Por
Coral Herrera Gómez
La
soledad es una invención moderna.
Nuestra
sociedad se organiza en equipos de solo dos personas, mejor si es
heterosexualmente. Nos juntamos para crear familias (o no), en
estructuras de dependencia mutua. Dependencia sentimental y
económica, dependencia social y afectiva. Cuando estamos sin pareja
decimos que estamos
solos,
pero la soledad es una invención moderna. Antes la gente vivía en
grandes estructuras familiares, en casas amplias donde convivían
varias generaciones y parientes sin la misma sangre.
La
soledad nació en el seno del Romanticismo trágico del XIX, cuando
se impuso el individualismo y la gente se encerró en sus nidos de
amor para dúos diferentes pero complementarios. Las calles y las
plazas se vaciaron mientras se llenaban los centros comerciales
llenos de parejas , que son en realidad dos soledades unidas. El
derrumbe de las redes de solidaridad en la posmodernidad nos han
dejado a todos más solos y solas, especialmente los que no tienen a
alguien cerca para compartir su soledad.
El
budismo con su filosofía del desapego no entiende, sin embargo, la
soledad como una tragedia: nacemos solos y morimos solos, y los
demás nos acompañan en determinadas etapas del camino. En
Occidente, sin embargo, la soledad es la gran enfermedad de los
posmodernos. Fromm hablaba de la Era de la soledad, de la época en
la que necesitamos emociones intensas, necesitamos comunicarnos y
compartir, y sin embargo lo hacemos solos desde casa, apretando el
dedo sobre las teclas de una realidad virtual.
La
soledad es signo de que algo no va bien, por eso son tan importantes
los amigos de los novios en las bodas. La soledad “obligatoria”
nos baja la autoestima, nos produce tristeza, desesperación, miedo,
y nos margina socialmente un poco, porque vivimos en un mundo de
parejas. Nuestra cultura sigue promocionando el individualismo, el
miedo al otro, la desconfianza a los espacios públicos que no estén
vigilados por videocámaras. La solución a la soledad que nos
proponen en esta era del consumo es encontrar a nuestra media
naranja.
Unos
dedican todas sus energías a la búsqueda, otros se conforman
enseguida, unos encuentran a la persona ideal, otros se cansan
rápido y cambian de pareja. Las separaciones y los divorcios son
más duros cuando nos hemos aislado del mundo con la pareja; al
romper nos quedamos con grandes vacíos, nos sentimos solos “de
verdad”. Las parejas de alrededor se vuelcan contigo si eres la
víctima, o te alejan si te consideran culpable del divorcio.
Nuestras estructuras familiares y sociales caen porque todos los
círculos están llenos de parejas. Uno solo desentona y
desequilibra la armonía del “dúo”.
Por
eso mucha gente busca compañía a cualquier precio y se angustia.
Mujeres y hombres cuya pasión absoluta es el amor, la conquista, el
sentirse querido, querer al otro, pelearse, reconciliarse. Hay gente
a la que se le nota a kilómetros que se encuentra sola y necesita
pareja. Gente que necesita ser amada, sentirse acompañada y
protegida. Gente que mendiga el amor y se victimiza para parecer más
indefensa. Gente que se infantiliza para crear ternura. Gente que se
disfraza y se opera el cuerpo para obtener el triunfo social de
tener un hombre o una mujer a su lado. Gente que se siente cómoda
en la división de roles de género, gente que se encierra en la
pareja con candado y echa la llave al Sena en París.
Pese
a esta necesidad de “amarrar” al otro, nos atraen de las
personas su libertad, su energía, su poder. Amamos a las personas
en la medida en que son libres; lo curioso es que cuando nos
juntamos, tendemos a querer domesticar esa libertad, apoderarnos de
ella, aferrarnos con dulzura al otro para que no escape de nuestro
lado.
En
este mundo unos necesitan darle un nombre al tipo de relación para
fijarla, para estabilizarla, para poder ser comunicada al resto, y
otros tienen verdadero terror a ser fijados, y huyen espantados
cuando oyen palabras que tienen que ver con esa pretensión muy
humana de definir y clasificar las cosas, las situaciones, los
romances. Es una forma de acabar con el idilio y empezar el
compromiso; todo a través de la palabra.
