Montevideo amanecía con el aire agrio de la costa, y sobre el muelle de Santa Catalina el olor a sal y gasoil se confundía con el de los juncos húmedos y el pescado recién muerto. Era un remanente arcaico, emanado desde el fondo de los años. Los hermanos Duarte lo conocían de memoria desde niños, cuando su padre —ya vencido por la fatiga— solía llevarlos a remar sobre el mismo lomo verdoso del río.
Evaristo y Silvio Duarte habían nacido en el mismo cuarto; uno en la madrugada, dos años más tarde, el otro en la hora amarilla en que los gallos comienzan a dudar del auspicio de su oficio. Desde entonces sus vidas corrieron paralelas como las quillas de un mismo barco. Pescaban juntos, callaban juntos, y juntos regresaban cada tarde al barrio obrero donde los aguardaba su madre, una mujer corpulenta y casi muda, envuelta en un delantal gris que solía oler a frituras o a agua fría.
Durante años la rutina había seguido una inquebrantable simetría, iniciada con los preparativos de la salida previo al alba y el ronroneo del motor oxidado antes de calentar. Río adentro, con las redes tendidas como una tela de araña y su inagotable espera sobre el oleaje; con el final marcado por el regreso cansino portando la canasta casi vacía y la idéntica resignación que se parecía demasiado a la fe. Pero ni los amaneceres, ni el paso de las lunas cuasimonótonas y temporales, prodigaban en su cotidianidad el más ínfimo contraste o desemejanza, factible de abrir una puerta o ventana que dispusiera ante sus ojos el paisaje de una existencia alterna. Sólo dos puntos cardinales diferenciaban los crepúsculos de cada día. Hasta que en el caudal providencial de ambos vino a emerger, cual sirena arramblada en una marea mágica, aquella muchacha delgada, de pelo trigueño y ojos color de puerto, que se dio a conocer al poco de alquilar una pieza detrás del almacén de Don Gadea.
Se llamaba Lucía Lezica y no pertenecía al barrio. Su acento traía una levedad foránea, o música que no era del río. Decía provenir de Durazno en busca de un mejor horizonte, aunque algunos sospechaban que venía huyendo de alguien o de algo, imposible de arriesgar saber. Como fuera, su presencia desentonaba con el aire resignado de los pescadores; vestía con una prolijidad que resultaba poco menos que insolente por aquellas calles de barro con huellas de perros, carros y pies descalzos. Sus movimientos y cadencias denotaban una dulzura cautelosa, como si cada gesto hubiera sido con antelación sutilmente ensayado ante un espejo.
Los Duarte la conocieron una tarde en que el motor de “ El Lucero” —así se llamaba el viejo barco— se negó a volver a encender. Mientras Silvio lo maldecía y aporreaba con las manos ennegrecidas, ella apareció parada bajo el dintel de la puerta del almacén, ofreciendo un balde de agua para enfriar el carburador. Fue un gesto mínimo, pero que bastó para que ambos hermanos quedaran atrapados, como quedan los peces en sus propias redes; (y algunos otros marineros ante el canto de una sirena cuya singular progenie alcanza al mismo Ulises.)
Desde aquel día, el río pareció expandir su dominio y cobrar un nuevo y más sugerente matiz que, con creces, superaba el de frecuente y plano recurso de actividad laboral. Evaristo, el mayor, de mirada oscura y voz más pausada, se hizo de una navaja de segunda mano y comenzó a afeitarse con esmero, en un trozo de espejo, antes de salir al mar. Silvio, más joven, de humor errante y una violencia apenas contenida, se demoraba en el almacén con cualquier pretexto; un paquete de yerba diferente, un litro de nafta, una o varias palabra de más que, ante todo, lograsen contener un poco más al tiempo escurridizo. La madre se había percatado de aquel cambio, pero, de momento, prefirió abstenerse de dar a conocer su opinión al respecto. Asimismo, cuando la chica aparecía, ella se internaba en la penumbra de su cocina.
