El lenguaje es lo que nos hace humanos y nos diferencia del resto de las especies. Sólo que, como han dicho muchos prestigiosos filósofos, es la madre de la ciencia y todos los conocimientos pero también construye toda clase de supersticiones, prejuicios, locuras.
De esa verdad central viene el valor de la palabra, asunto acerca del cual ya me he referido antes. Destacar el valor de la palabra, significa darle a ésta una precisión simbólica y descriptiva que sea comprendida por los demás –más allá de acuerdos o desacuerdos previos- y que contribuya a definir con claridad lo que uno quiere explicar o proponer, en un contexto de respeto y tolerancia. Y qué decir de ese valor cuando la palabra pasa a ser parte esencial de una frase, generalmente necesaria en la comunicación humana, aunque haya palabras que por sí solas definan conceptos, para describir un sentido, una dirección, intenciones o la transmisión de diversos conocimientos.
Para entendernos mejor, y con cierta sencillez, veamos la contracara: multitud de palabras y frases, casi siempre dichas con tono épico, supuestamente seductor, que no apuntan a verdad alguna sino, más bien, alimentan una confusión generalizada o, con espurios objetivos, procuran convencer a interlocutores no suficientemente preparados para desentrañar el mensaje que están recibiendo y que a veces los convence por meros tonos de expresión y gestualidad apropiada para desatar entusiasmo. Una precisión: hay quienes manejan mal la palabra y es por propio desconocimiento de su esencia –algo de ignorancia hay en estos casos- simbólica.
Un prólogo quizás demasiado extenso, lo admito.
Me pareció imprescindible al enfrentarme, por enésima vez, a la realidad de discursos repletos de enunciados y palabras y frases que no tiene correcta relación con la realidad y sólo contribuyen a que el ciudadano común pero inteligente sea ganado por el desconcierto.
Pocos días atrás, la señora Laura Raffo –de quien tengo una elevada opinión- fue capturada por una suerte de “viento de locura” y en un discurso público, ya lanzada a la campaña prelectoral inopinadamente- analizó lo hecho por este gobierno y proyectó ciertas ideas para el futuro. A ver: ¿qué novedad hay aquí? Ninguna, si lo comparamos con los miles de mensajes políticos que han surgido en tales circunstancias a lo largo de décadas. Pero me preocupó una serie de planes, supongo que suyos o de su agrupación partidaria, desarrollados con un lenguaje de barricada, sorpresivo en ella, que calificó de “esenciales para la educación futura”.
Confieso, pese a que yo sigo entre aquellos que todavía no saben con certeza la idea central y las formas a encarar la reforma de la educación, que no había escuchado hasta entonces unas denominaciones de programas y unas formas de orientación educativas como las que describió. Es más: en este punto, nada de lo que le escuché lo había oído en expresiones recientes de las autoridades de la enseñanza, intentando, hasta ahora sin éxito, que nadie en la sociedad nacional se mantenga en la duda o en la simples y descarnadas ignorancia e incomprensión.
Dejando a un lado el ejemplo concreto, es un hecho que seguimos padeciendo la fiebre del enunciado estentóreo, gesticulado enérgicamente y, mala suerte en esta mano, con resultados absolutamente inversos a los esperados.
Escribió Aldous Huxley, y soy recurrente, sí, que “por medio del lenguaje imponemos un orden y un sentido simbólicos a una profusión de hechos y circunstancias que, como es aprehendida directamente, nos resulta muy confusa; pero muy a menudo descubrimos, en nuestro entusiasmo mediante símbolos por imponer orden y sentido a las experiencias inmediatas o proyectadas, que hemos producido una espantosa confusión que nos conduce a interminables perturbaciones”.
Sinteticemos, lector: viene un tiempo político que nos llevará a asumir la responsabilidad de elegir a nuestros representantes. Mi propuesta se tiñe de mi carácter de periodista (ya por demasiado tiempo). Hay que limpiar de ansiedades y fanatismos el camino; aferrarse al libre pensamiento crítico aceptando de buen talante, si alguien lo prueba, el estar equivocado, y no decidir por dogmas sino por lo que surja no de discriminar fuentes de información sino contrastarlas, admitiendo el hecho de que lo sabido al final puede ser lo mejor aún sin alcanzar la perfección.
Antonio Pippo nació en Argentina y su familia se mudó a San José siendo aún un niño. Viene ejerciendo el periodismo desde hace sesenta y tres años: prensa , radio, televisión. Fu director de informativos de todos los canales de televisión, públicos y privados. Ha escrito y publicado varios libros. Estudioso del tango, es también artista y participa y ha dirigido espectáculos como empresario durante años.
Son clásicas las columnas que publicó durante años en el semanario Búsqueda y aún en la Agencia Mundial de ensa.
Ha sido docente de periodismo de opinión en la Universidad ORT.