Autor: Doctor en Ciencia Política.
Profesor del Instituto de Ciencia Política de la Facultad de Ciencias
Sociales de la Universidad de la República.
Afirmar que Venezuela es una dictadura resulta tan erróneo como sostener
que es una democracia. Lamentablemente, la república bolivariana se
encuentra extraviada en algún punto intermedio entre ambos estadios
políticos. Venezuela es un país que realiza elecciones limpias y
competitivas regularmente pero muchos de los derechos típicos de la
democracia no se cumplen. Esa contradicción responde al profundo
desacuerdo de los actores respecto a las reglas básicas con que el
sistema político debería funcionar.
Hace dos semanas, se cumplió un año de la desaparición física de Robert
Dahl, uno de los politólogos más influyentes del siglo XX. En su libro
La Poliarquía (1971), Dahl enseña que el gobierno democrático debe
brindar igualdad de oportunidades a sus ciudadanos para formular y
manifestar sus demandas sin sufrir por ello perjuicios o persecuciones. O
sea, la democracia como régimen político debe garantizar libertad de
expresión, de asociación, de votar representantes, elegibilidad de los
principales cargos públicos, diversidad de fuentes de información;
elecciones libres e imparciales; etc. Dahl denominó poliarquía al
régimen que consagra esos derechos y señaló que la profundización o
reversión de los mismos puede cambiar la naturaleza del régimen
político. O sea, un país puede ser democrático en tanto haga cumplir
ciertas garantías del juego político y si las vulnera dejará de serlo
rápidamente para convertirse en algo muy diferente. De allí la metáfora
de que la democracia es como una planta que requiere ser regada cada
día. Exige cuidados, observancia y respeto a sus reglas básicas, algo
que Venezuela no ha logrado en las últimas tres décadas.
En los años setenta del siglo pasado, Venezuela había alcanzado un
status poliárquico. La mayoría de los requisitos de Dahl se cumplían a
cabalidad pues no sólo había elecciones limpias y regulares sino también
alternancia en el ejercicio del poder. El país era admirado en la
región por su desarrollo político, su pujanza económica y sus
incipientes logros sociales. Mientras en el continente cundían las
dictaduras militares, Venezuela recibía exiliados y sus gobernantes
denunciaban en foros internacionales la situación oprobiosa sufrida por
sus vecinos. Sin embargo, las cosas comenzaron a andar mal en los años
ochenta. La crisis del petróleo asestó un duro golpe a su economía al
tiempo que los partidos políticos tradicionales abandonaron su talante
programático y adoptaron un estilo de hacer política de corte
particularista. Los sucesos de corrupción comenzaron a multiplicarse
mientras la economía ingresaba en un letargo interminable. Los
organismos multilaterales tan propensos a las recetas recomendaron
ajustes económicos que los gobiernos de la época cumplieron al pie de la
letra. Por esos motivos, los noventa fueron años críticos, con
protestas sociales, muertes en las calles, intentonas de golpe, un
presidente destituido por corrupción, y unos partidos cada vez más
alejados de la ciudadanía. El derrumbe se precipitó en 1998 con la
aparición del comandante Hugo Chávez Frías, quien fue capaz de
interpretar el desánimo y frustración de amplios sectores de la
población. El salvador fue ungido para enfrentar la corrupción
partidaria, la exclusión social y el crónico rezago económico. Para ese
entonces, ya era un error considerar a Venezuela como una democracia en
términos de Dahl. El régimen había dejado de ser una poliarquía para
transformarse en un híbrido, muy próximo a la democracia delegativa tal
cual la definiera Guillermo O´Donell.
En el año 2000, el Comandante Chávez sancionó una nueva constitución
mediante un método de reforma no previsto en las reglas de juego
(consulta popular, elección de una Asamblea Constituyente, y plebiscito
ratificatorio) lo cual generó un fuerte rechazo de sus opositores. El
pacto constitutivo del nuevo período nacía sin el consenso
imprescindible de los actores políticos pese contar con un innegable
respaldo popular. La elección de autoridades bajo el nuevo formato
permitió a Chávez concentrar un enorme poder político e institucional.
El Congreso, la Corte de Justicia y el Tribunal Electoral respondían a
la nueva hegemonía política y el espacio de la oposición quedaba
reducido a unos pocos gobiernos regionales y locales. Chávez había
sentado las bases para la construcción del socialismo del siglo XXI en
Venezuela.
