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jueves, 6 de abril de 2023

La industria de la moda: despilfarro, sobreexplotación y contaminación

Publicado el 5 de abril de 2023 Ja diaria


Escribe François Graña en Posturas


La industria de la moda emplea a unos 300 millones de personas y confecciona unos 120.000 millones de prendas al año;1 en 2020 facturó por más de 600.000 millones de dólares.2 La llamada fast fashion ha exacerbado el despilfarro de recursos, la contaminación, la economía sumergida y la sobreexplotación. La estrategia consiste en inundar el mercado con gran cantidad de colecciones de ropa que marcan “tendencia” para lapsos cada vez más breves. El viejo modelo de colecciones bianuales primavera-verano y otoño-invierno ya es prehistoria: Zara presenta hasta 24 colecciones al año y H&M lanza 52 microcolecciones –sí, una por semana–, dirigidas sobre todo a jóvenes.


Estas prendas son desechadas luego de unas siete posturas, aunque un top de fiesta no se usa más de 1,7 veces. Este flujo acelerado de prendas efímeras modificó los estándares de producción: se emplean materiales de baja calidad que abaten precios, reducen la durabilidad e incrementan la huella de carbono; se produce en países como Bangladesh, India, Camboya, Indonesia, Malasia, Sri Lanka y China, en condiciones laborales muy duras y pagando salarios ínfimos.


Después de la industria petrolera, la de la moda es la más contaminante: genera hasta 10% de la producción global de dióxido de carbono, es el segundo gran consumidor de agua, produce una quinta parte de los 300 millones de toneladas anuales de plástico en el mundo y es responsable de 20% de las aguas residuales vertidas en cursos de agua que van a parar a los océanos.3 La producción de algodón para prendas insume 1.931 litros de agua por kilo, y el lavado de ropa libera cada año medio millón de toneladas de microfibras plásticas al mar que equivalen a más de 50.000 millones de botellas de plástico.4 La producción de poliéster –la fibra más utilizada en la confección de ropa– insume unos 70 millones de barriles de petróleo por año y tarda alrededor de 200 años en descomponerse.5 Las empresas destruyen enormes cúmulos de ropa no vendida;6 sólo en 2017, Burberry incineró ropa excedente por un valor superior a 31 millones de euros,7 y H&M quema año tras año unas 15 toneladas de prendas. Cada kilo de ropa incinerada genera 1,36 kilos de CO2, superando la quema del combustible fósil más demonizado: el carbón.8 Nuestro país no ha escapado a esta tendencia mundial: en 2014 se generaron 63 toneladas de desechos textiles por día: unos 2.900 camiones de basura al año.9


La producción mundial de ropa se duplicó entre 2000 y 2014. En promedio, una persona compra 60% más de artículos de ropa y los guarda aproximadamente la mitad de tiempo que hace 15 años.10 Actualmente compramos cinco veces más prendas que nuestros abuelos,11 40% de las cuales no serán utilizadas.12 Si se dejara de fabricar ropa de la noche a la mañana, habría suficiente para toda la humanidad por diez o 15 años. Todo esto, aunado al consumismo fácil y desprevenido que campea en el mundo, no augura nada bueno para el futuro inmediato de la calidad del agua, de los alimentos y del aire que respiramos.


El relato de la industria de la moda es muy otro. En Europa, H&M, Zara, C&A y otras empresas invitan a depositar ropa usada en contenedores dispuestos a la entrada de sus locales, y aseguran que con esos desechos fabrican nuevas prendas. Sin embargo, se ha podido determinar que esto no es posible. Si bien un pequeño porcentaje cobra nueva vida bajo forma de materiales aislantes o trapos, la disminución incesante de la calidad de los insumos aumenta los volúmenes de prendas no reciclables en absoluto. En 2016 H&M recolectó 16.000 toneladas de ropa usada, y casi el doble en 2019. La industria dice estar preocupada por la reducción de la contaminación, y afirma que más de la mitad de los materiales que emplea son orgánicos y reciclables. Esto es falso; 70% de los materiales empleados en la fabricación de ropa se obtiene del petróleo crudo y son muy difíciles de reciclar. Cierto: las textiles emplean botellas plásticas recicladas para fabricar prendas, pero estas no pueden reutilizarse para producir otras.


¿Cuál es, entonces, el destino de estas gigantescas montañas de ropa desechada?


Se ha calculado que en 2021 la Unión Europea envió a Kenia más de 112 millones de prendas de segunda mano, de las cuales 56 millones –sí, la mitad– eran inservibles.13 La mayor parte de esas “donaciones humanitarias” termina en los vertederos africanos: toneladas y toneladas de residuos sin gestionar que contaminan y contribuyen a la plastificación de los océanos.14 Se estima que entre 2015 y 2050 llegarán a los océanos 22 millones de toneladas de microplásticos.


