La
industria de la moda emplea a unos 300 millones de personas y
confecciona unos 120.000 millones de prendas al año;1 en 2020
facturó por más de 600.000 millones de dólares.2 La llamada fast
fashion ha exacerbado el despilfarro de recursos, la contaminación,
la economía sumergida y la sobreexplotación. La estrategia consiste
en inundar el mercado con gran cantidad de colecciones de ropa que
marcan “tendencia” para lapsos cada vez más breves. El viejo
modelo de colecciones bianuales primavera-verano y otoño-invierno ya
es prehistoria: Zara presenta hasta 24 colecciones al año y H&M
lanza 52 microcolecciones –sí, una por semana–, dirigidas sobre
todo a jóvenes.
Estas
prendas son desechadas luego de unas siete posturas, aunque un top de
fiesta no se usa más de 1,7 veces. Este flujo acelerado de prendas
efímeras modificó los estándares de producción: se emplean
materiales de baja calidad que abaten precios, reducen la durabilidad
e incrementan la huella de carbono; se produce en países como
Bangladesh, India, Camboya, Indonesia, Malasia, Sri Lanka y China, en
condiciones laborales muy duras y pagando salarios ínfimos.
Después
de la industria petrolera, la de la moda es la más contaminante:
genera hasta 10% de la producción global de dióxido de carbono, es
el segundo gran consumidor de agua, produce una quinta parte de los
300 millones de toneladas anuales de plástico en el mundo y es
responsable de 20% de las aguas residuales vertidas en cursos de agua
que van a parar a los océanos.3 La producción de algodón para
prendas insume 1.931 litros de agua por kilo, y el lavado de ropa
libera cada año medio millón de toneladas de microfibras plásticas
al mar que equivalen a más de 50.000 millones de botellas de
plástico.4 La producción de poliéster –la fibra más utilizada
en la confección de ropa– insume unos 70 millones de barriles de
petróleo por año y tarda alrededor de 200 años en descomponerse.5
Las empresas destruyen enormes cúmulos de ropa no vendida;6 sólo en
2017, Burberry incineró ropa excedente por un valor superior a 31
millones de euros,7 y H&M quema año tras año unas 15 toneladas
de prendas. Cada kilo de ropa incinerada genera 1,36 kilos de CO2,
superando la quema del combustible fósil más demonizado: el
carbón.8 Nuestro país no ha escapado a esta tendencia mundial: en
2014 se generaron 63 toneladas de desechos textiles por día: unos
2.900 camiones de basura al año.9
La
producción mundial de ropa se duplicó entre 2000 y 2014. En
promedio, una persona compra 60% más de artículos de ropa y los
guarda aproximadamente la mitad de tiempo que hace 15 años.10
Actualmente compramos cinco veces más prendas que nuestros
abuelos,11 40% de las cuales no serán utilizadas.12 Si se dejara de
fabricar ropa de la noche a la mañana, habría suficiente para toda
la humanidad por diez o 15 años. Todo esto, aunado al consumismo
fácil y desprevenido que campea en el mundo, no augura nada bueno
para el futuro inmediato de la calidad del agua, de los alimentos y
del aire que respiramos.
El
relato de la industria de la moda es muy otro. En Europa, H&M,
Zara, C&A y otras empresas invitan a depositar ropa usada en
contenedores dispuestos a la entrada de sus locales, y aseguran que
con esos desechos fabrican nuevas prendas. Sin embargo, se ha podido
determinar que esto no es posible. Si bien un pequeño porcentaje
cobra nueva vida bajo forma de materiales aislantes o trapos, la
disminución incesante de la calidad de los insumos aumenta los
volúmenes de prendas no reciclables en absoluto. En 2016 H&M
recolectó 16.000 toneladas de ropa usada, y casi el doble en 2019.
La industria dice estar preocupada por la reducción de la
contaminación, y afirma que más de la mitad de los materiales que
emplea son orgánicos y reciclables. Esto es falso; 70% de los
materiales empleados en la fabricación de ropa se obtiene del
petróleo crudo y son muy difíciles de reciclar. Cierto: las
textiles emplean botellas plásticas recicladas para fabricar
prendas, pero estas no pueden reutilizarse para producir otras.
¿Cuál
es, entonces, el destino de estas gigantescas montañas de ropa
desechada?
Se
ha calculado que en 2021 la Unión Europea envió a Kenia más de 112
millones de prendas de segunda mano, de las cuales 56 millones –sí,
la mitad– eran inservibles.13 La mayor parte de esas “donaciones
humanitarias” termina en los vertederos africanos: toneladas y
toneladas de residuos sin gestionar que contaminan y contribuyen a la
plastificación de los océanos.14 Se estima que entre 2015 y 2050
llegarán a los océanos 22 millones de toneladas de microplásticos.
Cantidades
crecientes de ropa desechada en Europa acaban en los países del
Este. Las plantas recicladoras de estos países son instadas por sus
gobiernos a incinerar los desechos, pero les resulta más redituable
la venta ilegal a los más necesitados para material de combustión.
