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sábado, 28 de febrero de 2015

Venezuela está más lejos que nunca de la democracia y la paz social. Por Daniel Chasquetti



Autor: Doctor en Ciencia Política. Profesor del Instituto de Ciencia Política de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República.


 Afirmar que Venezuela es una dictadura resulta tan erróneo como sostener que es una democracia. Lamentablemente, la república bolivariana se encuentra extraviada en algún punto intermedio entre ambos estadios políticos. Venezuela es un país que realiza elecciones limpias y competitivas regularmente pero muchos de los derechos típicos de la democracia no se cumplen. Esa contradicción responde al profundo desacuerdo de los actores respecto a las reglas básicas con que el sistema político debería funcionar. Hace dos semanas, se cumplió un año de la desaparición física de Robert Dahl, uno de los politólogos más influyentes del siglo XX. En su libro La Poliarquía (1971), Dahl enseña que el gobierno democrático debe brindar igualdad de oportunidades a sus ciudadanos para formular y manifestar sus demandas sin sufrir por ello perjuicios o persecuciones. O sea, la democracia como régimen político debe garantizar libertad de expresión, de asociación, de votar representantes, elegibilidad de los principales cargos públicos, diversidad de fuentes de información; elecciones libres e imparciales; etc. Dahl denominó poliarquía al régimen que consagra esos derechos y señaló que la profundización o reversión de los mismos puede cambiar la naturaleza del régimen político. O sea, un país puede ser democrático en tanto haga cumplir ciertas garantías del juego político y si las vulnera dejará de serlo rápidamente para convertirse en algo muy diferente. De allí la metáfora de que la democracia es como una planta que requiere ser regada cada día. Exige cuidados, observancia y respeto a sus reglas básicas, algo que Venezuela no ha logrado en las últimas tres décadas. En los años setenta del siglo pasado, Venezuela había alcanzado un status poliárquico. La mayoría de los requisitos de Dahl se cumplían a cabalidad pues no sólo había elecciones limpias y regulares sino también alternancia en el ejercicio del poder. El país era admirado en la región por su desarrollo político, su pujanza económica y sus incipientes logros sociales. Mientras en el continente cundían las dictaduras militares, Venezuela recibía exiliados y sus gobernantes denunciaban en foros internacionales la situación oprobiosa sufrida por sus vecinos. Sin embargo, las cosas comenzaron a andar mal en los años ochenta. La crisis del petróleo asestó un duro golpe a su economía al tiempo que los partidos políticos tradicionales abandonaron su talante programático y adoptaron un estilo de hacer política de corte particularista. Los sucesos de corrupción comenzaron a multiplicarse mientras la economía ingresaba en un letargo interminable. Los organismos multilaterales tan propensos a las recetas recomendaron ajustes económicos que los gobiernos de la época cumplieron al pie de la letra. Por esos motivos, los noventa fueron años críticos, con protestas sociales, muertes en las calles, intentonas de golpe, un presidente destituido por corrupción, y unos partidos cada vez más alejados de la ciudadanía. El derrumbe se precipitó en 1998 con la aparición del comandante Hugo Chávez Frías, quien fue capaz de interpretar el desánimo y frustración de amplios sectores de la población. El salvador fue ungido para enfrentar la corrupción partidaria, la exclusión social y el crónico rezago económico. Para ese entonces, ya era un error considerar a Venezuela como una democracia en términos de Dahl. El régimen había dejado de ser una poliarquía para transformarse en un híbrido, muy próximo a la democracia delegativa tal cual la definiera Guillermo O´Donell. En el año 2000, el Comandante Chávez sancionó una nueva constitución mediante un método de reforma no previsto en las reglas de juego (consulta popular, elección de una Asamblea Constituyente, y plebiscito ratificatorio) lo cual generó un fuerte rechazo de sus opositores. El pacto constitutivo del nuevo período nacía sin el consenso imprescindible de los actores políticos pese contar con un innegable respaldo popular. La elección de autoridades bajo el nuevo formato permitió a Chávez concentrar un enorme poder político e institucional. El Congreso, la Corte de Justicia y el Tribunal Electoral respondían a la nueva hegemonía política y el espacio de la oposición quedaba reducido a unos pocos gobiernos regionales y locales. Chávez había sentado las bases para la construcción del socialismo del siglo XXI en Venezuela. Transcurridos tres lustros de gobierno chavista, los resultados alcanzados lucen tan escasos como mediocres. Paradójicamente, la revolución bolivariana no consiguió escapar del mismo mal que sufrieron