Cómo se siente entrar al Palacio Salvo? Es raro
ingresar a un lugar que es monumento histórico y a la vez casas de
familia. Patrimonio público y espacio privado.
Un mundo. Con sus enigmas y misterios. Con vida propia.
Resulta fascinante mirarlo desde abajo, cuando cada vez
está más cerca y la torre comienza a esconderse, algo distorsionada por
la perspectiva.
Cruzar el umbral... ¿dónde?
¿Por el estacionamiento, descendiendo hasta las
entrañas? ¿En el Pasaje Andes, por la escalera oculta tras una puerta de
hierro o los ascensores que están al lado? ¿Frente a la Plaza, por una
puerta de servicio que parece no habilitada? Quizás por el hall
principal, iluminado, adornado con murales que ilustran momentos claves
de la vida del edificio. O por la entrada de al lado. Allí está
-escondida a un costado- una de las escaleras señoriales, de mármol
blanco y gris.
Los primeros peldaños pasan lento, mientras la mirada
recorre los detalles. Un vitral pequeño anuncia un ambiente amplio y
oscuro. El piso de mosaicos brilla -dibujando guardas verdes, lilas,
amarillas, pájaros que parecen custodiar las esquinas- aunque los
reflejos lleguen desde ventanas lejanas. Al fondo Radio 30, casi
transparente. Alguien que sale, rápido.
Otra escalera de mármol veteado y herrajes con el logo del edificio, sugiere la continuación del camino.
Espacio bañado de blanco. Vestíbulo del antiguo salón
de fiestas. El interior aséptico, víctima de una lluvia de pintura y
yeso. Selva de cables, conexiones y nudos que atraviesan o sobrevuelan
tabiques que lo compartimentan, puestos como ropa precaria.
En el centro permanece el balcón interior, donde
tocaban las orquestas. Ecos de trompetas, bandoneón y tumbadoras.
Bordeándolo, las ventanas a los balconcitos que dan hacia la plaza,
inutilizados ahora por cristales que llegan hasta el suelo.
Del otro lado es sólo la escalera, que se abre en
dos. Al subir aparece el vitral, ocupando todo el campo visual. Cercano
en sus detalles y uniones de plomo, en sus mellas. Despojado de la luz
que seguramente dispondría en tiempos de esplendor. "Los barqueros del
Volga" miran desafiantes y convencidos.
El reflejo de un luminoso advierte -en medio de la oscuridad- la presencia del Club "Casa del Billar", escondido y silencioso.
El pasillo sigue. Hay puertas laterales, con la
particularidad de abrirse a escaleras internas y a otras puertas, como
si fueran apartamentos diferentes, con más de un nivel.
La luz llega desde una claraboya resplandeciente que
corona el pozo de aire. Al llegar al último escalón, se abre un palier
amplio y rectangular, con promesa de ser definitivamente un elemento
regular y previsible.
En el centro la P y la S entrelazadas, los vértices
adornados con la flor de lis. Al frente los tres ascensores y a la
izquierda las ventanas de madera que dan a la primera azotea.
Al otro lado están los apartamentos. Luego empiezan
los pasillos, los recovecos, el laberinto. Corredores que salen a otros
corredores. Puertas casi todas iguales. Sólo algunas con marcas, timbres
especiales o alguna placa.
Aunque los focos se vayan encendiendo a medida que
uno pasa, no quiebran la oscuridad, o más precisamente la sensación de
ir ingresando a lo profundo, a la posibilidad de perderse.
En un rincón un ascensor antiguo y grande, junto a
la escalera. Tras una esquina dos más, que dan a un pequeño espacio, con
ventanas a otro pozo de aire.
Hay puertas que no se sabe hacia dónde conducen, ductos y escaleras escondidas.
Por una de ellas se llega al quinto piso, o al sexto quizás. Se escucha música, el ruido de una escoba. Pero no aparece nadie.
Se van iluminando puertas y paredes, vericuetos,
descansos. Alguien abre, mira. Desde el palier pequeño se divisa la
cúpula. Frente a los ascensores que quizá lleguen desde el Pasaje Andes.
La torre -sola- vista esta vez desde adentro, como si se tratara de
otro edificio.
