Mariposa de sol, amor de un solo hombre, tejedora incansable de palabras y frases que guardaste hasta el fin en tu bitácora, ¿qué oscurecida angustia te llevó a decir un día “sola no soy nada”, como si los otros, tus fieles lectores, fueran la necesaria, única tabla de salvación?
Tú, Amanda, que jugabas con silenciosos objetos como una niña, tú, que reías al ver la sorpresa de quienes te veían escribir con las dos manos al mismo tiempo, algo casi irreal, pero que habías aprendido a hacer en lejanos años cual chiquilina inquieta a la que urge resolver juegos desafiantes. Tú, Amanda, escribiste:
-A veces en que estamos sobre el mundo/ para ver la espantable maravilla,/ en que vemos nacer la primavera/ bajo un grito mortal, como los niños…
Amanda, Amanda, cuán querible fuiste, siempre corriendo a escribir, aun después del doloroso desprendimiento de Juan Pedro, tu enamorado desde la adolescencia, aquel que demoró en besarte y, cuando lo hizo, te despintó los labios.
Una vida sin desunión. Dos fundiéndose en uno, tantas veces apenas tomados de la mano y mirándose, sólo mirándose sobre una mesa con un mantel de girasoles enormes. Amanda, la “digna de ser amada”, y los pájaros. Amanda y el césped que acaricia los pies descalzos y de ahí el cielo, ese cielo que te apasionaba representando el infinito que te cautivó y no alcanzaste.
Mujer dulce, coqueta y fiel a sus admiraciones: Leonardo da Vinci, el único del que Juan Pedro tenía celos porque te conquistó antes, Paul Valèry, Juan Ramón Jiménez y… ¡la Cinta de Moebius! Tanta inspiración, tanta pasión expandida, tanta inquietud que te llevaron, entre hombres enérgicos e inspirados, a la cabeza de la generación del 45, junto a tu amiga Idea y al reconocimiento cariñoso de quienes te leían, premios, homenajes. Y hasta tus pinturas y dibujos, aquellos de años infantiles, también confundidos como un abrazo protector, cálido, querido.
Pero, sin embargo, aquella angustia indefinible, siguió presente Amanda:
-Hay veces tan difíciles, y estamos/ de pie, en la irrespirable tolerancia/ de la tierra, entre luces de peligro/, comiéndonos las uñas, escribiendo/ una letra con tierra sobre el cielo,/ para vernos el hasta dónde, el hasta/ cuándo, y vernos a veces como muertos/ con los huesos floridos,/ así reyes yacientes y enjoyados…
¿Qué escondían esas palabras como puñales? ¿Acaso aquel interés, que sobrellevaste hasta el morir, por el futuro, por lo que cambiarían la técnica y la ciencia, te empujó hacia los experimentos con una poesía que formó un riquísimo paisaje estelar que algunos, espíritus incomprensivos, calificaron de “atrevimiento”.
No, no. ¡Si ahí revolotean la maravilla y la diversidad sobre la planicie de la belleza, cual pureza de una revelación! O un milagro. ¿Por qué, entonces, le confesaste aquella tarde a Tatiana Oroño: “Si, pero vamos hacia otro terreno, todo a nivel de la mente. Yo no creo en brujas…, pero creo en la comunicación cerebral, en esas ondas que hacen que yo pueda hablar contigo, o comunicarme con alguien que no está”.
¿Juan Pedro? ¿Él personificaba esa angustia que no quiso dejarte hasta el definitivo cierre de sus ojos? ¿El amor incorporado, inseparable del padecimiento de ya no verlo, de ya no tocarlo, de cargar con la memoria desvelada, sin sueño posible, sin descanso salvo a través de las palabras, dejando un rastro de pesimismo y certeza?
Ese rastro que, aun en el disfrute de tu esplendorosa poesía, no entendimos:
-…Para vernos./ Y hay veces entre otras, tan serenas,/ en que vamos de sombra, y no se ve.