Mientras
los partidos se encaminan a las elecciones primarias de junio y
despliegan sus campañas propagandísticas, que incluyen publicidad
callejera, folletería y anuncios en televisión, muchos ciudadanos se
preguntan de dónde sale el dinero que financia esos emprendimientos. En
verdad, no existe en este país nadie que pueda responder con certeza esa
pregunta. No es que a priori sospechemos de la legalidad de ese dinero,
sino que carecemos de herramientas para conocer su procedencia. Esto es
un verdadero problema y supone tal vez una de las mayores debilidades
de nuestra apreciada democracia.
Vayamos
por partes. A diferencia de lo que ocurre en otros países, nuestros
partidos políticos cuentan con estructuras internas muy peculiares. Por
un lado, son partidos en cuyo seno conviven fracciones
institucionalizadas con poderosos liderazgos, pero por otro, son
partidos extremadamente descentralizados con diferentes niveles de
actuación política. En un proceso electoral todas las estructuras del
sistema de partidos comienzan a recaudar y gastar dinero: los partidos
como tales, las fracciones nacionales, los niveles departamentales,
locales, barriales, etc. El ciudadano común no percibe con claridad esta
histórica superposición de instancias y en muchas ocasiones presupone
–mal- que el dinero y el gasto electoral responde a un único centro de
decisión.
La
legislación (Ley 18.845) reconoce estos problemas al prever el
financiamiento y el eventual control sobre el gasto, a partir de la
consideración de las diferentes estructuras partidarias. Para no aburrir
al lector diré brevemente que la normativa vigente admite dos tipos de
fuentes de financiamiento (ingreso de dinero a las arcas partidarias).
La primera y más conocida es la del financiamiento público, el cual
consistente en pagar 13 unidades indexadas por voto recibido en las
elecciones primarias (en las nacionales serán 87 UI, en balotaje 10 UI, y
en las municipales 13 UI). Un 20% del valor de cada voto va dirigido al
precandidato presidencial (nivel nacional), un 40% a la lista a la
Convención Nacional (nivel nacional) y otro 40% a la lista a la
Convención Departamental (nivel departamental). Esta forma de inyectar
dinero en forma descentralizada se repite en las elecciones de octubre
con las listas al senado y a diputados. El control de esta dimensión del
sistema de financiamiento no resulta tan complicado porque el Estado
conoce cuánto dinero se transfiere a los partidos (en 2009, solo por las
elecciones de octubre, el Estado transfirió algo más de 18 millones de
dólares).
La
segunda fuente de financiamiento es la privada y aquí reside el
principal problema sobre el cual me quiero extender. La legislación no
establece topes al gasto de campaña. Permite a los partidos y sectores
políticos aceptar donaciones de privados que no pueden exceder las
300.000 UI (algo más de 36 mil dólares). Las donaciones deben ser
siempre nominativas y el donante solo puede otorgar dinero al partido
una vez al año. La contribución deberá quedar registrada en un libro de
contabilidad que llevará cada comité de campaña. Los partidos o sectores
pueden también aceptar contribuciones anónimas que no superen las 4.000
UI (480 dólares) las cuales en conjunto no pueden superar el del total
de los ingresos por donaciones.
Por
otra parte, la legislación señala que cuando se registre una donación
en especie (servicios o materiales), los partidos deberán registrar
además del nombre del donante, su valor estimado. Asimismo, la normativa
prohíbe a los partidos recibir donaciones de organizaciones delictivas
(sic); asociaciones profesionales, gremiales o sindicales; gobiernos,
entidades o fundaciones extranjeras; y personas públicas no estatales.
Las empresas concesionarias de servicios públicos podrán hacer
donaciones siempre y cuando el monto no supere las 10.000 UI (1.200
dólares).
El
control sobre la recaudación de los partidos y sectores está a cargo de
la Corte Electoral. Con ese fin, los comités de campaña deben presentar
30 días antes de cada elección, un informe con el presupuesto de la
campaña donde se detallen gastos e ingresos previstos, así como detalles
de las donaciones recibidas. Dentro de los 90 días posteriores a la
elección, están obligados a presentar una rendición de cuentas
definitiva en la que se especifiquen los ingresos y egresos de la
campaña, así como el origen de los fondos utilizados.
El
lector que soportó la descripción de nuestro sistema de financiamiento
podrá pensar que en Uruguay todo está debidamente regulado. Y ello es
así, solo en la teoría, pues en la práctica, la Corte Electoral no tiene
herramientas ni medios para fiscalizar en forma eficiente la
recaudación y los gastos de campaña. Cuando el Poder Ejecutivo de Tabaré
Vázquez envió el proyecto de ley que hoy nos regula, preveía que el
control lo realizaría el Tribunal de Cuentas, organismo mucho más idóneo
para la tarea. Sin embargo, los mismos partidos lo cambiaron por la
Corte durante el trámite parlamentario (aún peor fue la decisión de
eliminar el capítulo que prohibía la publicidad en televisión y radio y
creaba una franja gratuita para todos los partidos, de forma similar a
lo que hacen países como Chile, Brasil o Argentina).