Un muro cierra la escalera estrecha. De vuelta en el
hall principal, una ventana sin tranca. Se adivina el viento por su
silbido. Al abrirla con cuidado pega fuerte. Hacia arriba se presiente
la torre, exactamente encima. Revelada en sus detalles, por las
sinuosidades que sobresalen de su contorno, por las cornisas y
concavidades de los balcones. Hacia abajo el "patio trasero" del Salvo.
Persianas pintadas de diferentes colores, ropa colgada, cables, los
desagües de las graseras.
El último escalón lleva a la máxima claridad, bajo
la claraboya que se vislumbraba desde el principio. La culminación de la
base, el fin de las certezas.
Es necesario recorrer el piso para poder continuar
el camino. Parece el más intrincado. Algunas puertas anchas, pasadizos
oscuros, intersticios que no había en los otros. Los ascensores terminan
allí. Aunque alguno de ellos debe llegar más arriba. Una escalera se
cierra en una puerta de hierro, otra en una de madera.
Finalmente, una pequeña y de mármol conduce al piso
superior. A un lado una terraza amplia, al otro un palier angosto hacia
donde dan los apartamentos, que no son más de cinco o seis.
Los pisos se suceden, las distancias se reducen. Ya no hay luz natural. Comienza una especie de vértigo en el ascenso.
El sonido de una llave rompe el silencio, antes
quebrado apenas por algún ruido perdido o por la presencia cada vez más
manifiesta del viento.
Las únicas pistas para saber el punto exacto del
recorrido son los números que indican algunos de los apartamentos. Mil
quinientos y algo, el mármol rosado y gris en las paredes. Mil
setecientos, el intento de recuperar el diseño original en los mosaicos,
con un una flor de lis que quiere aparecer tras las pisadas, las capas y
el paso de los años.
Mil ochocientos, un mural con el retrato de Frank
Sinatra joven. Mil novecientos, una puerta de madera gruesa e imponente.
Dos mil cien, una ventana al final del pasillo.
Por un instante el contacto con el exterior. La luz.
El vértice de una de las torretas, increíblemente vista desde arriba,
casi al alcance de la mano. La ciudad extendiéndose, allá abajo.
Piso veintidós, una ventana cubierta y un cuadro tal
vez de Venecia, con góndolas, colgado en una de las paredes. No aparece
nadie, como si el edificio estuviera vacío y sólo fuera un monumento
para visitar.
Piso veintitrés, una sola puerta. Una abertura
protegida con rejas, cerrada con candado. Tras el vidrio el balcón.
Quizás el más alto. Sitio casi exclusivo de quien viva allí, si es que
vive alguien.
Otra vez la ciudad y el mar.
Hace rato no hay señales de vida. Sólo el silbido del viento y el ruido del ascensor cada vez más lejano.
Se acerca la cúpula. Una puerta, como las otras, no
puede imaginarse exactamente hacia dónde dará ni qué vericuetos -de los
que se ven desde afuera- unirá o permitirá acceder.
Comienza una escalera de madera. Luces dicroicas
marcan el rumbo hacia el piso de arriba. Sendero que vuelve trunco una
reja. Fin del camino.
A través de ella pueden verse las ventanitas del
mirador, que hace unos años se instaló nuevamente y estuvo por un corto
lapso funcionando. También se ven las raíces de la antena, actualmente
poco a poco desmontada.
El fin del camino.
Queda iniciar el descenso. Pasar nuevamente por cada escalón, frente a cada puerta.
Detrás de cada una de ellas se esconden y tejen
historias, leyendas. En los corredores, en los pasadizos. En muchas de
las personas que viven o vivieron en el edificio, que trabajaron en él o
lo pensaron. Que volvieron posible y alimentaron con sus acciones la
larga vida que lleva, y más aún, la memoria.
Se trata de descubrirlas, de recrearlas. De intentar
atravesar espacios y épocas, para que de algún modo nuevamente surjan:
tanto como cada uno de nosotros podamos trazarlas y rescatarlas,
infundiéndoles un nuevo soplo de vida.
(*) Autores de Historias del Palacio Salvo (480 pesos, distribuye Gussi) de donde está tomado este texto.