Lucía, por su parte, los recibía y trataba a ambos hermanos con la misma despreocupada sonrisa que no prometía nada, pero que tampoco negaba ni se atenía al límite de ninguna circunspección para una joven recién llegada.
El verano sobrevino con su resplandor fatigoso, y el barrio pareció, tal como se esperaba, derretirse con los mormazos sobre el empedrado. En las noches sin viento, los pescadores se reunían con sus pipas frente al río para beber caña y ataviar las mismas historias gastadas desde estaciones previas junto al fulgor de una sobria fogata. Pero a casi ninguno extrañó que los hermanos Duarte, ante el reciente y persuasivo “distractor”, ya no participasen, como antes, de esas tertulias. Sus ausencias y silencios voluntarios se habían tornado en otra cosa; una suerte de fraterna pugna subterránea, o la inconfundible señal de una distancia inasible que todos notaban pero nadie osaba mencionar.
A veces, al atardecer, Lucía aparecía por el muelle,con un vestido corto, el cabello suelto y sus sandalias en la mano, fingiendo esperar a alguien. Se quedaba mirando en lontananza, como si en aquella franja rosácea pudiera leerse su destino. En una ocasión, Evaristo la acompañó, sumidos en su plática, hasta su casa. Otro día fue Silvio quien la escoltó, cargándole las sandalias. Las lenguas del barrio tejieron lanzados rumores que se multiplicaron como gaviotas sobre un cardumen de sábalos a flor de agua.
Don Gadea, que era un viejo lobo de mar de muchas vigilias, aseguró haberlos visto discutir una alborada, cerca del galpón de las redes. Nadie supo el motivo exacto de la gresca, pero poco después de aquel incidente los hermanos, por decisión compartida, volvieron a salir juntos a pescar, pero sin compañía de terceros o cuartos.
“El Lucero” zarpó en solitario una medianoche de octubre sin luna. Los otros pescadores del grupo —Ramírez y el Tuerto Ledesma— habían sido “invitados” a permanecer en tierra firme. “Queremos probar suerte solos”, había dicho Evaristo en un tono de voz que no admitía réplica. El viento era suave, el río parecía adormilado. Silvio encendió, entonces, el motor con un gesto seco. Más sobre la popa, Evaristo acomodó las redes en silencio. A lo lejos, la ciudad ya se divisaba como una hilera de luces moribundas.
Ninguno fue capaz de emitir alguna palabra durante la primera hora de avance. El motor tosía su letanía habitual, y el olor del combustible se mezclaba con el del agua salobre.
Evaristo fumaba tabaco más de la cuenta y observaba el horizonte como si aguardara la voz de un oráculo.
Fue Silvio, con una ansiedad contenida, quien rompió el silencio:
—Me dijo Gadea que la viste anoche —dijo, fingiendo indiferencia.
Pero, Evaristo, no respondió. Miraba la estela que iba arando en el agua la embarcación.
—No mientas, hermano. Fui yo quien la vio salir de tu rancho.
Evaristo dejó de mover las manos. El silencio entre ambos se volvió una piedra.
—No es lo que pensás —dijo, al fin—. Vino a pedirme un favor.
Silvio sonrió con un rictus casi infantil.
—Un favor... A vos también te pidió un favor, entonces.
—Mejor, no sigas, Silvio.
—¿Qué cosa no voy a seguir? ¿Decirte que te vi mirarla como si fuera sólo tuya? ¿O que ella me buscó primero a mí?
Evaristo se incorporó pausadamente.
—Ella no es de ninguno —dijo con voz baja—. Y menos tuya, hermanito.
—¿Ah, no? —replicó Silvio, aproximándose pendenciero —. ¿Y quién te creés que sos para decidirlo?
El motor continuaba su monótona respiración mientras el río se extendía, indiferente, como un animal cancino. Las palabras se sucedieron, ásperas, inútiles.
Hasta que, sin saber quién lanzó el primer golpe, el silencio se quebró con un ruido sordo.