Cuanto mayor la proporción de materiales sintéticos, tanto más
calórico... y tanto más contaminante. En Sofía, capital de
Bulgaria, cuyo índice de calidad del aire es el más bajo de todo el
continente eurasiático, las autoridades aconsejan el uso permanente
de máscaras de calidad N95 al aire libre, y un purificador de aire
en interiores.15 Una porción nada menospreciable de esta
contaminación atmosférica es atribuible a este combustible
“barato”. El Instituto de Medio Ambiente de Bremen, Alemania,
analizó prendas de Zara, H&M, Vero y DeƧigual destinadas a
combustión; el análisis determinó que su quema libera dioxinas y
compuestos tóxicos cuya inhalación es cancerígena y acarrea
patologías pulmonares.16
En
los países asiáticos, el nivel de contaminación de las aguas es
100 veces superior a la tolerada en los países europeos y ha
provocado extinciones masivas de peces. La Unión Europea detectó
alimentos provenientes de Asia contaminados con productos tóxicos
usados por la industria textil: cadmio, cromo y plomo, entre otros.
¿Cómo pudo suceder esto? Muy sencillo: las aguas no potables que
contienen desechos tóxicos de las fábricas textiles son empleadas
para riego de cultivos y para consumo animal; la industria
alimenticia emplea estos insumos contaminados, y finalmente las
sustancias tóxicas ingresan a nuestros organismos.
La
producción, el procesamiento y el teñido de las prendas insumen
grandes cantidades de contaminantes. Tomemos por caso la prenda
textil más corriente hoy en día: la camiseta. Se venden anualmente
2.000 millones de unidades. El algodón utilizado se siembra en
América, China o India, y requiere más cantidades de agua,
insecticidas y pesticidas que cualquier otro cultivo; una camiseta
promedio requiere 2.700 litros de agua, el equivalente a unas 30
bañeras. Hay producción de camisetas de algodón orgánico, pero
representa apenas 1% de los 22,7 millones de toneladas mundiales de
algodón. En las hilanderas –generalmente situadas en China o
India–, máquinas de alta tecnología mezclan, cardan, peinan,
estiran y tuercen el algodón en finas cuerdas de hilo con el cual
otras máquinas tejen un paño gris y áspero que es cortado en
trozos. Estos son tratados con calor y productos químicos para
volverlos suaves. Luego, el tejido se sumerge en blanqueadores y
colorantes azoicos compuestos por unas 3.000 sustancias sintéticas
de probada toxicidad, entre ellas cadmio, plomo, cromo y mercurio.
Estas sustancias pueden provocar reacciones alérgicas,
hiperactividad o asma, y también pueden acumularse en las células
causando cáncer o mutaciones genéticas años más tarde.
Las
fábricas de camisetas –en su mayor parte situadas en Bangladesh,
China, India o Turquía– emplean trabajadores para una tarea que
las máquinas no pueden hacer: el cosido manual prenda por prenda.
Bangladesh, que ha superado a China en la exportación de camisetas,
emplea 4,5 millones de personas en esta industria. Todas estas
camisetas viajan por barco, tren y camión hacia los grandes
compradores del hemisferio norte, lo que genera toneladas extras de
anhídrido carbónico a los volúmenes –ya enormes– de
contaminantes liberados por el procesamiento del algodón.17
Bangladesh
exhibe un triste récord mundial: salario mínimo de 16 dólares,
condiciones de seguridad y salubridad impeorables, jornadas de 12 y
más horas, trabajadores insultados y maltratados cuando no alcanzan
los altos estándares de productividad exigidos.18 La catástrofe del
edificio Rana Plaza, en Dhaka, la capital de Bangladesh, mostró al
mundo entero la horrenda contracara de la fast fashion. Se trataba de
una estructura de ocho pisos ocupada mayormente por fábricas de
ropa. La detección de grandes grietas en sus paredes en abril de
2013 había determinado su desalojo, pero la gran mayoría de los
ocupantes del edificio eran trabajadores textiles que fueron
obligados a volver a sus puestos bajo amenaza de despido. “Si pasa
algo, nosotros también moriremos con ustedes”, les dijeron los
jefes de planta, pero ni bien se aseguraron de que los operarios
ocupaban sus puestos abandonaron el edificio, que colapsó en
minutos. Finalizadas las tareas de rescate, se contabilizaron 1.129
muertos y 2.515 heridos.19 Este desastre anunciado no puede llamarse
accidente sino asesinato masivo.20 La fábrica más grande del Rana
Plaza confeccionaba prendas para la firma Joe Fresh, que muestra en
sus anuncios ropa alegre y barata y ocupa los primeros lugares en
ventas de prendas infantiles.
