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La quinta de
Sambarino -ahora expropiada por la municipalidad- estaba a cinco
cuadras de la plaza principal, bajando hacia el oeste por la avenida
Artigas. Había sido residencia de una familia adinerada, a
principios de siglo. Convertida en lugar social para reuniones y
bailes, conservaba cierto aire señorial y decadente, mezcla que
terminó siendo apropiada a la concurrencia que se hizo habitual.
Todos los sábados por la noche, con el cuarteto del Chiche Meneguzzi
o alguna orquesta invitada, daba una suerte de vida luminosa al
pueblo, aunque sólo fuese un día a la semana.
No era un restorán
típico, aunque, con pretensiones limitadas, se podía cenar. No era
un bar ni una confitería, estrictamente, aunque se podía beber sin
reserva ni reclamos de calidad exagerados. Tampoco tenía el aspecto
de esos sitios casi circulares, con pista de baile al medio y las
mesas distribuidas alrededor pero alejadas. Su entrada era una sola y
grande -portón de hierro artesanal, asentado en dos pilares que,
arriba, se continuaban en un semicírculo metálico- y por ella se
llegaba a un pequeño parque lleno de helechos, flores de pajarito,
madreselvas olorosas y un sauce llorón; allí, disimulados entre
tanto verde, románticos bancos de madera, acompañados por mesitas
redondas de lata con patas reforzadas, aguardaban el murmullo
enamorado de las parejas, acariciándose al compás de una música
lejana, aunque a veces estridente por la mala calidad de los
parlantes y que, de todos modos, llegaba distorsionada por la
distancia. Más allá de ese parque, el espacio se estrechaba en una
doble hilera de glorietas iluminadas por faroles amarillentos. Y
recién después, casi llegando al final de la quinta, se alzaban las
únicas tres edificaciones: dos amplios salones para bailar, con sus
respectivos baños al fondo, a la derecha, comunicados por una arcada
enorme, y otra construcción lateral, más pequeña, donde residían
las oficinas, la cocina y el depósito de bebidas. El escenario para
los músicos y cantantes -de madera y desarmable- se ubicaba al fondo
de uno de los salones, contra un cuadro grande y deteriorado por el
tiempo, supuestamente de algún Sambarino destacado, cosa que no se
supo nunca porque nadie preguntó. Cuando se llegaba ahí, no era la
curiosidad pictórica lo que dominaba el ambiente. A los costados
también se arracimaban mesitas y sillas de madera, casi pegadas a
las paredes para dejar espacio de los bailarines.
La cuestión es que
la quinta de Sambarino se hizo famosa por dos o tres anécdotas cuasi
surrealistas.
Allí se desafiaron
una madrugada, totalmente borrachos, Ramón Mendoza y el Pata Pérez,
a ver quién bailaba mejor la milonga y el vals cruzados. El
espectáculo fue apasionante, conmovedor. Con la milonga repartieron
honores y el aplauso de los presentes, en una poco menos que
deslumbrante exhibición de elegancia y equilibrio, quizás más
vibrante de lo necesario por el avanzado estado etílico de ambos.
Las compañeras de ocasión, hay que decirlo, siguieron obedientes y
atinadas a sus hombres, correteando la pista bien prendidas arriba
pero parando el culo para apartar las piernas, de modo de evitar que
sus juanetes fueran aplastados sin misericordia.
O sea que, de alguna
manera, la peripecia discurría sin inconvenientes. Pero cuando la
orquesta arrancó con el primer vals -"Palomita blanca"-,
algo falló en el complejo mecanismo mental del Pata y el desajuste
se trasladó aceleradamente a sus piernas, cortas y flacas, que
iniciaron algo similar a un largo tropiezo unidireccional, en puntas
de pie, arrastrando consigo a la sufrida pareja hasta dar ambos
contra una de las mesas, que también se fue al suelo con sus
ocupantes, sus platos, cubiertos y vasos, al ritmo de un inesperado y
colosal estrépito. Lo curioso de la anécdota es que los dos
contendientes debieron ser trasladados al hospital: Pérez con
fractura de dos costillas y traumatismo de cráneo; y Mendoza con
pase al gastroenterólogo, porque, de tanto reírse, no paraba de
vomitar. La dama acompañante no sufrió mayores males porque, con
esa habilidad que da la experiencia, se las ingenió para rebotar en
el suelo sobre sus pulposas asentaderas.