Cantidades crecientes de ropa desechada en Europa acaban en los países del Este. Las plantas recicladoras de estos países son instadas por sus gobiernos a incinerar los desechos, pero les resulta más redituable la venta ilegal a los más necesitados para material de combustión. Cuanto mayor la proporción de materiales sintéticos, tanto más calórico... y tanto más contaminante. En Sofía, capital de Bulgaria, cuyo índice de calidad del aire es el más bajo de todo el continente eurasiático, las autoridades aconsejan el uso permanente de máscaras de calidad N95 al aire libre, y un purificador de aire en interiores.15 Una porción nada menospreciable de esta contaminación atmosférica es atribuible a este combustible “barato”. El Instituto de Medio Ambiente de Bremen, Alemania, analizó prendas de Zara, H&M, Vero y DeƧigual destinadas a combustión; el análisis determinó que su quema libera dioxinas y compuestos tóxicos cuya inhalación es cancerígena y acarrea patologías pulmonares.16


En los países asiáticos, el nivel de contaminación de las aguas es 100 veces superior a la tolerada en los países europeos y ha provocado extinciones masivas de peces. La Unión Europea detectó alimentos provenientes de Asia contaminados con productos tóxicos usados por la industria textil: cadmio, cromo y plomo, entre otros. ¿Cómo pudo suceder esto? Muy sencillo: las aguas no potables que contienen desechos tóxicos de las fábricas textiles son empleadas para riego de cultivos y para consumo animal; la industria alimenticia emplea estos insumos contaminados, y finalmente las sustancias tóxicas ingresan a nuestros organismos.


La producción, el procesamiento y el teñido de las prendas insumen grandes cantidades de contaminantes. Tomemos por caso la prenda textil más corriente hoy en día: la camiseta. Se venden anualmente 2.000 millones de unidades. El algodón utilizado se siembra en América, China o India, y requiere más cantidades de agua, insecticidas y pesticidas que cualquier otro cultivo; una camiseta promedio requiere 2.700 litros de agua, el equivalente a unas 30 bañeras. Hay producción de camisetas de algodón orgánico, pero representa apenas 1% de los 22,7 millones de toneladas mundiales de algodón. En las hilanderas –generalmente situadas en China o India–, máquinas de alta tecnología mezclan, cardan, peinan, estiran y tuercen el algodón en finas cuerdas de hilo con el cual otras máquinas tejen un paño gris y áspero que es cortado en trozos. Estos son tratados con calor y productos químicos para volverlos suaves. Luego, el tejido se sumerge en blanqueadores y colorantes azoicos compuestos por unas 3.000 sustancias sintéticas de probada toxicidad, entre ellas cadmio, plomo, cromo y mercurio. Estas sustancias pueden provocar reacciones alérgicas, hiperactividad o asma, y también pueden acumularse en las células causando cáncer o mutaciones genéticas años más tarde.


Las fábricas de camisetas –en su mayor parte situadas en Bangladesh, China, India o Turquía– emplean trabajadores para una tarea que las máquinas no pueden hacer: el cosido manual prenda por prenda. Bangladesh, que ha superado a China en la exportación de camisetas, emplea 4,5 millones de personas en esta industria. Todas estas camisetas viajan por barco, tren y camión hacia los grandes compradores del hemisferio norte, lo que genera toneladas extras de anhídrido carbónico a los volúmenes –ya enormes– de contaminantes liberados por el procesamiento del algodón.17


Bangladesh exhibe un triste récord mundial: salario mínimo de 16 dólares, condiciones de seguridad y salubridad impeorables, jornadas de 12 y más horas, trabajadores insultados y maltratados cuando no alcanzan los altos estándares de productividad exigidos.18 La catástrofe del edificio Rana Plaza, en Dhaka, la capital de Bangladesh, mostró al mundo entero la horrenda contracara de la fast fashion. Se trataba de una estructura de ocho pisos ocupada mayormente por fábricas de ropa. La detección de grandes grietas en sus paredes en abril de 2013 había determinado su desalojo, pero la gran mayoría de los ocupantes del edificio eran trabajadores textiles que fueron obligados a volver a sus puestos bajo amenaza de despido. “Si pasa algo, nosotros también moriremos con ustedes”, les dijeron los jefes de planta, pero ni bien se aseguraron de que los operarios ocupaban sus puestos abandonaron el edificio, que colapsó en minutos. Finalizadas las tareas de rescate, se contabilizaron 1.129 muertos y 2.515 heridos.19 Este desastre anunciado no puede llamarse accidente sino asesinato masivo.20 La fábrica más grande del Rana Plaza confeccionaba prendas para la firma Joe Fresh, que muestra en sus anuncios ropa alegre y barata y ocupa los primeros lugares en ventas de prendas infantiles.


