Meneguzzi y Mendeguía se habían comprometido con La Mellada, que había prometido "tirar el quilombo por la ventana".

Y Bermúdez, terco e ingenioso, tuvo aquella bendita idea, que él consideró brillante.

Eran tiempos en que la credulidad popular alcanzaba hasta a admitir extrañas versiones sobre un Gardel que en realidad vivía, horriblemente desfigurado y con la voz cambiada. La historia aseguraba que había sido rescatado del avión en llamas en Medellín, pero jamás aceptó que el público lo viese tal como había quedado. Y justo entonces había llegado a Uruguay, y por supuesto al pueblo, un cantor que se presentaba vestido siempre con ropas oscuras y provisto de una máscara que ocultaba su cara. Y, sí, anidaban dudas en las almas simples, pero a través de un astuto representante siempre conseguía actuaciones que, por lo general, dejaban un desagradable sabor a poco.

Bermúdez vio la veta y anunció que lo contrataría para el baile en la quinta el 25 de agosto. Hasta usó a la agencia de publicidad "Impulso" -que utilizaba una bicicleta con parlante que recorría las calles- y decidió pagarle al "cantor enmascarado" lo que pidiese. ¿El acompañamiento? Apalabró enseguida al Zurdo Santurio y al Pelado Tabárez, dos guitarristas zafrales, vecinos y deudores suyos.

El administrador se tomó un par de días para dar los toques finales al espectáculo. Reapareció el día antes, confirmando el programa: una primera parte con la discoteca de la quinta y después, de cierre, el número principal. Ciertamente, surgieron escépticos. No era tan sencillo digerir sin más que aquel individuo podía ser "Gardel redivivo". Sin embargo pudo más la expectativa por lo desconocido que cualquier análisis racional.

Lo de Sambarino rebosó de ingenuos. Pasó una primera hora con la discoteca, bien balanceada: tango, un poco de jazz y boleros para calentar el ambiente. No obstante, se bailó poco: todos querían ver al enmascarado, quien llegó con una excepcional puntualidad y en medio de estremecedores aplausos, grititos femeninos y pedidos de autógrafos. Bermúdez había hecho poner un telón y cerrar los cortinados cercanos al escenario "para mejorar la acústica", según explicó sin impedir que algunos sospecharan una maniobra que no alcanzaron a entender.

Al fin, apareció el hombre más esperado en el pueblo desde una breve pasada de Herrera por la plaza principal. Acompañado por Santurio y Tabárez, se le vio completamente vestido de gris y con una máscara negra tapándole el rostro, con aberturas para los ojos, la nariz y la boca. No hubo presentaciones; se hicieron oír las notas de "Estampa tanguera", de Yiso y Aieta. Y el enmascarado arrancó, con una rara voz silbante: -"Temblaron las glicinas, los músicos callaron/ y aquel baile de patio de pronto enmudeció/ y una mujer vencida, llegando hasta su hombre/ con voz entrecortada de esta manera habló...".

Al terminar esa primera estrofa, al Facha García, periodista y carnavalero, que tal vez había ingerido unas copas de más, le ganó un desasosiego creciente. Y cuando el artista contratado atravesaba el segundo verso -"...no vengo a reprocharte tu ausencia de mi nido,/ ni a suplicar cariño, lo nuestro terminó..."- no pudo más y gritó, desaforado:

-¡Pero éste coso es el Rengo González!

-¿Quién? -preguntó a su lado Enrique Navarro.

-¡El rengo, el que canta en el conjunto "Los hijos de la tarantela"¡

A todo esto, el enmascarado intentaba continuar: -"...yo vine por tu hijo, por si llegás a tiempo,/ el pibe se nos marcha camino del Señor...".

-¡Pero sacate esa máscara, rengo ridículo! -al Facha ya no lo paraba nadie. -¡Esto es una estafa!

Durante unos segundos -y mientras Bermúdez intentaba atravesar la pista para llegar al escenario y calmar los ánimos, y el cantor quería todavía hacer lo suyo: -"el pibe, nuestro hijo se nos muere,/ vos sabés cuánto te quiere y llorando me pidió..."-, pareció que una moderación quizás enviada desde el cielo salvaría el trance. Es que muchos, aún, no entendían que ocurría. Pero no. Antes que el administrador pudiese alcanzar al irascible Facha, éste aulló, sin benevolencia: -¡Rengo atorrante! ¡Mejor andá a cuidar a tu mujer, que debe estar bajándose los calzones y gastándote el cotín!

