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jueves, 13 de abril de 2017

Sobre el cartel del boliche Textos y contextos Jana Rodriguez Hertz



montevideo.com.uy


Hace un par de días la modorra montevideana se vio sacudida por un cartel pintado en tiza por el dueño de un boliche de Pocitos que decía “No dogs or Mexicans allowed”.

La frase, que en la vida real era común de ver en Texas hasta entrados los 1960’s, hacía alusión a la película “The Hateful Eight”, de Tarantino, y para algunos -claramente no para todos- fue evidente desde el vamos que era una broma entre cinéfilos. Yo confieso que a pesar de haber visto la película no recordaba la frase, pero luego que me lo dijeron encontré un gracioso paralelismo con el film, donde a cada instante se va agregando un nuevo elemento, mientras todos van matándose entre todos. Me gustó pensar en este tema, leí las distintas opiniones con atención y creo que, a pesar de que la discusión del cartel en sí parece agotada, no lo está la de los temas de fondo, ya que en ella convergen distintos contextos que siguen y seguirán vigentes por un tiempo y que la hacen muy rica. No llegué a ninguna conclusión, y me gustaría seguir escuchando argumentos sobre el asunto. Acá van algunos posibles contextos del tema.

La literalidad Desde hace un tiempo a esta parte leo enconadas quejas sobre el avance de lo “políticamente correcto”, y el asunto me genera sensaciones encontradas. En su primera novela, La Broma, ya en 1967, Milan Kundera relata el drama de Ludvik cuya vida cae en desgracia por hacer un chiste en un mundo que ha perdido el sentido del humor. En efecto, Ludvik comete el pecado de escribir una esquela a su novia con un chiste por demás liviano, pero ésta es interceptada por el partido, y Ludvik, preso de la literalidad de su entorno, es expulsado de todos los sistemas posibles y esto cambia su vida para siempre, pasando de ser un estudiante prometedor a sucesivamente perder su novia, su lugar en el partido, su capacidad de estudiar en la universidad y terminar trabajando en las minas.

Kundera retoma el tema en su último ensayo-novela “La fiesta de la insignificancia”, sin el ímpetu de sus años mozos, pero con la sabiduría y maestría que dan a algunos los años. En él aparece Stalin contando a sus colaboradores íntimos la anécdota de cuando fue a cazar 24 perdices. Cuenta que mató 12, pero se quedó sin municiones, entonces regresó 13km a buscar cartuchos y al volver mató las 12 restantes, que no se habían movido del lugar. Los funcionarios estalinistas no dicen nada, pero luego se reúnen en el urinal y comentan indignados la anécdota de Stalin despotricando con desprecio e ira sobre la forma en que están siendo engañados. Stalin los espía divertido por un agujero de la pared. Siempre que hablan de corrección política pienso en esta anécdota y me pregunto si, a veces, con la mejor intención, no se cae, y no cae uno mismo también, en el comportamiento de los colaboradores del Stalin de Kundera.

Esto no es sólo una preocupación filosófica. La literalidad ya tiene consecuencias tangibles. En el caso del norteamericano que puso el desgraciado cartel en su café de Pocitos, esto le costó un cedulón de la Intendencia y una avalancha de revisiones negativas a su local, que pueden incidir económicamente en su futuro. No es el único caso. En España, hace aproximadamente dos semanas, la Audiencia Nacional Española condenó a un año de prisión a la tuitera Cassandra Vera, por 13 tuits que escribió entre 2013 y 2016 ironizando sobre la muerte del franquista Carrero Blanco en un atentado de la ETA. Es probable que su delito sea finalmente excarcelable, pero sufrirá también inhabilitación por 7 años lo que la lleve probablemente a perder su beca y afecte su futuro como historiadora. ¿No es desproporcionado el castigo por un par de chistes tomados demasiado literalmente?

La burbuja La literalidad no es el único factor en este enredo. Apenas hubo una reacción al cartel de Pocitos, hubo una contra-reacción. “¡Es de una película de Tarantino, estúpidos!”. Y a partir de allí hubo una lapidación mutua entre quienes llamaban discriminadores a unos y estúpidos a otros. Creo que este es un fenómeno que es cada vez más frecuente. No el obvio de la lapidación, que también existe pero es un tema aparte, sino el de la burbuja. ¿Realmente podemos llamar estúpido a alguien por no saber que una frase es de una película de Tarantino? ¿Cuántas personas pertenecen al círculo de los que saben todas las líneas de Tarantino? El asunto no es que el dueño del boliche sea cultor de Tarantino, el tema es que puso su cartel en la calle. Y la calle puede no compartir su contexto. Cuando uno pone un cartel en la calle, sin más, se expone a todo el universo, y no puede pretender que todos sepan de tu contexto.

Esto no pasa sólo en este tema, es muy frecuente entre nuestros políticos y generadores de opinión. Emiten muchas veces comentarios que afectan sólo a una pequeña burbuja y creen que representan a un universo, o que el universo debe compartir sus particulares códigos. Frases del estilo “todo el mundo me dice” son muy frecuentes, cuando “todo el mundo” a veces se refiere a un pequeñísimo entorno para nada representativo del colectivo. Sobre la base de este sesgado representante de “todo el mundo” se hacen análisis sociológicos, politológicos, económicos. Y a veces marran groseramente sus análisis porque su selección de “universo” se refiere sólo a esta pequeña burbuja. ¿Puede uno indignarse porque el resto de la gente no comparte su contexto?

