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jueves, 1 de mayo de 2025

SER Y HACER *Columna de CARLOS CASTILLOS, Abril de 2025

Ojo de agua es un “ambiente educativo” de España. No es una escuela, ni un colegio ni nada que se parezca a las instituciones de educación formal existentes en tantos lugares. De casualidad, hace algunos años, entré en contacto con sus responsables y desde entonces recibo mensajes, informaciones y reflexiones sobre el tema educativo. Este es uno de los últimos textos que recibí y decidí compartir con usted. Recientemente, escuchamos en una entrevista a un experto en educación afirmar que “cuando llevan a su hijo a la escuela, los padres quieren que se le reconozca por lo que es, pero la escuela tiene que lograr que se le reconozca por lo que hace, que es por lo que la sociedad les valora”. Esta idea nos dejó cavilando. En principio, parece razonable que la escuela desarrolle el conocimiento y las destrezas de las niñas y niños. No obstante, algo en esa formulación no llegaba a encajar. ¿Es necesario renunciar a lo que eres para desarrollar lo que haces? ¿Significa que reconocerte por lo que eres impide desarrollar tus talentos, lo que puedes aportar? Al cabo de un tiempo, vimos claro que el argumento de ignorar quién eres en favor de recompensar lo que haces cumple con precisión el precepto básico del sistema educativo: renunciar a tu singularidad. Aquello que eres, es único. Ignorarlo es enterrarlo. Sin embargo, lo que haces es intercambiable. Si no lo haces tú, otro podría hacerlo. Quizá una institución como la escuela, no puede permitirse el lujo de valorar lo que eres. Quizá es demasiado peligroso para el objetivo de lograr que las personas encajen lo más posible en el marco social establecido; ese que nos desindividualiza, nos fragmenta y nos enfrenta; el que nos masifica. El día a día de nuestra experiencia nos ha revelado que reconocer el ser (lo esencial) es condición primera y necesaria, aunque no suficiente, para desplegar funcionalmente las habilidades y los conocimientos (lo instrumental). Desarrollar lo instrumental dando la espalda a lo esencial lleva a relaciones humanas desatinadas, a la división entre adultos y jóvenes, a la pérdida o al olvido del propósito vital, agarrándonos al clavo ardiendo de la recompensa económica o las “salidas profesionales”. Una institución que pretenda educar en toda su dimensión debe reconocer quiénes son las personas a las que pretende educar, pues solo después de saber quién soy podré desplegar con vigor, eficacia y valentía mi talento y mi propósito. Aquello que más me interesa, que más facilidad tengo para hacer, aquello que más me inspira, casi con total certeza será bueno para la sociedad, además de satisfacer mi realización personal. Lógicamente, ésta no es -ni mucho menos- una responsabilidad de la educación extrafamiliar. El fundamento de todo ello está en prácticas de crianza basadas en la satisfacción de las necesidades reales de los seres humanos que solo pueden practicarse con un cierto grado de desarrollo consciente de las personas que más cerca están de la primera infancia; normalmente, la madre, primero, y el padre, en segundo lugar. Pero, ¡qué diferente podría ser una educación cuya prioridad fuera reconocer el ser para, en segundo término, facilitar el contexto del conocer y del hacer. Con frecuencia se escucha el comentario “todos tuvimos un profesor que nos influyó tanto que aún lo recordamos”, dando a entender que la conexión humana es el factor más importante del proceso educativo. En eso pensábamos después de que uno de nosotros se encontrara a Gael, un chico que participó en ojo de agua desde bien pequeño hasta que decidió irse al instituto y cuya historia de transición al sistema educativo convencional compartimos en un artículo que titulamos “Pero, ¿cómo es posible?” Pues bien, años después nos volvemos a ver y, tras intercambiar las novedades del momento vital de cada cual (trabajo, familia, vicisitudes varias…), dice: “Es curioso, anoche soñé con vosotros”. “¿Ah, sí?”, respondí. Y, con un punto, quizá de vanidad, quizá de alegría, continué -señalando con un dedo a su cabeza-: “Nos llevas ahí”. “No”, replicó con agilidad. “Os llevo en el corazón”. La sorpresa fue tan grande que no pude reaccionar y la conversación continuó por derroteros superficiales hasta que nos despedimos. De vuelta, lo comentamos entre nosotros dos y nos surgieron muchas preguntas: ¿Qué debe suceder para que un niño a quien has acompañado a lo largo de ocho o diez años en parte del periplo de su formación como ser humano social te “lleve en el corazón”? ¿Qué diferencia hay entre recordar a un profesor y llevar en el corazón a un adulto que no pertenece a tu linaje de sangre? ¿Qué significa “llevar en el corazón”? Nuestra respuesta es que solo quien abre su corazón puede acceder al corazón de otros. Llevar a alguien en el corazón significa que esa relación ha sido profundamente humana, que no ha sido una relación puramente instrumental o mecánica. Una relación que también habrá incluido desencuentros, pero que por encima de todo trataba de compartir respeto por quién es uno mismo, por quiénes son los demás y por el mundo no humano que nos acoge y sostiene. Esa frase “Os llevo en el corazón” quizá signifique “Me distéis la oportunidad de mostrarme tal cual era con mis virtudes y mis defectos. No me juzgasteis. Me ofrecisteis un ámbito de libertad y responsabilidad que aprecio y valoro. Ví cómo os jugabais la piel por nuestra libertad y nuestro bienestar (que están indefectiblemente entrelazados). Viví también vuestros errores y tuve la oportunidad de confrontaros con ellos a pesar de que era un niño. Confiasteis una y otra vez, cada vez que me equivocaba. Pude ser yo mismo”. Y así es, pues como en una ocasión nos compartió nuestra querida Inma Nogués: “Somos seres humanos, no somos haceres humanos”.

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