En
nuestra época posmoderna, la principal contradicción es, por un
lado, el miedo a la soledad y la necesidad de que alguien nos
asegure que va a estar con nosotros (firmando contratos
matrimoniales si es preciso), y por otro, una defensa a ultranza de
la libertad personal y los espacios propios. Quizás por eso nos
divorciamos tanto, y por eso mismo también firmamos hipotecas que
nos atan durante más tiempo del que vamos a vivir.
En
el caso de las mujeres y los hombres jóvenes, creo que estamos
sumidos en la contradicción entre la necesidad de libertad y la
necesidad de afecto. Tenemos miedo a la soledad total, pero no
queremos atarnos de por vida. Las estructuras de nuestros padres no
nos sirven, y por eso estamos probando otras formas de
relacionarnos, más flexibles, más cambiantes. A veces buscamos
pareja, otras veces buscamos no tenerla; a veces soñamos con
príncipes azules, otras veces el principio de realidad se impone y
queremos a la gente tal y como es. Nos separamos, nos juntamos, nos
chocamos, nos fusionamos, y todo sucede bajo una intensidad y una
velocidad que asusta a nuestros abuelos y abuelas.
A
pesar de que en el imaginario colectivo la soledad es sinónimo de
horror y vacío, la realidad es que a todos nos gusta estar solos de
vez en cuando, especialmente si tenemos una gran pasión. Disfruta
muchísimo más de la soledad la gente que se dedica a crear
(escritores, escultores, bailarines, pintores, videoartistas,
diseñadores, cineastas, dibujantes, poetas, cantantes, músicos,
coreógrafos, escenógrafos, editoras, artesanas), o la que practica
deportes, que la gente que pretende rellenar sus vacíos a través
del amor.
Disfrutan
más de la soledad y de la compañía los que aman la lectura, los
viajes, los juegos como el ajedrez o las damas, el mundo de las
setas, el mundo de los pájaros, el mundo de los videojuegos, las
artes marciales, el Yoga, el Reiki, o la meditación trascendental.
También los que crean comunidades o se insertan en alguna: por
ejemplo los activistas que trabajan en colectividad por los derechos
humanos, la ciudadanía que se integra en movimientos sociales o
políticos, la gente que se une a colectivos espirituales o
religiosos, a grupos literarios, a grupos de ciclismo urbano, a
grupos de cooperativas agroecológicas.
Hay
parejas que no toleran las pasiones del otro, hay parejas que las
comparten y conservan las suyas propias. Lo que es obvio, según mi
punto de vista, es que la pareja no es la solución para la soledad
y que todos necesitamos espacios compartidos y espacios propios.
La soledad depende
mucho de cómo nos relacionamos y tejemos redes sociales y afectivas
a nuestro alrededor. Por eso si nutrimos con cariño nuestras
amistades es más difícil que nos sintamos solos o solos.
Tenemos
que trabajar para cambiar esta sociedad individualista, al fin y al
cabo, somos animales gregarios que necesitamos compañía.
Sobrevivimos como especie gracias a nuestra capacidad para trabajar
en equipo y para construir relaciones bonitas basadas en la
cooperación y la ayuda mutua.
Si
ampliamos nuestros círculos de amistad, si trabajamos en equipo
para lograr objetivos comunes y solidarizarnos con los demás, la
vida es menos dura, y tiene más sentido. Todos necesitamos
sentirnos útiles, sentirnos reconocidos por nuestros aportes a la
comunidad. Todos necesitamos abrazos, besos, gestos de simpatía y
de cariño. Todos necesitamos, en definitiva, querer y sentirnos
queridos.
Para
evitar las relaciones basadas en la necesidad, la dependencia o el
miedo a la soledad, creo que lo importante es fortalecer y mimar
nuestras redes sociales. Antes que buscar salvaciones individuales,
creo que deberíamos emplear nuestro tiempo y energías en la gente
que tenemos alrededor: vecinos, compañeras de trabajo, amigos,
familiares… Diversificar afectos, querernos mejor, relacionarnos
con ternura y empatía, ayudarnos mutuamente, trabajar por el bien
común nos ayudará a construir comunidades menos individualistas y
más solidarias.