¿Por
qué nuestros partidos actuaron de ese modo? Simplemente porque no
desean ser controlados. O sea, con la legislación actual se creó una
pantalla para que los ciudadanos, los medios y los observadores
internacionales digan que Uruguay cuenta con normativa moderna sobre el
problema del financiamiento. No obstante, esa normativa es ineficiente
porque carece de enforcement (capacidad de aplicación) sobre
los sujetos regulados. Los informes que se presentan ante la Corte
Electoral además de ser poco exhaustivos suelen ocultar buena parte de
los ingresos y egresos. O sea, las declaraciones juradas no solo son
imprecisas sino que mienten deliberadamente sobre el monto real que cada
partido invirtió en la campaña electoral. Bajo estas condiciones, no
deberíamos sorprendernos si un día de estos alguien descubre que los
fondos de tal o cual partido provienen de fuentes ilegales.
Pondré dos ejemplos del problema que estoy describiendo. En el año 2009, un informe de la agencia de medios Mindshare
sobre mediciones de Ibope Uruguay, sostuvo que entre el 1º y el 22 de
noviembre, la fórmula Lacalle-Larrañaga había pautado publicidad en TV
abierta por un espacio total de 11 horas y media, en tanto la fórmula
Mujica-Astori hizo lo propio por algo menos de 6 horas*. Es decir, la
relación entre los competidores del balotaje era de 66% a 34%. Sin
embargo, cuando se observan las declaraciones juradas en la página web
de la Corte, se puede observar que el Partido Nacional gastó en
noviembre unos 508 mil dólares y el Frente Amplio unos 415 mil dólares.
Por ende, la relación de gasto entre ellos fue de 55% a 45%. Por tanto,
este es un caso de irregularidad notoria. O bien uno de los partidos
sub-declaró el gasto, o los dos sub-declararon, o tal vez, uno de los
partidos recibió un trato preferencial de parte de los canales.
Lamentablemente, ninguna de estas preguntas se las hacen los ministros
de la Corte.
El
segundo ejemplo refiere a las donaciones de empresas. En Uruguay, hay
más de cien empresas que contribuyen con todos los partidos y que en
general intentan ser ecuánimes en cuanto al monto que donan a los
principales partidos. Si se revisan las declaraciones juradas
correspondientes a 2009, se podrá observar que las empresas que se
repiten como donantes de los tres partidos, aparecen aportando siempre
montos diferentes. O sea, los partidos actúan unilateralmente a la hora
de declarar y terminan cayendo en un típico dilema del prisionero. Todos
declaran montos diferentes, algunos mienten y otros dicen la verdad. Un
alto jerarca de una empresa que aporta el mismo dinero a los
principales partidos, buscó explicar las diferencias en las
declaraciones juradas por el simple olvido de los dirigentes o la forma
extraña de contabilizar los ingresos que tienen los partidos**. De uno u
otro modo, estas son situaciones irregulares que nadie investiga,
empezando por la Corte.
Pero
hay un problema aún peor que las inconsistencias que presentan las
Declaraciones Juradas finales de los partidos. Me refiero al hecho de
que no existen mecanismos para controlar si existe algún tipo de
correspondencia entre los montos globales de gasto presentados y lo que
efectivamente se gastó. En países como Costa Rica o México, los
organismos encargados de supervisar el gasto, solicitan precios a
diferentes proveedores de los partidos y luego auditan a las empresas
que contratan con los partidos, de forma tal de estimar cuánto han
gastado éstos en la campaña. Dichos estudios e confrontan más tarde con
las declaraciones presentadas por los partidos. Con el actual estado de
cosas, un partido podría entregar a la Corte una declaración
absolutamente en regla (es decir, sin caer en errores torpes como los
que he puesto como ejemplos), y aún así, hacer uso de fondos de origen
dudoso o indebido.
La
solución a este problema consiste en crear un organismo encargado de
desarrollar las funciones de supervisión. Puede ser una unidad
especializada dentro de la Corte o tal vez, en el Tribunal de Cuentas, y
debería contar con presupuesto, personal calificado y un estatuto
especial para actuar como fiscalizador del gasto en campañas. En otras
palabras, necesitamos una pequeña DGI que se encargue de estos asuntos.
Mientras tanto, la espada de Damocles de la corrupción estará pendiendo
sobre las cabezas de nuestros candidatos.