Pero en la quinta se
vivió también un inolvidable drama de amor.
Un sábado de otoño,
con el quinteto de Walter Mendeguía animando el baile, apareció en
la pista don Enrique Navarro. Hombre morocho y grandote, de bigote
espeso y ojos de mirar penetrante, monteador de oficio, había hecho
respetable fama como tallador y experto en hembras. Llegó del brazo
de una mujer platinada, retacona y de caderas altas, a la que
-después se supo, porque en el pueblo todo se sabe- había sacado de
un conventillo de la capital. A Navarro la arrogancia le sentaba bien
y, para desgracia ajena, la cultivaba con fruición, aunque tenía
también sus flaquezas, sobre todo cuando se emocionaba con algún
tango. Esa noche salió a bailar de entrada, sin prestar atención a
la concurrencia ni a los murmullos. Se engolosinó con "El
choclo" y "Derecho viejo", tocados a pedido, y siguió
con "La cumparsita", "9 de julio" y "Cuartito
azul", que le empañó los ojos pese a que -¡macho, el tipo!-
contuvo el lagrimón.
El lío arrancó
cuando iniciaban los compases de "La puñalada"; una ráfaga
oscura cruzó la pista, llegó hasta la pareja, apartó a la rubia y
dijo, desafiante:
-¡Este hombre es
mío!-.
Era María Comas,
más conocida por "La Negra", veterana del quilombo de La
Mellada y hasta entonces conocida como "la mujer de Navarro".
Decían que era una relación libre pero sólida y de cuya
interrupción nadie se había enterado. El diálogo que siguió, a
pura emoción tanguera, ha quedado registrado para la posteridad en
una crónica que imprimió en el diario local el historiador Daniel
Ramela, siempre sigiloso, siempre atento.
-Estoy pagando con
castigo al recordarte, mi sangre grita que me quieras otra vez...
-reclamó La Negra, arrancando su ofensiva reconquistadora en letra
de tango, sabiendo el terreno que pisaba.
-Pero una noche que
pa'l laburo, el taura manso se había ausentao, prendida de otros
amores perros, la mina aquella se le había alzao... -le recordó
Navarro, ya mismo entusiasmado por tan imprevisto contrapunto.
-Sé que aquel que
pasa deja huellas y comprendo que aún te duelan los recuerdos de mi
error... -confesó ella, cambiando la estrategia.
-Paciencia, la vida
es así... quisimos juntarnos por puro egoísmo y el mismo egoísmo
nos muestra distintos... ¡para qué fingir! -apuró él, pero
suavizando el tono.
-Son mis sentidos
que te gritan que regreses, es mi tormento el que aflora con tu
voz... Es llamarada el quererte y no tenerte, saber que late para tí
mi corazón... -La Negra vio un resquicio y pegó en el anca.
-He rodao más que
bolita de purrete arrabalero, y estoy fulero y cachuzo por los golpes
¿qué querés? -dijo él, ya casi derretido en una retirada.
-¿Por qué es que
no me besas? No tengo adonde ir y allá en la pieza me esperan los
demonios del rencor... -fue el golpe definitivo de ella.
-El hombre es como
el caballo. Cuando ha llegado a la meta se vuelve manso y sobón...
-se entregó Navarro, ya sin retorno posible.