los anteriores gobiernos. Cuando el precio del barril de petróleo subía, el gobierno aumentaba el gasto público y lograba algunos avances interesantes en materia social, pero cuando el flujo de divisas menguaba comenzaban a surgir serios problemas. El desabastecimiento y la inflación fueron enrareciendo el clima social y la polarización entre gobierno y oposición se transformó en moneda corriente. Mientras los gobernantes eran observados por los opositores como intrusos que pretendían refundar al país sobre bases no liberales, los chavistas consideraban a sus opositores como resabios del antiguo régimen que trababan el avance de la revolución. Ambos bandos mostraban un escaso apego a los principios democráticos al considerarlos como un método instrumental para alcanzar ciertos fines. En muchas ocasiones, el gobierno persiguió y hostigó a los opositores, clausurando medios de comunicación y amenazando con expropiar sus bienes particulares. Los opositores, a su vez, no entendían razones, apoyaron primero un golpe militar, más tarde se abstuvieron en las elecciones legislativas y finalmente promovieron sin éxito un referéndum revocatorio del mandato presidencial. Y así fueron pasando los años, con polarización y tensión social, y sin construir lo que Dahl denominó un sistema de mutuas garantías para la democracia. Bajo ese esquema, el gobierno debería percibir que el costo de suprimir a la oposición es más alto que el costo de tolerarla; y la oposición, al sentirse tolerada, podría alimentar la esperanza de alcanzar el gobierno mediante la conquista del voto popular. Nada de eso sucedió en Venezuela: fueron años de tensión y malestar. En estos días, la situación ha vuelto a agravarse con la detención del Alcalde de Caracas, la destitución de otros alcaldes y la muerte de jóvenes manifestantes en las calles. El drama tiene como telón de fondo a una economía en ruinas y un descontento popular en permanente ascenso. En un año con elecciones legislativas, Maduro prefirió perseguir a la oposición y centrar la agenda del país en el combate a un supuesto plan de golpe de Estado antes que afrontar y digerir una campaña electoral centrada en el fracaso económico y la carestía que vive el pueblo venezolano. Es evidente que el modelo económico chavista ha fracasado y que el pueblo venezolano espera cambios. Sin embargo ese camino de transformaciones se presenta tortuoso a la luz de la escasa disposición de los actores para encontrar entendimientos. El camino de la paz y la construcción democrática requiere del diálogo de las partes, algo que Maduro ni los líderes radicales de la oposición parecen querer. Reclamar acercamientos en torno a la institucionalidad democrática parece ser una posición muy razonable para todos aquellos que pretenden ayudar a Venezuela. No obstante, desde el exterior también debería señalarse, y obviamente censurarse, las persecuciones y encarcelamientos. La derecha partidaria del continente ha levantado a Venezuela como una bandera política, transformando un asunto de política internacional en un tema de política doméstica. Por ese motivo, las izquierdas latinoamericanas han quedado entrampadas en el dilema de sostener ciertos principios -condenando abusos y persecuciones-, o mantener la solidaridad sus socios gobernantes. A nadie se le escapa que Chávez y Maduro regaron de dólares la región durante la última década y que no pocos gobiernos progresistas le deben favores. El transcurso de los días aumentará el costo del silencio y colocará a los gobiernos de la región ante el deber de emitir una posición sobre el tema. Llama la atención, en lo que refiere a nuestro país, la ambigua posición asumida por el Frente Amplio en su declaración de esta semana, sobre todo si se toma en cuenta que el hecho de que sus viejos dirigentes fueron perseguidos por la dictadura militar y que algunos de sus grupos constitutivos sufrieron duramente el desborde autoritario anterior al golpe de 1973. A la larga, el desentendimiento acerca de las tropelías del gobierno de Maduro puede ser una posición equivocada ya que vulnera principios históricos de esa fuerza política y restará autoridad moral a sus dirigentes para hablar democracia en los próximos años. El nuevo gobierno de Vázquez podría enmendar el error hablando claro sobre la situación y evitar así que el principal partido del país permanezca entrampado en una posición de ambigüedad que casi raya la hipocresía. La construcción de la democracia en Venezuela será un dramático camino de aprendizajes y renuncias. Los recientes acontecimientos empujan al país en el sentido contrario. Los actores principales no parecen reaccionar y el escenario internacional terminará condenando al país al aislamiento. Como reza el título de esta ya larga columna, Venezuela está más lejos que nunca de la democracia y la paz social.

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