En ese instante, el protagonista del espectáculo, que estaba diciendo "tengo frío en las manos y en el pecho mucha tos...", se sacó de un tirón la máscara, bajó fatigosamente del escenario y renqueando, a tranco corto, se metió entre la multitud chillando cual marrano de segunda:

-¿Qué tenés que decir vos de mi mujer, hijo de mil putas?

Era el Rengo González. Quedó patente.

Ah, qué noche. El entrevero fue enorme y ruidoso y dejó un saldo de numerosos contusos. Vino la policía. Bermúdez debió presentarse en la comisaría, donde arregló con unos cuantos pesos. El Facha pasó a la clandestinidad por un tiempo y recién apareció en los carnavales siguientes. El rengo no pudo cobrar el cachet convenido y se mudó a la casa de un cuñado en Mal Abrigo. Los amables guitarristas rajaron como lagartijas, protegiendo sus instrumentos y, a medida que han ido pasando los años, siempre recuerdan que no cobraron.

Y por tres largos años -decisión municipal- no hubo bailes en la quinta de Sambarino.


Antonio Pippo, nació en Buenos Aires, pero no dudamos que se considera oriundo de San José de Mayo, pese a vivir desde hace varias décadas en Montevideo. Es periodista, escritor, investigador del lenguaje del tango, narrador oral en lunfardo. Trabajó en televisión, prensa y radio. Es columnista de los semanarios Búsqueda y Voces. Es autor de, entre otros libros, El quilombo y otros cuentos de otoño, Obdulio con alma y vida o Jazmín de noviembre. Es autor y recitador en los espectáculos poético-musicales Bien polenta y Tango íntimo. Este cuento, reescrito de forma parcial, especialmente para Delicatessen.uy, fue inicialmente publicado por el autor en el libro El quilombo y otros cuentos de otoño.

Jaime Clara.



Ilustración: Hermenegildo Sábat


Escándalo en EEUU: dejó a la esposa, se casó con su hija y tuvieron un bebé - Subrayado