Ahí, pero justo
ahí, el bandoneonista de Mendeguía, que había seguido el diálogo
acompañándolo con unos suaves acordes, sintió que había llegado
su momento histórico y le encajó a la concurrencia un ¡chan,
chan!, enérgico y final. Y mientras Navarro y La Negra se abrazaban
ardorosamente, besándose con desesperación, el honorable público,
que había seguido los acontecimientos, tan inusuales, con profundo
respeto, prorrumpió en un enfervorizado aplauso general. No era para
menos. ¿Cuándo podría verse otra vez semejante reconciliación en
ritmo de dos por cuatro? Ah... la retacona platinada, lejos de
amedrentarse por el curso que tomaban los acontecimientos, aprovechó
muy bien el momento. Cuando el monteador hirsuto se dio vuelta a
buscarla, para disculparse por tamaña traición, advirtió que ya
estaba ocupada: parecía una garrapata, a un costado oscurecido del
escenario, prendida al primer violinista de la orquesta.
Hubo otras
historias, claro. Es probable que la más recordada a lo largo de
años y años haya sido la del baile animado por el "cantor
enmascarado".
Todo comenzó
aquella semana en que Luisito Bermúdez, administrador del lugar, se
empeñó en organizar un gran baile para el sábado 25 de agosto
de... Bueno, vaya a recordar uno, a esta altura, de qué año. No
aparecía ni en el pueblo ni en localidades vecinas orquesta para
contratar. Meneguzzi y Mendeguía se habían comprometido con La
Mellada, que había prometido "tirar el quilombo por la
ventana".
Y Bermúdez, terco e
ingenioso, tuvo aquella bendita idea, que él consideró brillante.
Eran tiempos en que
la credulidad popular alcanzaba hasta a admitir extrañas versiones
sobre un Gardel que en realidad vivía, horriblemente desfigurado y
con la voz cambiada. La historia aseguraba que había sido rescatado
del avión en llamas en Medellín, pero jamás aceptó que el público
lo viese tal como había quedado. Y justo entonces había llegado a
Uruguay, y por supuesto al pueblo, un cantor que se presentaba
vestido siempre con ropas oscuras y provisto de una máscara que
ocultaba su cara. Y, sí, anidaban dudas en las almas simples, pero a
través de un astuto representante siempre conseguía actuaciones
que, por lo general, dejaban un desagradable sabor a poco.
Bermúdez vio la
veta y anunció que lo contrataría para el baile en la quinta el 25
de agosto. Hasta usó a la agencia de publicidad "Impulso"
-que utilizaba una bicicleta con parlante que recorría las calles- y
decidió pagarle al "cantor enmascarado" lo que pidiese.
¿El acompañamiento? Apalabró enseguida al Zurdo Santurio y al
Pelado Tabárez, dos guitarristas zafrales, vecinos y deudores suyos.
El administrador se
tomó un par de días para dar los toques finales al espectáculo.
Reapareció el día antes, confirmando el programa: una primera parte
con la discoteca de la quinta y después, de cierre, el número
principal. Ciertamente, surgieron escépticos. No era tan sencillo
digerir sin más que aquel individuo podía ser "Gardel
redivivo". Sin embargo pudo más la expectativa por lo
desconocido que cualquier análisis racional.
Lo de Sambarino
rebosó de ingenuos. Pasó una primera hora con la discoteca, bien
balanceada: tango, un poco de jazz y boleros para calentar el
ambiente. No obstante, se bailó poco: todos querían ver al
enmascarado, quien llegó con una excepcional puntualidad y en medio
de estremecedores aplausos, grititos femeninos y pedidos de
autógrafos. Bermúdez había hecho poner un telón y cerrar los
cortinados cercanos al escenario "para mejorar la acústica",
según explicó sin impedir que algunos sospecharan una maniobra que
no alcanzaron a entender.