Transcurridos tres lustros de gobierno chavista, los resultados
alcanzados lucen tan escasos como mediocres. Paradójicamente, la
revolución bolivariana no consiguió escapar del mismo mal que sufrieron
los anteriores gobiernos. Cuando el precio del barril de petróleo subía,
el gobierno aumentaba el gasto público y lograba algunos avances
interesantes en materia social, pero cuando el flujo de divisas menguaba
comenzaban a surgir serios problemas. El desabastecimiento y la
inflación fueron enrareciendo el clima social y la polarización entre
gobierno y oposición se transformó en moneda corriente. Mientras los
gobernantes eran observados por los opositores como intrusos que
pretendían refundar al país sobre bases no liberales, los chavistas
consideraban a sus opositores como resabios del antiguo régimen que
trababan el avance de la revolución. Ambos bandos mostraban un escaso
apego a los principios democráticos al considerarlos como un método
instrumental para alcanzar ciertos fines. En muchas ocasiones, el
gobierno persiguió y hostigó a los opositores, clausurando medios de
comunicación y amenazando con expropiar sus bienes particulares. Los
opositores, a su vez, no entendían razones, apoyaron primero un golpe
militar, más tarde se abstuvieron en las elecciones legislativas y
finalmente promovieron sin éxito un referéndum revocatorio del mandato
presidencial. Y así fueron pasando los años, con polarización y tensión
social, y sin construir lo que Dahl denominó un sistema de mutuas
garantías para la democracia. Bajo ese esquema, el gobierno debería
percibir que el costo de suprimir a la oposición es más alto que el
costo de tolerarla; y la oposición, al sentirse tolerada, podría
alimentar la esperanza de alcanzar el gobierno mediante la conquista del
voto popular. Nada de eso sucedió en Venezuela: fueron años de tensión y
malestar.
En estos días, la situación ha vuelto a agravarse con la detención del
Alcalde de Caracas, la destitución de otros alcaldes y la muerte de
jóvenes manifestantes en las calles. El drama tiene como telón de fondo a
una economía en ruinas y un descontento popular en permanente ascenso.
En un año con elecciones legislativas, Maduro prefirió perseguir a la
oposición y centrar la agenda del país en el combate a un supuesto plan
de golpe de Estado antes que afrontar y digerir una campaña electoral
centrada en el fracaso económico y la carestía que vive el pueblo
venezolano.
Es evidente que el modelo económico chavista ha fracasado y que el
pueblo venezolano espera cambios. Sin embargo ese camino de
transformaciones se presenta tortuoso a la luz de la escasa disposición
de los actores para encontrar entendimientos. El camino de la paz y la
construcción democrática requiere del diálogo de las partes, algo que
Maduro ni los líderes radicales de la oposición parecen querer. Reclamar
acercamientos en torno a la institucionalidad democrática parece ser
una posición muy razonable para todos aquellos que pretenden ayudar a
Venezuela. No obstante, desde el exterior también debería señalarse, y
obviamente censurarse, las persecuciones y encarcelamientos.
La derecha partidaria del continente ha levantado a Venezuela como una
bandera política, transformando un asunto de política internacional en
un tema de política doméstica. Por ese motivo, las izquierdas
latinoamericanas han quedado entrampadas en el dilema de sostener
ciertos principios -condenando abusos y persecuciones-, o mantener la
solidaridad sus socios gobernantes. A nadie se le escapa que Chávez y
Maduro regaron de dólares la región durante la última década y que no
pocos gobiernos progresistas le deben favores. El transcurso de los días
aumentará el costo del silencio y colocará a los gobiernos de la región
ante el deber de emitir una posición sobre el tema. Llama la atención,
en lo que refiere a nuestro país, la ambigua posición asumida por el
Frente Amplio en su declaración de esta semana, sobre todo si se toma en
cuenta que el hecho de que sus viejos dirigentes fueron perseguidos por
la dictadura militar y que algunos de sus grupos constitutivos
sufrieron duramente el desborde autoritario anterior al golpe de 1973. A
la larga, el desentendimiento acerca de las tropelías del gobierno de
Maduro puede ser una posición equivocada ya que vulnera principios
históricos de esa fuerza política y restará autoridad moral a sus
dirigentes para hablar democracia en los próximos años. El nuevo
gobierno de Vázquez podría enmendar el error hablando claro sobre la
situación y evitar así que el principal partido del país permanezca
entrampado en una posición de ambigüedad que casi raya la hipocresía.
La construcción de la democracia en Venezuela será un dramático camino
de aprendizajes y renuncias. Los recientes acontecimientos empujan al
país en el sentido contrario. Los actores principales no parecen
reaccionar y el escenario internacional terminará condenando al país al
aislamiento. Como reza el título de esta ya larga columna, Venezuela
está más lejos que nunca de la democracia y la paz social.