De quién nos reímos y de quién nos podemos reír Más allá de la burbuja, que lleva a suponer que todos están advertidos de lo que es un código de pocos, hay un importante tema de fondo: ¿es cierto que nos podemos reír de todo? Creo que en lo privado sí, en teoría no hay límites para el humor. Aunque en la práctica sí lo hay. El humor es sublimación, y cuando no tenemos los elementos suficientes para ella, no nos podemos reír. Los elementos pueden faltarnos por muchos factores, no es necesariamente estupidez como soberbiamente afirman algunos, el dolor puede ser uno de ellos.

En lo público, si bien sí se pueden hacer chistes sobre lo que sea, se paga un costo social por hacerlo. Sin embargo pasa algo semejante a lo que pasa en privado. No siempre nos podemos reír de cualquier cosa, es por eso que no oímos chistes sobre el Holocausto. Un tema que hay aquí, me parece, es que estamos en un momento donde está cambiando el costo social de los chistes. Por ejemplo, hasta hace poco era gratis hacer chistes sobre homosexuales, incluso se recibía aprobación social. Ahora ya no lo es. ¿Es bueno? ¿Es malo? Hay gente que lo vive como un retroceso, y otra que lo vive como un avance. A mí personalmente me parece un avance que hacer ciertos chistes tenga un cierto costo social. No quiere decir que ya no se pueda hacer chistes, el universo del humor es infinito, pero tendremos que elegir mejor los contextos en que nuestros chistes son contados, o pagar el costo social de no hacerlo. Si este costo es exagerado es otra pregunta que hay que hacerse.

El costado del dolor no es algo a minimizar tampoco, uno se ríe de algo cuando ya está en condiciones de hacerlo, cuando es algo superado. Como decía Woody Allen, “Comedia es tragedia más tiempo”. En el caso del cartel, puede ser gracioso para un montevideano lejano al tema, o para alguien que puede estar de vuelta de eso, pero no lo es para el embajador de México quien dijo que elevaría una queja. Es que de hecho esos carteles eran puestos en serio hace no más de 50 años atrás. Y en Estados Unidos hay hasta el día de hoy, incluso de parte de su propio presidente, manifestaciones anti-mexicanas. Está claro que no fue esa la intención de quien puso el cartel, sino todo lo contrario. Pero hay que saber que hay temas que son materia sensible.

Uno resigna libertades en pos de la convivencia, y dejar de hacer chistes que pueden lastimar seriamente a otras personas o asumir que éstos tienen un costo social, puede ser uno de ellas. Observo eso como una tendencia en el mundo hoy, y no me parece que sea una tendencia reversible.

La virtualidad y el hacinamiento social Estos tres contextos se potencian con la presencia de las redes. Las redes sociales llegaron a nuestras vidas de repente y llegaron para quedarse, y con ellas se generó un gran hacinamiento social. Nos olemos los pedos mentales entre todos. Eso genera un roce permanente que hace saltar chispas y generar incendios por las cosas más triviales. Como ocurre cuando vivimos muchos en un pequeño espacio.

Hace pocos años atrás, elegíamos el contexto en que veíamos y escuchábamos a nuestros amigos, la información que recibíamos de ellos. Y cuando nos cansábamos, volvíamos a casa, o cortábamos el teléfono. Hoy para empezar, el concepto de amigo ha cambiado. Hay un estatus de amigo virtual que es más que un contacto de agenda, pero menos que un amigo de carne y hueso, y que es mucho más masivo, nuestros amigos virtuales son muchísimos más.

Más generalmente, está la virtualidad, que para mí es un nuevo estado de la mente, así como está el inconsciente, está la virtualidad, que está en un apartado de la consciencia. Hay amigos, realidades, espacios virtuales, que sólo existen en la virtualidad, que tienen dinámica propia. Y que por momento tienen una cierta analogía con los sueños, toman elementos de la realidad, pero no son enteramente “reales”.

Este fenómeno del cartel es para mí un fenómeno típico de la virtualidad, no habría generado lo que generó sin ella. Están quienes linchan, quienes linchan a los que linchan y así sucesivamente. Aparentemente nadie deja de decir algo despreciativo sobre quien ha cometido el pecado de no pensar como uno. Ninguno de los que curtimos los espacios virtuales nos hemos salvado de hacer eso alguna vez. La virtualidad es poderosa porque tiene simultáneamente la volatilidad de lo dicho y la potencia de lo escrito.

La insignificancia Finalmente, es probable que, como miles de veces en las redes hayamos hecho un mundo de nada. En un par de días más no nos acordaremos del bendito cartelito. Pero, como dice Kundera, “Respira, D’Ardelo, amigo mío, respira esta insignificancia que nos rodea, es la clave de la sabiduría, es la clave del buen humor”.

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