Hay una cantidad de características nuevas que ha ido incorporando la sociedad, por cierto a considerable velocidad, durante los últimos años: apuro, prepotencia, tendencia a la ira, intolerancia, falta de respeto por los demás e inmersión frecuente en el individualismo con una grosera, tosca indiferencia por lo que ocurre alrededor, salvo que al “nuevo ciudadano” lo molesten de algún modo, lo roben a plena luz del día o un vehículo lo pase por encima, sin consideración, al cruzar inadvertidamente la calle con una resplandeciente luz roja en el semáforo habilitante.
Estas características afectan con severidad la convivencia, al menos tal como uno –que ya carga quizás demasiados años- la recuerda de décadas anteriores.
Creo que este proceso tiene que ver con la tecnología en continuo avance que ha invadido el planeta, con obvios beneficios para los ciudadanos en múltiples áreas pero también con ciertos defectos que no advierto aún si desaparecerán o empeorarán en un futuro que, por la rapidez con que este fenómeno se desarrolla, está a la vuelta de la esquina.
Para dar un poco de color a la cuestión, y no entrar en una dramatización teatral, excesiva, caeré en la auto referencia. Cada día, salvo los fines de semana, hay un rito sagrado que debo cumplir y he dado en llamar “la vuelta del perro”: caminar una pocas cuadras, a veces más, a veces menos, para comprar la comida, pagar facturas, visitar el quiosco de un amigo y, de tanto en tanto, pasar por la farmacia más cercana o hacer uno que otro trámite de los tantos que acatamos mes a mes. No exagero si confieso que, pese a mis esfuerzos, que la edad limita peersistente, y con plenitud de conciencia de lo que va a ocurrir en los siguientes segundos, me empujan, chocan paquetes contra mi cuerpo, tropiezan conmigo pese a haber espacio para que eso no ocurra y, casi como una regla general, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, cierran la incidencia con un insulto aumentando a cada paso, sin remedio, mi perplejidad y mi apresuramiento a seguir para evitar males mayores.
¿Qué es lo que ocurre en mi entorno, a mi lento pero cuidadoso paso?
Todos mis “contendientes” están fuera de la realidad que compartimos. La razón. El uso de diferentes tipos de celulares e incluso conversaciones usando ese aparatito más sofisticado con micrófono y auriculares. A esto –pura influencia inconveniente de la tecnología- se añade una cultura del “!sal de aquí!” o del “¿por qué no miras donde caminas?” que, de forma muy poco gentil, cuando no suma un insulto soez, la persona que causó el “accidente” me regala sin detener su paso.
No es todo, claro. Esta cultura del encrespamiento emocional agresivo hoy se extiende en los viajes en transporte colectivo, a veces junto a un solitario e incómodo taxista, a la entrada o salida de escuelas y liceos y hasta en la atención al público en variopintos comercios, incluidos bares y restoranes, y qué decir de las mutualistas, sitios adonde el mero sentido común gritaría con un megáfono en la esquina “que algo anda mal”.
Estoy generalizando, es obvio. Aún se nota gente apegada a lo que habría que denominar “viejas (¡y tan sanas!) costumbres de antaño”. Pero es una minoría. El detalle esencial es si esto va a durar y puede soñarse con un cambio a determinado plazo, o si, por el contrario se extenderá sin que haya quien pueda adivinar o intentar una hipótesis que nos dibuje un destino con el que podamos jugar a pura imaginación, como si tuviésemos un mecano del cual ni siquiera una pieza está en nuestras manos.
Me hago cargo de algo: habrá lectores que me endilgarán el adjetivo de exagerado. Y también otros, con más conocimientos sobre tecnología de época y sociología que yo, que me juzgarán de ignorante. Tienen todo su derecho. Hay libertad de pensamiento y expresión. Tal vez aparezcan otros más, que se sientan cercanos a mis sentimientos y reflexiones.
No es lo importante. Lo que vale la pena es observar la cotidianidad, analizarla con un libre juego de ideas crítico y la ética del postulado –que significa tener una convicción pero estar dispuesto a aceptar haber errado si se nos prueba con hechos objetivos, verificables-, y pensar hasta la extenuación en las conductas diarias, comenzando por la de uno mismo.
Antonio Pippo nació en Argentina y su familia se mudó a San José siendo aún un niño. Viene ejerciendo el periodismo desde hace sesenta y tres años: prensa , radio, televisión. Fu director de informativos de todos los canales de televisión, públicos y privados. Ha escrito y publicado varios libros. Estudioso del tango, es también artista y participa y ha dirigido espectáculos como empresario durante años.
Son clásicas las columnas que publicó durante años en el semanario Búsqueda y aún en la Agencia Mundial de ensa.
Ha sido docente de periodismo de opinión en la Universidad ORT.