El País de España
En algunos países de América Latina, los líderes progresistas se imponen y se vuelven traficantes de la ideología
Quienes pedían discrepancia hoy exigen unanimidad. Quienes pedían
medios libres hoy los utilizan para imponer una forma de pensamiento. Al
punto que esta semana, desde Andiarios, en Colombia, se enviaron 52
toneladas de papel a Venezuela para garantizar por lo menos ocho días de
información libre en unos periódicos a los que el régimen de Nicolás
Maduro - el del socialismo del Siglo XXI - no los deja importar papel.
Quienes peleaban por lo colectivo sobre el individualismo solo reconocen a los de su propio grupo y desconfían entre ellos mismos. Quienes hablaban de tolerancia y crítica constructiva, en Colombia, ahora se levantan de las mesas cuando alguien les recuerda que, desde sus partidos de izquierda, se robaron a Bogotá como lo hizo Samuel Moreno.
Quienes defendían la salud para todos ahora son capaces de escribir en las redes sociales que una joven de 23 años - rociada y desfigurada con ácido - es objeto de solidaridad en los medios de comunicación porque es de clase alta, como si el dolor tuviera estratos. Y entonces no mereciera que la sociedad completa se volcara en torno a ella. Y, sin embargo, bien vale la pena reflexionar sobre por qué convertimos ciertas noticias en banderas y otras, en cambio, las dejamos pasar como si todos no estuviéramos expuestos a las mismas tragedias.
Fanáticos, como los religiosos. Esos a quienes critican por negarles sus derechos a la diferencia. Ahora resultan tan parecidos cuando no ven en el otro a un compañero sino a un enemigo.
Es el suicidio de la izquierda que ,en algunos lugares de Colombia, pareciera haber optado por negar los principios sobre los cuales soportaron su existencia y nos hicieron a muchos - incluida quien escribe - soñar y creer y votar por sus programas, llenos de pluralismo y tolerancia e igualdad.
No ocurre lo mismo en Brasil, ni ahora de nuevo en Chile con el regreso de Michelle Bachelet, donde gobierna la izquierda o mejor la socialdemocracia. O en Francia, donde Anne Hidalgo, española de nacimiento, acaba de convertirse en la primera mujer alcalde de Paris con un lema: “Izquierda fiel a su ideal y eficaz en su acción”. Feminista y progresista, pero no de la línea progresista o petrista colombiana. A los 54 años puede contar que huyó del franquismo, que en su familia hubo condenados a muerte y que no todos los días había pan en sus mesas.
No está ocurriendo en Nueva York, donde el activista Bill De Blasio - con su agenda progresista - gravará con más impuestos a quienes más tienen.
Son realidades distintas, mundos distintos, me dirán. Entonces, volvamos por América Latina. En Colombia y sus países fronterizos Venezuela y Ecuador y en Nicaragua, los líderes de la izquierda se imponen y se vuelven traficantes de la ideología con la que alimentan cientos de seguidores necesitados. Cientos de ciudadanos que son malos si reciben subsidios de la “derecha neoliberal y asesina”, pero buenos si llenan las plazas a las que escupen sus discursos de guerra porque en esas guerras esconden sus incapacidades administrativas, su populismo y también su corrupción, que al igual que los otros también la tienen en cientos de contratos amarrados.
Se suicidan por desconocer las reglas del juego que ayudaron a construir y exigieron a quienes ostentaban el poder antes de ellos. Se suicidan si escogen el camino de la irracionalidad populista y la sobreactuación política para presentarse como mártires o víctimas del establecimiento. Los electores - ya está demostrado - castigan siempre, tarde o temprano, a los derecha o de izquierda, que los traicionan y se traicionan a sí mismos.
Quienes peleaban por lo colectivo sobre el individualismo solo reconocen a los de su propio grupo y desconfían entre ellos mismos. Quienes hablaban de tolerancia y crítica constructiva, en Colombia, ahora se levantan de las mesas cuando alguien les recuerda que, desde sus partidos de izquierda, se robaron a Bogotá como lo hizo Samuel Moreno.
Quienes defendían la salud para todos ahora son capaces de escribir en las redes sociales que una joven de 23 años - rociada y desfigurada con ácido - es objeto de solidaridad en los medios de comunicación porque es de clase alta, como si el dolor tuviera estratos. Y entonces no mereciera que la sociedad completa se volcara en torno a ella. Y, sin embargo, bien vale la pena reflexionar sobre por qué convertimos ciertas noticias en banderas y otras, en cambio, las dejamos pasar como si todos no estuviéramos expuestos a las mismas tragedias.
Fanáticos, como los religiosos. Esos a quienes critican por negarles sus derechos a la diferencia. Ahora resultan tan parecidos cuando no ven en el otro a un compañero sino a un enemigo.
Es el suicidio de la izquierda que ,en algunos lugares de Colombia, pareciera haber optado por negar los principios sobre los cuales soportaron su existencia y nos hicieron a muchos - incluida quien escribe - soñar y creer y votar por sus programas, llenos de pluralismo y tolerancia e igualdad.
No ocurre lo mismo en Brasil, ni ahora de nuevo en Chile con el regreso de Michelle Bachelet, donde gobierna la izquierda o mejor la socialdemocracia. O en Francia, donde Anne Hidalgo, española de nacimiento, acaba de convertirse en la primera mujer alcalde de Paris con un lema: “Izquierda fiel a su ideal y eficaz en su acción”. Feminista y progresista, pero no de la línea progresista o petrista colombiana. A los 54 años puede contar que huyó del franquismo, que en su familia hubo condenados a muerte y que no todos los días había pan en sus mesas.
No está ocurriendo en Nueva York, donde el activista Bill De Blasio - con su agenda progresista - gravará con más impuestos a quienes más tienen.
Son realidades distintas, mundos distintos, me dirán. Entonces, volvamos por América Latina. En Colombia y sus países fronterizos Venezuela y Ecuador y en Nicaragua, los líderes de la izquierda se imponen y se vuelven traficantes de la ideología con la que alimentan cientos de seguidores necesitados. Cientos de ciudadanos que son malos si reciben subsidios de la “derecha neoliberal y asesina”, pero buenos si llenan las plazas a las que escupen sus discursos de guerra porque en esas guerras esconden sus incapacidades administrativas, su populismo y también su corrupción, que al igual que los otros también la tienen en cientos de contratos amarrados.
Se suicidan por desconocer las reglas del juego que ayudaron a construir y exigieron a quienes ostentaban el poder antes de ellos. Se suicidan si escogen el camino de la irracionalidad populista y la sobreactuación política para presentarse como mártires o víctimas del establecimiento. Los electores - ya está demostrado - castigan siempre, tarde o temprano, a los derecha o de izquierda, que los traicionan y se traicionan a sí mismos.
Diana Calderón es directora de Servicio Informativo y Hora 20 Caracol Radio.