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lunes, 5 de febrero de 2018

Semblanza por Oscar Bruno Cedrés Prof. Lic. Miguel González Silvera



Es una de esas semblanzas especiales, muy especiales, la del día de hoy, es dedicada a alguien que muy joven partió a seguir dando enseñanza deportiva en el escenario celestial.
Miguel González Silvera, nació el 13 de setiembre del año 1985 en nuestra ciudad, concurrió al Jardín 98, hizo primaria en la Escuela No. 7 Gral. Artigas, secundaria en el Liceo No. 1 de nuestra ciudad luego en el Instituto Superior de Educación Física en la sede de la ciudad de Maldonado realiza el curso para profesor de Educación Física que obtiene en el 2007 y luego de licenciado también en la Educación Física en el 2008.
Falleció el 14 de diciembre del 2011, tenía apenas 26 años debido a una grave enfermedad, dejando truncos sueños personales y profesionales, deseos se seguir superándose para brindar sus conocimientos a la sociedad.
Su vinculación con el deporte en nuestra ciudad pese a su corta carrera fue muy activa, lo que llevó a que aún hoy se le recuerde.
Varias Escuelas de nuestro departamento lo tuvieron como profesor en su especialidad de la educación física, como la No. 4 Juan Antonio Lavalleja, la Especial No. 97, la No. 74 de la Barra de Chuy, el Colegio y Liceo Dámaso Antonio Larrañaga y fue también lo hizo en el fútbol local, en el Club Palermo en la temporada de 2010 con César Olivera como técnico siendo campeones de la Liga Rochense volviendo a ser el preparador físico del equipo de la Avenida Ituzaingó al año siguiente, 2011.
Fue técnico honorario de voleibol en el Complejo Médico Deportivo, fomentando la práctica de este deporte, creando un equipo mixto y femenino que representó al departamento de Rocha en competencias departamentales, nacionales e internacionales.
El Profesor González integró el equipo de Mountain Bike de Rocha en travesías a nivel departamental, nacional e internacional, obteniendo importantes premios.
En el año 2004 obtiene medalla de bronce en categoría hombres entre 15 y 25 años en competencia internacional desarrollada en el circuito de Pozos Azules, departamento de Maldonado.
Compitió a nivel departamental en las correcaminatas entre los balnearios de La Paloma y La Pedrera.
Tuvo a su cargo durante la temporada de verano de 2009-2010 de un espacio recreativo en la playa de La Aguada con el propósito de incentivar y enseñar el Volley a los veraneantes.
Integró el Grupo GRADA de Rocha y la Mesa Redonda junto a Técnicos de la Educación primaria y de la Salud sobre la temática de Prevención de Enfermedades Cardiovasculares, en el marco de la Semana del Corazón del año 2009.
Siempre atento a todo lo que es el que hacer de los jóvenes que necesitan apoyo especial, Miguel manifiesta su inquietud ante el equipo docente de la Escuela No. 97 de nuestra ciudad y de GRADA para que exista en Rocha una Escuela de Equinoterapia como ayuda y terapia a niños y jóvenes con capacidad diferente.
En el 2008 realizó un Curso de Especialización en Educación Física en La Habana, Cuba, en 2009 realiza un Curso de Especialización en Técnicas de Alto Rendimiento referidas al deporte en general con énfasis en Fútbol, Volley, Natación, Ciclismo y Atletismo.
El Colegio Dámaso Antonio Larrañaga en el año 20009 le otorga un reconocimiento como “El Profesor más amigo, alegre y divertido”.
Varias han sido los torneos que lo recuerdan permanentemente, como el Clausura de 1ª. División de esta temporada de la Liga Rochense de Fútbol que obtuviera el Plaza Congreso, el Campeonato de la Liga Federada departamental de Rocha de Volley recientemente finalizado en el Polideportivo, y el pasado 18 de octubre la Intendencia Departamental y la Dirección de Deportes de Rocha inauguraron la Plazoleta con su nombre en predio del Complejo Médico Deportivo de nuestra capital departamental.
Su mamá Graciela Silvera nos dice: “Deja sí… una gran Enseñanza a quienes supieron estar a su lado… Enseñanza de superación…de amor, de amistad… y agradecimiento… pero sobre todo…AMAR LA VIDA!!!
Fueron muchos los jugadores que en el período de su enfermedad lo acompañaron, en dos recordamos a todos ellos, Leonardo Maldonado que lo hacía antes y luego de los partidos dedicándole los goles y el golero Alfonso Rotela que además había sido compañero de Escuela.
Al Profesor Licenciado Miguel González Silvera, quien muy joven y con mucho para dar a la vida, a su familia, a la juventud, partió dejando en grato recuerdo entre todos los que tuvieron la suerte y el privilegio de compartir su amistad y cariño, esta semblanza.
Diciembre/2017


JOSÉ FAUSTO CRUZ. EL ATLÁNTICO FUE TESTIGO. Por Julio Dornel.