Rana
Plaza no fue una tragedia aislada, sino un punto alto de una serie de
derrumbes e incendios que se venían sucediendo. Cinco meses antes se
había incendiado el edificio de la fábrica de ropa Tazreen, también
situada en Dhaka. El propietario tenía permiso para construir tres
pisos, pero había edificado hasta el noveno, no existía salida de
incendios, la autorización de bomberos había sido revocada meses
antes, muchas puertas estaban bloqueadas por cajas de ropa, las
ventanas tenían barrotes. Literalmente aprisionadas, sin salida
alguna, 112 personas murieron quemadas vivas. Pantalones cortos de
Wallmart fueron sacados de las cenizas, aunque esta firma asegurara
que no tenía contratos con Tazreen pero que, eso sí, uno de sus
proveedores había subcontratado a Tazreen sin su autorización.
La
llamada fast fashion ha exacerbado el despilfarro de recursos, la
contaminación, la economía sumergida y la sobreexplotación.
Las
grandes marcas declaran que sólo trabajan con empresas certificadas,
tal como lo exige la normativa vigente en la Unión Europea. Pero es
práctica corriente que estas empresas certificadas subcontraten a
otras aún más “baratas”, sin certificación medioambiental ni
piletas depuradoras.21 Así, las grandes firmas se sustraen a
obligaciones mínimas de remuneración, seguridad y salubridad,
mientras miran para otro lado y celebran el crecimiento exponencial
de sus dividendos.
Luego
de la catástrofe del Rana Plaza, el periodista canadiense Mark
Kelley visitó seis tiendas en Toronto; todas ellas vendían prendas
fabricadas en aquel edificio para Joe Fresh. Pero esta firma no
compraba directamente a las fábricas de Rana Plaza, sino a una
empresa india que inspeccionaba la calidad de las prendas hechas en
aquel edificio, pero no la seguridad de los locales de confección...
Joe Fresh podía deslindar alegremente toda responsabilidad: ¡ni
siquiera tenía contratos con Rana Plaza!
Kelley
compró en su país una camiseta de Wallmart en cuyo registro de
envío figuraba Hasan Tanvir, una fábrica de las afueras de Dhaka
que se encuentra entre las firmas prohibidas por Wallmart porque no
pasaron sus auditorías. Camiseta en mano, el periodista viajó a
Dhaka, donde cursó numerosas solicitudes para visitar esta fábrica;
todas fueron denegadas. Un gerente abordado a la entrada negó que
esa camiseta hubiera sido fabricada por ellos, pero los trabajadores
que el periodista pudo entrevistar fuera del predio –y que
ocultaron su identidad por temor a represalias– indicaron el piso y
la sección precisos donde se cosían esas camisetas, y hasta sabían
cuáles trabajadoras lo hacían. Wallmart terminó admitiendo que, a
tres meses de la prohibición, seguían encargando prendas a título
de “último pedido”.
El
fenómeno de la ropa aquí considerado forma parte de un movimiento
generalizado de sobreproducción y sobreconsumo que no es
esencialmente nuevo pero que pegó un salto de gigante en lo que va
del siglo. El éxito global de las estrategias publicitarias que
catalizaron dicho salto es espectacular: multitudes de ciudadanos de
todos los estratos sociales practican gustosamente un consumismo
desaforado con su correlato en despilfarro de recursos y
contaminación.
Si
todo sigue igual –y no hay indicios en contrario–, el colapso
generalizado de nuestra civilización consumista no parece evitable.
Las voces de alarma, que ya tienen décadas, poco y nada han logrado.
Las grandes corporaciones practican un “sálvese quien pueda”
desquiciante que realimenta la carrera hacia la hecatombe. ¿Existen
acaso fuerzas capaces de impedírselo?
Pero
la crisis también trae consigo fulgores de esperanza. Emergen en
todos los continentes múltiples iniciativas locales de regeneración
económica, social, política, cognitiva, educativa, étnica, todas
ellas apuntando a la reforma de la vida misma tal como hoy la
concebimos. En su heterogeneidad, esa miríada de iniciativas tiene
un denominador común: le da la espalda a la noción de progreso
basada en el aumento incesante de bienes materiales que nunca colman
una insatisfacción siempre renovada. Pugna por tomar forma una nueva
manera de ver el progreso, un nuevo paradigma que se orienta a la
sustitución de la competencia por la cooperación y el diálogo, que
busca comprender a los demás –próximos o lejanos– y que dirige
la atención a las necesidades interiores de las personas. Es un
reaprendizaje difícil porque va a contrapelo de todo lo aprendido en
la familia, en la escuela, en la convivencia social.
Las
expectativas de triunfo de tal metamorfosis son débiles, aunque
existentes. Asoma en ese horizonte el arte de vivir con poco y sin
afán de lucro, la primacía de la calidad sobre la cantidad, la
opción por el ser antes que por el tener. Se trata de ser felices
con poco, de cultivar la empatía, de detenernos para sentir aquí y
ahora el milagro único de vivir. Seamos realistas: pidamos lo
imposible.
François
Graña es doctor en Ciencias Sociales.