Discepolín –apodo que Homero Manzi inmortalizó en un tango memorable- fue sin duda el temperamento más dramático que iluminó el tango en su historia. Una teoría que comparto dice que ese dramatismo vital se alimentó, sobre todo, de una vivencia y un episodio en las puntas de su relativamente corta vida: la infancia y los meses previos a su muerte.
¿La vivencia? Enrique Santos fue el menor de los hijos del matrimonio de Santo Discépolo, un músico italiano inmigrante que llegó a dirigir la Banda del Cuerpo de Bomberos, y Luisa Luque, y que tuvo una nutrida descendencia a partir de Armando, el mayor. Enrique, aún adolescente y por la muerte de su padre, quedaría primero en manos de una tía y luego a cargo de Armando, casi veinte años mayor, después de una niñez poco agraciada, que llegó a calificar de infeliz, sentimiento nacido de ese padre escéptico, nostálgico, distante, fallecido demasiado pronto.
¿El episodio? Tras la aparición de Perón y Evita, Enrique se hizo peronista; pero no un peronista persuadido política o ideológicamente, sino un enamorado de lo que consideró las obras transformadoras. En 1951 –año de su muerte- aceptó participar de un ciclo de breves charlas radiales preparando el terreno para la reelección del general, como habían hecho antes colegas suyos del teatro y el cine; sin embargo, espíritu libre al fin, lo suyo fue digno: creó un personaje imaginario, llamado “Mordisquito”, al que le increpaba, con la ironía de la que era capaz, su gris escepticismo acerca de los cambios en el país. Fueron sólo treinta y nueve charlas de cinco minutos cada una. Bastaron para dividir drásticamente las aguas a su alrededor y crearle enemigos irreconciliables entre quienes antes le rendían amistad y admiración; hubo quienes pasaron a su lado sin saludarlo y escupieron a un costado; hubo quienes, enterados una noche de un homenaje de desagravio que le preparaban los fieles, se hicieron de todos los tiques y lo dejaron acompañado por los dos organizadores. No se recuperó. Su tristeza ante lo que veía como una injusticia, o una intolerancia, lo venció y se lo llevó la noche del 23 de diciembre de 1951.
La vida de Discépolo fue un folletín.
Escribió su primer tango –del cual luego abjuró y se negó a que fuera grabado- cuando tenía 14 años, en 1925, en una pensión modesta de San José, en Uruguay, adonde llegó junto a su hermano Armando, dramaturgo de nota, que presentó en el Teatro Macció su principal obra: “Mateo”. Ese tango, en el que lo ayudó musicalmente un ignoto guitarrista del lugar, se llama “Bizcochito”.
Luego, ya con básicos conocimientos de música, y aunque hizo sólo letras con algunos autores, vendría el vendaval de sarcasmo, drama y rebelión que sacudió moralmente al tango: “Qué vachaché” (1926), “Esta noche me emborracho” y “Chorra” (1928), “En el cepo” (inédito), “Malevaje”, “Miguelito”, “Alguna vez” y “Soy un arlequín” (1929), “Victoria”, “Justo el 31”, “Yira, yira…” y “Confesión” (1930), “Qué sapa, señor”, “Sueño de juventud” y “Carrillón de la Merced –en colaboración con Lepera- (1931), “Secreto” (1932), “Tres esperanzas”(1933), “Quien más, quien menos” (1934), “Alma de bandoneón" y “Cambalache” (1935), “Melodía porteña” y Desencanto” (1937), “Condena” (1938), “Tormenta” (1939), “Martirio” (1940), “Infamia” (1941), “Uno” (1943), “Sin palabras” (1946), “El choclo” (1947), y Cafetín de Buenos Aires” (1948); de “Mensaje” sólo escribió la música y Cátulo Castillo le puso letra en 1952, a un año de la muerte de Discépolo; también fue póstumo “Fangal”, tema al cual los hermanos Expósito le agregaron letra y música complementarios; además, el gran dramático hizo varios valses, milongas, candombes y hasta foxtrots.
Pero la intensidad de esta vida impar se mide también de otra manera: fue guionista, actor y director de teatro y de cine; tuvo un largo y accidentado matrimonio con la cupletista española Tania, devenida tanguera, en el que hubo mutas infidelidades, incluso una aventura de Discépolo en México de la cual nació un hijo, hecho nunca bien saldado; y fue el amor imposible –nunca consumado pese a ciertas aproximaciones- de la cantante Alba Solís.
Quizás una existencia tan intensa le haya preservado un humor corrosivo, mordaz, hasta el final. Por ejemplo, el de aquellos días en que hizo inmortales dos frases:
-Estoy tan flaco que se me ve la corbata desde la espalda.
-El otro día hablé de mi flacura. Pero es una ventaja, che. Fijate que las inyecciones me las tienen que dar en el sobretodo.
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