Eran los tiempos de los corresponsales. Desde las grandes ciudades o pequeñas poblaciones del interior, llegaban diariamente los principales acontecimientos que tras ser chequeados y “corregidos” cuidadosamente por el Jefe de las corresponsalías se autorizaba su publicación. Los principales medios de comunicación El País, La Mañana, El Diario y El Día, al igual que otras publicaciones de menor tiraje nominaban corresponsales en distintos puntos del país para estar el día y tener la primicia vendedora que se destacaba en la primera pagina con letras de regular tamaño. Por allí andábamos en la década del 70 con Juan San Martín, Andres Vilizio, Pereyra Fonseca, Jorge Benítez, Onelis Correa, Lujan Cabral, Artigas Barrios, Amauri Cardoso, Jorge Graña, Mario Barceló, Zelmar Bitabarez y Julio Bianchi Coello entre otros. En noviembre del 74 nos encontramos en la capital del país con el periodista castillense Bianchi Coello (diario El Día) quien nos obsequia una copia del material relacionado con un reportaje realizado a José Fausto Cruz, uno de los primeros pobladores de Cabo Polonio, solicitada especialmente para un suplemento dedicado a la costa atlántica del departamento. Señalaba don Fausto Cruz que “los primeros pobladores de Cabo Polonio vivíamos como ermitaños, y muchas veces no teníamos ni siquiera un caballo para salir en casos de emergencia. Los hombres que fueron mi ejemplo eran duros y con nervios de acero. Mis primeros recuerdos con ellos datan de cuando yo tenía 8 años y los faeneros de lobos marinos me llevaban escondido en la ballenera, porque mi padre que era el capataz no me dejaba acompañarlos. En aquellos tiempos se utilizaban viejas embarcaciones a vela, poco indicadas para el mar, pero si grande resultaba el riesgo mayor era el valor de los hombres que como José Francisco Cruz (mi padre) Damaso Cruz (mi tío) Nicomedes Acosta y Jacinto Pereyra, nombres que están grabados para siempre en la historia de la zona, por haber sido los primeros. En aquellas pequeñas embarcaciones iban a las islas cercanas a La Coronilla donde se faenaban hasta 11000 lobos para obtener sus pieles en viajes que duraban de 3 a 4 horas según el viento. Permanecíamos hasta 20 días antes de iniciar el regreso”. Don Fausto se entusiasma con el relato, mientras los recuerdos fluyen con facilidad. “Comencé a trabajar “oficialmente” en las matanzas de 1922 y a los 18 años fui nombrado capataz por el Ministerio de Defensa Nacional con todo el Polonio bajo mi control. El 1946 empezó la matanza de lobos a cargo de la empresa “Coate- Lagomarcino” y en 1948 se hace cargo el SOYP de todo el sistema. Hubo una época en que los piratas casi exterminaron a los lobos y costó muchos años su reposición. Venían a cualquier hora del día y operaban sin que nadie los molestara, pese a que los veíamos desde tierra, nada podíamos hacer. Mataban los lobos a tiros y hasta llegaron a usar dinamita, colocándola donde estaba el cardumen contra las islas. Cuando se producía le explosión aquello era dantesco, y luego cargaban los restos en botes y los transportaban hasta el barco pirata. Los lobos tienen un promedio de vida de 16 años, llegan a medir más de 2 metros y pesar unos 500 kilos. Se internan muchas millas en el mar y allí permanecen hasta 3 meses, sin tocar tierra en busca de alimentos. Para dormir forman en el agua una especie de balsa apretándose entre ellos, a excepción de los que hacen la guardia contra los feroces tiburones. Viven en las islas del Polonio que son 5 aunque los lobos ocupan solamente 4. En realidad el Cabo comenzó a poblarse en 1963, pero allá por el 50 don Romeo Ferrari que era el telegrafista del radiofaro notó que su pequeño hijo de 3 años había enfermado de gravedad. Desesperado intentó comunicarse por telégrafo con todos los centros para solicitar la presencia de un médico. Finalmente se puso en contacto con el Dr. Juan Carlos Pertuzo en la ciudad de Rocha, quien se traslado de inmediato en su jeep por el oscuro desierto que presentaban los médanos. Llegó al cabo de 3 horas de viaje cuando el niño agonizaba”-dijo finalmente don Fausto Cruz, testigo y protagonista de mil batallas libradas al atlántico a partir del año 1922.

domingo, 4 de febrero de 2018

Siete oficios . Cuento de Antonio Pippo




El blog comienza hoy a publicar cuentos y artículos del periodista y escritor Antonio Pippo  de una  muy rica experiencia y trayectoria de décadas en medios del país.
Algunos de sus cuentos serán tomados del blog Delicatessen del también periodista Jaime Clara cuyo sitio Web invito a conocer o volver a transitar quienes ya lo hayan hecho.
 http://www.delicatessen.uy

Los lectores del blog podrán también disfrutar las notas que Pippo publica en el semanario Búsqueda sobre el tango y sus historias, otra de sus pasiones. El autor está al frente de su proyecto Tango íntimo, con el que, junto a varios artistas, recorre el país.
Agradezco la generosidad de Antonio al permitirme llevar a ustedes sus creaciones.
Estoy seguro que ustedes lectores disfrutarán de los aportes de Antonio Pippo Pedragosa.


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Había aparecido en el pueblo hace alrededor de dos años, con una bolsa de herramientas, vendiendo simpatía. Consiguió pieza en una pensión, la de doña Rosa, aquella cerca de la ruta. Era joven, rubio, de ojos claros, buen conversador. Nadie supo jamás, a ciencia cierta, de dónde llegó ni qué había hecho antes. Tampoco era costumbre preguntar, hay que decirlo.





Enseguida, por unos cuantos días, anduvo repartiendo unos volantes chiquitos: "Serafín Mamberra. Siete oficios", decían, y a mano había agregado el teléfono de la pensión.




