En
la entrega anterior, me referí, partiendo de reflexiones generadas a
partir de la aparición del movimiento de autoconvocados, al falso (o
tramposo) discurso que, escudado en un supuesto “pragmatismo”,
impulsa una agenda política que busca reducir la misma a una
actividad gerencial, asimilable al de la empresa privada en una más
que burda analogía, que en última instancia es un ejercicio de
ideología en estado puro.
Sin
embargo, pese a sus debilidades y contradicciones argumentales, este
discurso “gerencial” ha prendido, y ha permitido el
auge-surgimiento de empresarios millonarios devenidos en políticos,
que enancados en discursos “ad-hoc” en el que mezclan conceptos
empresariales, ideas populistas puras y duras (especialmente en
materia de seguridad pública y derechos de los migrantes), y
sentencias extraídas de manuales básicos de autoyuda.
Es
un discurso atractivo y fácil de aprender
por parte de una parte de la población alejada de los partidos
políticos tradicionales, que descree en términos generales en la
“política”, pero que no tiene ni ganas ni tiempo para
reflexionar sobre que no les gusta de ella, y mucho menos para
participar en la misma intentando cambiarla desde adentro. Si a esto
sumamos la influencia que tienen las imágenes y campañas de
marketing, y las redes sociales en la comunicación moderna como
formadora de opinión, tenemos la explicación de gran parte del
éxito de algunas de estas propuestas y políticos.
Así,
y esto sí se aprecia en el discurso de
los autoconvocados; se ve en el Estado
a una suerte de agente u organización inoperante, salvo para cobrar
impuestos y poner trabas burocráticas a la “creación de riqueza”,
al tiempo que los políticos (a la cual se refieren como “clase
política”) son una manga de ineptos y corruptos alejados de la
gente, más preocupados en discutir entre ellos y conseguir votos que
en encontrar soluciones “reales”. Con esta visión, la
respuesta que dan es que hay que desideologizar la política,
despolitizarla, para convertirla en una suerte de gerencia dominada
por tecnócratas y expertos, y dejar que fluya la economía de
mercado sin tantas trabas.
El
problema, como dije en la entrega anterior, es que esta
visión es tan ideologizada y parcializada como cualquier otra.
Parte de un recorte de la realidad y toda una serie de analogías,
supuestos y ejercicios mentales. Lo peor es su propia ceguera frente
a su carga ideológica, como la de un niño que hace una travesura y
luego dice “yo no fui”.
En
el fondo, aunque no lo digan, y aunque
tal vez ni siquiera se lo planteen, están
cuestionando el concepto mismo de representación política.
Cabe
recordar que la moderna democracia representativa toma forma a partir
de fines del Siglo XVII y comienzos del XVIII con el surgimiento de
las primeras democracias parlamentarias, primero con características
bastante aristocráticas (la ciudadanía estaba bastante limitada, y
se exigía determinado nivel de renta para el ejercicio de cargos
legislativos) que se mantuvieron hasta comienzos del siglo XX, cuando
la presión conjunta de los sindicatos, las sufragistas, y otros
movimientos sociales, lograron sentar las bases de la actual política
de masas y con criterios inclusivos de ciudadanía.
Con
la democracia representativa y la inclusión en la categoría de
ciudadanos de millones de personas, surgen los partidos de masas tal
y como los conocemos hoy: organizaciones de neto carácter político,
que se disputan entre sí las chances de acceder al gobierno (o
influir en el mismo) mediante la disputa del voto de los electores,
en elecciones abiertas y competitivas. Así llegaron los partidos
políticos a ser los interlocutores válidos entre el Estado y la
gente.
Y
este aspecto de la democracia moderna es lo que en el fondo
cuestionan los portaestandartes del discurso gerencial de la
política. Y como modo alternativo a la gestión política de la cosa
pública, proponen la idea de una gestión basada en criterios
tecnocráticos de tipo gerencial. La propuesta, básicamente,
consiste en una suerte de privatización de la actividad política,
que en aras de ganar una –supuesta- mayor eficiencia, debería ser
sustraída a los políticos “tradicionales” y ser depositada en
manos de “gerentes políticos” y tecnócratas especializados.
Además
de ser una propuesta tan cargada de ideología como cualquier otra,
me parece, en términos democráticos, retroceder dos casilleros. Una
nueva demostración de la circularidad de la Historia, que ante la
crisis de representación de los partidos políticos, en vez de
buscar formar y modos de radicalizar la democracia, da una media
vuelta, y vuelve hacia formas aristocráticas u oligárquicas, apenas
disimuladas tras un discurso de corte eficientista, tecnocrático, y
libre mercadista.
Explota,
eso sí, muy hábilmente la insatisfacción/tedio que produce en gran
parte de la población los yerros, falta de respuestas ante
problemáticas graves, y actos de corrupción de los políticos
tradicionales.
Pero
como ha quedado demostrado en varios casos (Collor de Mello,
Fujimori, etc) estos “outsiders” no son impermeables a cometer
ellos mismos actos de corrupción; y la lógica empresarial llevada a
la gestión del Estado, no se ha mostrado ni más apta, ni más
eficiente para resolver los problemas políticos, que en definitiva
son aquellos en que se trata de articular la distribución desigual
de poder entre individuos, colectivos, e instituciones dentro de una
sociedad.