Acunarás, Alfonsina, por el resto de la vida que nos quede, ese misterio que te llevaste en gesto final.
Aquello que te llamaba de pronto a la noche y nadie supo; el firmamento sin estrellas que soñabas; la imagen querida de tu hijo Alejandro cuyo padre ignoto convertiste en un fantasma; y el otro, tu propio padre melancólico que se lanzó al alcohol y aquella madre triste pero entrañable; todo eso junto, claro, a tus amores imposibles y amistades que pretendías sin fronteras y pocos lo entendieron, o al padecimiento de una enfermedad que te golpeó, artera, como una ola poderosa e inesperada.
Y tu poesía con alas rosadas e inquietas, y tu desconcierto por la vacuidad ajena y hasta el desencanto porque nadie pareció advertir, a tu alrededor, que lo que el viento escribe en la arena siempre será transitorio:
-“Dientes de flores, cofia de rocío, manos de hierbas, tú, nodriza fina, tenme prestas las sábanas terrosas y el enredón de musgos encardados”.
La soledad, querida mía, tu espíritu y tu carne incomprendidos, el sosiego y el silencio que te abandonaron dejándote el ánimo febril pero también un libre albedrío –sí, eso siempre lo supiste- para decidir, con plena y valiente lucidez, cuándo ya bastó, cuándo ya fue suficiente, como hizo, poco antes de ti, Horacio Quiroga, el hombre que más te conmovió y que, sin quererlo, más daño te hizo al alejarse.
Pero a todo, hasta al anuncio de tu muerte, jamás te permitiste, Alfonsina, dejarlo desnudo de belleza:
-“Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame. Ponme una lámpara a la cabecera; una constelación; la que te guste; todas son buenas; bájala un poquito…”.
¿Sabes? Hoy muchos han olvidado que tus padres fueron suizos y tu naciste allá, cerca de Alpes helados, pero muy pequeña te trajeron entre nosotros, errantes por provincias de la patria vecina y luego tú fuiste frecuente viajera a Montevideo, y debiste hacer muchas cosas al crecer: mesera, tejedora, pasajera actriz de teatro provincial, colaboradora de periódicos que dejaban espacio a noveles escritores y maestra, antes de que un vendaval inspirador de poesía te capturase para siempre.
Y gracias a tu lirismo por momentos carnal, por otros espiritual, conociste a tantos que te respetaron y admiraron sin poder quitarte ese imaginario velo oscuro que empañaba tus ojos y tu sonrisa y anunciaba tus cambios de ánimo: Rodó, Herrera y Reissig, Nervo, Darío, Juana de Ibarbourou, que fue tu amiga, Gabriela Mistal, José Ingenieros –tu protector y en ocasiones tu venerable médico de cabecera- y García Lorca, la ternura hecha poeta que te estremeció.
Pero el tiempo, Alfonsina… Ah, el tiempo alocado, incontrolable, cargado de dolores que angostaban, día tras día, tu entereza y tu equilibrio, poniéndoles encima el peso de no comprender la realidad, la certeza de que el camino se disolvía en niebla marina espesa:
-“Déjame sola: oyes romper los brotes… te acuna un pie celeste desde arriba y un pájaro te traza unos compases para que olvides… Gracias”.
Dijeron, fríamente, Alfonsina, y así quedó estampado en la historia oficial, que el 25 de octubre de l938, luego de dejar dos cartas a Alejandro, saliste de madrugada del hotel de Mar del Plata donde estabas y te arrojaste de la escollera al mar, donde quedaste quieta y muerta.
Si me permites, y tómalo como el roce de unos labios sobre tu frente helada, yo prefiero creer eso otro, a lo que los insensibles llaman “leyenda romántica”. Aquello que confiesa que, descalza y morosa, te fuiste introduciendo en las heladas aguas que, al cabo, con extrema delicadeza, te depositaron en la orilla:
-“Ah, un encargo: si él llama nuevamente por teléfono le dices que no insista, que he salido…”.
(·) “Voy a dormir”, título que lleva este texto, es una poesía que Alfonsina Storni, a sus cuarenta y seis años, escribió dos días antes de su suicidio. Es un humilde homenaje a ella,esté donde esté.