Iba y venía por las calles de tierra con una sonrisa, entregando cada papelito como si fuese una ceremonia entrañable, necesaria, casi pastoral. Recorrió al menos dos veces cada tienda, cada boliche, cada almacén y la entrada de las oficinas de la Caja Rural los días de pago. Ni el quilombo de La Mellada se salvó de su propaganda. Y se las arregló, también, todos los domingos, para estar a la salida de la misa en la puerta de la parroquia, de mañana, y en el portón principal de la cancha de Juventud, de tarde, al final de los partidos.

Y resultó bueno en muchas cosas. Arreglaba canillas y cañerías, azulejos despegados o partidos, instalaciones eléctricas y humedades de planchada. A veces hacía leña chica de troncos grandes, cortaba el pasto, reparaba radios y pintaba paredes y cielorrasos. En dos meses, o algo así, se hizo conocido y necesario para mucha gente. Cobraba en cuenta, era inteligente y entretenido y garantizaba los trabajos: "No quiero volver por algo que hice mal".




Sin embargo, pronto comenzó a regresar con frecuencia a algunos lugares. Ciertamente, la mayoría no se dio cuenta al principio. Fue el Negro Collazo, viejo zorro y habitual caminador de tardecitas y noches, generalmente borracho, siempre presto para hablar mal de alguien, quien dio la voz de alarma, una madrugada de truco y caña con pitanga en lo del Chiquito Otegui:




-Este muchacho, el Serafín, me parece que es baqueano con las minas-. Las barajas mugrientas y las copas cálidas fueron desplazadas, en la atención de los otros, por la figura del Negro, maciza, desprolija, casi amenazante. Su picardía de siempre, su olfato, auguraban novedades: -Vení acá, que hay pie- le dijo al compañero, haciéndose el distraído. Le encantaba llamar la atención ajena, guardarse hasta el último momento el dato preciso, ignorado por la tertulia. Pero aunque le gustaba exagerar no mentía jamás, por eso le costaba hallar pareja para el juego. Por eso y por su prepotencia, que en ocasiones se acentuaba por el alcohol, tanto que ya tenía una muerte encima. Y porque se había vuelto medio jactancioso, desde que trajo una morocha teñida de rubio, bastante entrada en carnes, de un "queco" de la capital para su rancho.




-¡Dejate de joder con el truco, Negro!- gritó el Cascarilla Batista-. Y contá lo que sabés, que se me antoja interesante.





Collazo echó una mirada abarcadora al boliche, lenta, deteniéndose en cada uno de los presentes. Volvió a encender el cigarro armado a mano, sin apuro, y al final dejó caer la bomba:




-Se está volteando a la viuda de Molina...




La expectativa se desinfló. ¿Tantas vueltas para eso? La viuda en cuestión no tenía compromisos. Desde que murió su marido, rematador de haciendas, se había dedicado a la educación de sus dos hijos y a tejer para afuera. Una mujer interesante, eso sí. Cuarentona, pero enterita. De piernas bien torneadas, caderas firmes y pechos abundantes. Andaba poco por el pueblo, no miraba a nadie y había resistido con dignidad variados asedios, entre ellos el del gerente del Banco República, más cargador que pulga de tapera. Que se la montase el recién llegado, a fin de cuentas, no podía sorprender a nadie. De hielo no era, claro.




-Andá a cagar, Negro- contestó, al fin, el Cascarilla.




-Lo que pasa -contraatacó displicente pero de inmediato el aludido- es que yo creo que este pibe recién arrancó... y creo que hay algo más...¿me hago entender o no?

El silencio que cayó encima de esa frase fue espeso, unánime. En la cabeza de unos cuantos había comenzado a germinar la semilla, tímida todavía, de una sospecha y de incertidumbres varias. Collazo agarró el mazo de cartas y lo entreveró un poco, para entretenerse; luego acomodó los porotos del tanteo armando un montoncito desparejo. Y recién entonces, mirando al mostrador de madera del fondo, donde se acodaba un hombre fornido y barrigón, de poblado bigote y pelo entrecano, lanzó la pregunta con malicia:




-¡Che!... ¿A vos no te han andado fallando las canillas últimamente?




Era el resto de la información, entregada como un tiro por el costado de la barrera, esos de comba acentuada y el peso de una piedra en la pelota. ¡Qué hijo de puta, el Negro!