Al fin, apareció el
hombre más esperado en el pueblo desde una breve pasada de Herrera
por la plaza principal. Acompañado por Santurio y Tabárez, se le
vio completamente vestido de gris y con una máscara negra tapándole
el rostro, con aberturas para los ojos, la nariz y la boca. No hubo
presentaciones; se hicieron oír las notas de "Estampa
tanguera", de Yiso y Aieta. Y el enmascarado arrancó, con una
rara voz silbante: -"Temblaron las glicinas, los músicos
callaron/ y aquel baile de patio de pronto enmudeció/ y una mujer
vencida, llegando hasta su hombre/ con voz entrecortada de esta
manera habló...".
Al terminar esa
primera estrofa, al Facha García, periodista y carnavalero, que tal
vez había ingerido unas copas de más, le ganó un desasosiego
creciente. Y cuando el artista contratado atravesaba el segundo verso
-"...no vengo a reprocharte tu ausencia de mi nido,/ ni a
suplicar cariño, lo nuestro terminó..."- no pudo más y gritó,
desaforado:
-¡Pero éste coso
es el Rengo González!
-¿Quién? -preguntó
a su lado Enrique Navarro.
-¡El rengo, el que
canta en el conjunto "Los hijos de la tarantela"¡
A todo esto, el
enmascarado intentaba continuar: -"...yo vine por tu hijo, por
si llegás a tiempo,/ el pibe se nos marcha camino del Señor...".
-¡Pero sacate esa
máscara, rengo ridículo! -al Facha ya no lo paraba nadie. -¡Esto
es una estafa!
Durante unos
segundos -y mientras Bermúdez intentaba atravesar la pista para
llegar al escenario y calmar los ánimos, y el cantor quería todavía
hacer lo suyo: -"el pibe, nuestro hijo se nos muere,/ vos sabés
cuánto te quiere y llorando me pidió..."-, pareció que una
moderación quizás enviada desde el cielo salvaría el trance. Es
que muchos, aún, no entendían que ocurría. Pero no. Antes que el
administrador pudiese alcanzar al irascible Facha, éste aulló, sin
benevolencia: -¡Rengo atorrante! ¡Mejor andá a cuidar a tu mujer,
que debe estar bajándose los calzones y gastándote el cotín!
En ese instante, el
protagonista del espectáculo, que estaba diciendo "tengo frío
en las manos y en el pecho mucha tos...", se sacó de un tirón
la máscara, bajó fatigosamente del escenario y renqueando, a tranco
corto, se metió entre la multitud chillando cual marrano de segunda:
-¿Qué tenés que
decir vos de mi mujer, hijo de mil putas?
Era el Rengo
González. Quedó patente.
Ah, qué noche. El
entrevero fue enorme y ruidoso y dejó un saldo de numerosos
contusos. Vino la policía. Bermúdez debió presentarse en la
comisaría, donde arregló con unos cuantos pesos. El Facha pasó a
la clandestinidad por un tiempo y recién apareció en los carnavales
siguientes. El rengo no pudo cobrar el cachet convenido y se mudó a
la casa de un cuñado en Mal Abrigo. Los amables guitarristas rajaron
como lagartijas, protegiendo sus instrumentos y, a medida que han ido
pasando los años, siempre recuerdan que no cobraron.
Y por tres largos
años -decisión municipal- no hubo bailes en la quinta de Sambarino.
Antonio Pippo, nació
en Buenos Aires, pero no dudamos que se considera oriundo de San José
de Mayo, pese a vivir desde hace varias décadas en Montevideo. Es
periodista, escritor, investigador del lenguaje del tango, narrador
oral en lunfardo. Trabajó en televisión, prensa y radio. Es
columnista de los semanarios Búsqueda y Voces. Es autor de, entre
otros libros, El quilombo y otros cuentos de otoño, Obdulio con alma
y vida o Jazmín de noviembre. Es autor y recitador en los
espectáculos poético-musicales Bien polenta y Tango íntimo. Este
cuento, reescrito de forma parcial, especialmente para
Delicatessen.uy, fue inicialmente publicado por el autor en el libro
El quilombo y otros cuentos de otoño.
Jaime Clara.
Ilustración:
Hermenegildo Sábat