Rana Plaza no fue una tragedia aislada, sino un punto alto de una serie de derrumbes e incendios que se venían sucediendo. Cinco meses antes se había incendiado el edificio de la fábrica de ropa Tazreen, también situada en Dhaka. El propietario tenía permiso para construir tres pisos, pero había edificado hasta el noveno, no existía salida de incendios, la autorización de bomberos había sido revocada meses antes, muchas puertas estaban bloqueadas por cajas de ropa, las ventanas tenían barrotes. Literalmente aprisionadas, sin salida alguna, 112 personas murieron quemadas vivas. Pantalones cortos de Wallmart fueron sacados de las cenizas, aunque esta firma asegurara que no tenía contratos con Tazreen pero que, eso sí, uno de sus proveedores había subcontratado a Tazreen sin su autorización.


La llamada fast fashion ha exacerbado el despilfarro de recursos, la contaminación, la economía sumergida y la sobreexplotación.

Las grandes marcas declaran que sólo trabajan con empresas certificadas, tal como lo exige la normativa vigente en la Unión Europea. Pero es práctica corriente que estas empresas certificadas subcontraten a otras aún más “baratas”, sin certificación medioambiental ni piletas depuradoras.21 Así, las grandes firmas se sustraen a obligaciones mínimas de remuneración, seguridad y salubridad, mientras miran para otro lado y celebran el crecimiento exponencial de sus dividendos.


Luego de la catástrofe del Rana Plaza, el periodista canadiense Mark Kelley visitó seis tiendas en Toronto; todas ellas vendían prendas fabricadas en aquel edificio para Joe Fresh. Pero esta firma no compraba directamente a las fábricas de Rana Plaza, sino a una empresa india que inspeccionaba la calidad de las prendas hechas en aquel edificio, pero no la seguridad de los locales de confección... Joe Fresh podía deslindar alegremente toda responsabilidad: ¡ni siquiera tenía contratos con Rana Plaza!


Kelley compró en su país una camiseta de Wallmart en cuyo registro de envío figuraba Hasan Tanvir, una fábrica de las afueras de Dhaka que se encuentra entre las firmas prohibidas por Wallmart porque no pasaron sus auditorías. Camiseta en mano, el periodista viajó a Dhaka, donde cursó numerosas solicitudes para visitar esta fábrica; todas fueron denegadas. Un gerente abordado a la entrada negó que esa camiseta hubiera sido fabricada por ellos, pero los trabajadores que el periodista pudo entrevistar fuera del predio –y que ocultaron su identidad por temor a represalias– indicaron el piso y la sección precisos donde se cosían esas camisetas, y hasta sabían cuáles trabajadoras lo hacían. Wallmart terminó admitiendo que, a tres meses de la prohibición, seguían encargando prendas a título de “último pedido”.


El fenómeno de la ropa aquí considerado forma parte de un movimiento generalizado de sobreproducción y sobreconsumo que no es esencialmente nuevo pero que pegó un salto de gigante en lo que va del siglo. El éxito global de las estrategias publicitarias que catalizaron dicho salto es espectacular: multitudes de ciudadanos de todos los estratos sociales practican gustosamente un consumismo desaforado con su correlato en despilfarro de recursos y contaminación.


Si todo sigue igual –y no hay indicios en contrario–, el colapso generalizado de nuestra civilización consumista no parece evitable. Las voces de alarma, que ya tienen décadas, poco y nada han logrado. Las grandes corporaciones practican un “sálvese quien pueda” desquiciante que realimenta la carrera hacia la hecatombe. ¿Existen acaso fuerzas capaces de impedírselo?


Pero la crisis también trae consigo fulgores de esperanza. Emergen en todos los continentes múltiples iniciativas locales de regeneración económica, social, política, cognitiva, educativa, étnica, todas ellas apuntando a la reforma de la vida misma tal como hoy la concebimos. En su heterogeneidad, esa miríada de iniciativas tiene un denominador común: le da la espalda a la noción de progreso basada en el aumento incesante de bienes materiales que nunca colman una insatisfacción siempre renovada. Pugna por tomar forma una nueva manera de ver el progreso, un nuevo paradigma que se orienta a la sustitución de la competencia por la cooperación y el diálogo, que busca comprender a los demás –próximos o lejanos– y que dirige la atención a las necesidades interiores de las personas. Es un reaprendizaje difícil porque va a contrapelo de todo lo aprendido en la familia, en la escuela, en la convivencia social.


Las expectativas de triunfo de tal metamorfosis son débiles, aunque existentes. Asoma en ese horizonte el arte de vivir con poco y sin afán de lucro, la primacía de la calidad sobre la cantidad, la opción por el ser antes que por el tener. Se trata de ser felices con poco, de cultivar la empatía, de detenernos para sentir aquí y ahora el milagro único de vivir. Seamos realistas: pidamos lo imposible.


François Graña es doctor en Ciencias Sociales.



































































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