El barco se mecía violentamente, al igual que en una tormenta. Silvio tropezó con el balde de carnada; Evaristo se le echó encima y lo sujetó del cuello. Los dos forcejearon un poco más, respirando con furia. En medio del fragor, una ola mayor hizo tambalear la embarcación. Entonces el cuchillo que servía para cortar las redes y palangres se deslizó por un borde, hasta caer de punta y quedar clavado, como un dardo, al suelo de madera entre ambos. Durante un segundo, el tiempo se detuvo y el río enmudeció.
Fue Silvio quien se adelantó y lo tomó primero.
Pero Evaristo, más fuerte, llegó a sujetarlo por la muñeca.
El cuchillo salió despedido, girando en el aire, describiendo un destello que pareció multiplicarse en el agua.
Luego, el advenimiento de la quietud y el silencio.
La quietud de toda sombra humana y un silencio con forma de respiración rota.
Al amanecer, unos pescadores paraguayos hallaron a “El Lucero" a la deriva. El motor seguía humeando encendido, y la cubierta estaba desolada. Dentro del barco descubrieron un solo cuerpo; el de Evaristo, con la mirada perdida en el cielo bajo, el pecho abierto y una herida que parecía un mapa.
De Silvio no había rastro por ninguna parte.
Tras algunos dias de investigaciones, las autoridades portuarias finalmente registraron el hecho como “accidente fluvial”. Evaristo fue sepultado en el pequeño cementerio de Santa Catalina, junto a la tumba del padre. La madre empapó su pañuelo de lágrimas, aceptó los pésames y abrazos, pero nunca emitió palabra.
Lucía no asistió al entierro. Durante semanas se la vio caminar por el barrio con una expresión impenetrable, hasta que un día simplemente desapareció del todo. Algunos dijeron que había vuelto al interior; otros juraron haberla visto embarcarse rumbo a Buenos Aires con una gran maleta.
Pero las historias nunca cierran su itinerario donde los hombres creen.
Años después, un pescador viejo —quizá el Tuerto Ledesma, aunque otros dicen que fue Ramírez— divagó primero, pero lo aseguró después, que en ciertas noches sin luna llegaba a oírse el inconfundible traqueteo del motor del Lucero rugiendo en la distancia de las aguas negras, dejando atrás, apenas una estela luminosa disolviéndose lentamente, como un sueño que no quiere terminar.
Los pescadores más jóvenes no esperaron para desacreditar, o directamente mofarse, de semejante relato; sin embargo los más veteranos, se llamaron al silencio como doña Medea, madre de los hermanos. Algunos otros, incluso, empezaron a evitar la profundidad insondable de la costa después de medianoche…
El río, mientras tanto, seguía, en sus crecidas y bajantes, oliendo a sal y a muerte.
Lucía regresó un invierno, muchos años después. Había envejecido poco, o tal vez era el recuerdo de los otros lo que había envejecido demasiado. Nadie la reconoció al principio. Traía consigo un niño de la mano.
Dijo que buscaba a los Duarte.
Cuando le contaron lo ocurrido, no pareció sorprenderse. Pidió visitar la tumba de Evaristo.
El sepulturero, acostumbrado a la indiferencia del barrio, la condujo hasta una lápida sin flores.
Allí, Lucía se arrodilló ante la piedra y permaneció un largo rato, sin llorar. Luego tomó la mano del niño y le susurró algo al oído.
—¿Quién era el señor de la tumba, mamá? —preguntó el chico.
Lucía no respondió enseguida. Lo hizo después de atravesar el muelle.
—El señor que enseñó a tu padre a mirar el río.
Nadie supo más de ellos.
Dicen que el río no olvida. Que su bruma renace y se gana en las calles del oeste, con una neblina proveniente de otro tiempo, cargada de murmullos y ecos.
Cuando esta bruma llega, los viejos pescadores evocan, en voz baja, a los hermanos que se amaron y odiaron con parejo fervor, y también a la mujer que fue, sin quererlo, la encarnación humana de su trágico destino.
El río, que ha visto morir y resucitar a demasiados hombres, se atiene a albergar ese, y otros arcanos, con la paciencia inmortal del agua revuelta. Dario Amaral
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