Ahí fue cuando el Loco Montes pareció despertar de su habitual letargo etílico. Un tipo especial, si se puede decir. Ya veterano, recibió en herencia unos campos en la sexta sección judicial. Los vendió bien y desde entonces dedicó su vida a disfrutar, a su modo, y gastar la plata. "Para vivir como Dios manda", contestaba cuando algún comedido le advertía que podía quedarse sin un peso. Sus únicas inversiones serias fueron un Ford del 48 y Rosaura, la menor de los Roballo, con quien se casó en un abrir y cerrar de ojos. Rosaura tenía veinte años menos que él y cuando llegó al altar era dueña de cualquier virtud menos la inocencia. Criada poco menos que en la calle, sin mucho freno ni horizontes a qué aspirar, quizás vio en aquel hombre mayor, de bebida fácil, apariencia protectora y la billetera llena, todo cuanto le había faltado desde que nació. Llevaban quince meses juntos y parecían felices. Pero al Loco le gustaba mucho la caña y el vino y se quedaba ratos largos, muy largos, en los boliches. Las malas lenguas sentenciaban que dejaba sola demasiado tiempo a su mujer.




Montes se separó del mostrador y fue caminando, muy lento, hasta quedar delante de Collazo. No se le conocían reacciones violentas; más bien tenía fama de componedor, de tipo afable y manso. Pero... nunca se sabe. En una de esas pensó golpear al Negro o hasta asestarle una puñalada, porque con cuchilla andaba. Nadie lo sabrá jamás.





-Puede ser, puede ser... -empezó a decir mirando fijamente al otro-. Ahora que lo mencionás... por tu rancho han andado cambiando enchufes medio seguido ¿no?-. Luego, sin más, dio media vuelta, atravesó la puerta y se perdió en una oscuridad que dolía, que era como una amenaza. Después de lo que vendría, muchos se preguntarían que fue lo que pasó por su cabeza en aquellos breves, dramáticos instantes.





El Negro se quedó quietito como un buda callado, flotando en la nada y, de pronto, empezó a repartir cartas para otro truco. Apenas si se notó una brevísima sombra empañándole los ojos. Siguió jugando como si nada, pero, cosa rara en él, perdió cuatro partidas seguidas.





Serafín apareció muerto, dos madrugadas después, tirando en una zanja. Degollado, según el forense.




Al comisario y al Juez Letrado les fue imposible averiguar algo consistente. En lugares así, la sangre que no es del pago, en el suelo, sólo sirve para abono. Los datos aislados, las supuestas pista,s se fueron diluyendo en una suerte de conspiración de silencio. El expediente se cerró a los dos meses, repleto de testimonios vagos, insustanciales, contradictorios. Cuando les tocó el turno al Negro Collazo y al Loco Montes la versión no tuvo una fisura: esa noche, durante horas, hasta que clareó, habían jugado al truco juntos, en lo de Otegui. El bolichero dijo que siempre le caía mucha gente, que eran parroquianos habituales, que no podía estar fijándose en todos, que, que a lo mejor habían estado jugando a las cartas, cómo no. Y el Cascarilla y los otros lo confirmaron, una y mil veces. Total, el Serafín se lo había buscado. ¡Mire que andar de "pata e' bolsa", viniendo de afuera, con mujeres ajenas!





Al paso del tiempo, casi todo se fue olvidando en el brumoso aburrimiento de pueblo chico. Sólo algo quedó, agazapado, en la memoria de unos pocos. Fue lo que unos pocos oyeron decir a Montes una noche, después del derrumbe de la investigación, al Loco Montes acodado al mostrador al lado de Collazo:






-¿Viste, Negro, lo que es el truco? Hasta entre cornudos se puede armar una buena yunta...









(·) Este relato, reescrito por el autor para Delicatessen.uy, pertenece, como otros anteriores, a un libro de cuentos que editó a fines de 1993: El quilombo y los cuentos del otoño.







Antonio Pippo, nació en Buenos Aires, pero no dudamos que se considera oriundo de San José de Mayo, pese a vivir desde hace varias décadas en Montevideo. Es periodista, escritor, investigador del lenguaje del tango, narrador oral en lunfardo. Trabajó en televisión, prensa y radio. Es columnista de los semanarios Búsqueda y Voces. Es autor de, entre otros libros, El quilombo y otros cuentos de otoño, Obdulio con alma y vida o Jazmín de noviembre. Es autor y recitador en los espectáculos poético-musicales Bien polenta y Tango íntimo.

Jaime Clara