FUNERAL BLUES es uno de los más conocidos poemas de Wynstan Hugh Auden, poeta, periodista y libretista británico, considerado uno de los mejores escritores en la historia literaria de su nación. Vio la luz en York, Inglaterra, en 1907, y murió en Viena, Austria, en 1973. Edificó una poesía de innovaciones rítmicas, muy vigorosa y de contenida emoción. Sus poemas con coloquiales y verdaderos y, a la vez, de sensibilidad compleja. Adhirió al anglicanismo y fue un homosexual declarado: compartió gran parte de su vida adulta con el joven poeta Chester Kallman, pero no sufrió por ello las consecuencias que debió afrontar, por ejemplo, Oscar Wilde, y el respeto presidió la influencia de su obra.
FUNERAL BLUES
Tristeza, padecimiento, rebeldía. La pérdida del amor que se creyó eterno. Un poeta estremecido ante un sentimiento nuevo e inesperado es como un pájaro débil, al pie de la rama que lo sostenía con ternura.
Por eso, míster Auden, yo quiero decirle ahora, que ya no está aquí, sin otro sustento que mi emoción, que nada lo ha representado más pleno, desnudo de alma, que ese poema de amor –sobre el amor con la intensidad que usted lo vivió-, y que fue dicho años después por un espléndido actor en un filme, Cuatro bodas y un funeral, inimaginable para usted en su tiempo; sí, ese poema en especial, por encima del resto de los cuatrocientos que comenzó a escribir a los trece años, corriendo apenas 1920, y más que su primer libro de dos décadas después, que sus ensayos, sus obras de teatro ligero y sus guiones encargados para óperas y documentales de cine:
-Detengan los relojes, desconecten el teléfono, denle un hueso al perro para que no ladre. Callen los pianos y con ese tamborileo sordo saquen el féretro…
¡El mismo hombre al que a mediados del siglo pasado llamaron “l’enfant terrible” de la literatura! Claro, usted, míster Auden, fue siempre un rebelde, alguien que despreció su nacionalidad británica –aquel lejano nacimiento en York, en 1907- y adoptó, en un gesto de desasosiego, la norteamericana. Alguien delicado y pasional, sensible y severo, contradictorio tal vez, igual a tantos, que deslizó su estilo magistral por la política, el concepto de ciudadanía, la religión y la moral y la relación entre el individuo y la naturaleza, conmoviendo los cimientos de las viejas tradiciones.
Pero aun aquellos críticos le debieron entregar, no importa si distante, su respeto.
Y eso fue por la poesía y por el amor desgarrado:
-Acérquense los dolientes que los aviones sobrevuelan quejumbrosos, y escriban en el cielo el mensaje… Él ha muerto. Pongan moños negros en los níveos cuellos de las palomas. Que los policías usen guantes de algodón negro.
A cierta gente puede serle fácil hablar de su homosexualidad como si fuera una ofensa o un crimen, aunque sin cárcel, ésa que no pudo evitar Wilde. ¿Y su libre albedrío? ¿Y su generosidad sin tasa? ¿Ya nadie recuerda que se casó con Érika –matrimonio por una noble conveniencia-, la hija de Thomas Mann, en 1935, para que ella, legalmente, pudiera salir de la Alemania nazi y reiniciar su vida sin los horrores que la perseguían y oscurecían?
Pero es verdad, sí, que sus entrañas y su espíritu y su verbo latían, Wystan -¿puedo llamarlo por su primer nombre?- gracias al sentimiento más fuerte que sintió en su existencia de luces y sombras:
-Él era mi norte, mi sur, mi este y oeste, mi semana de trabajo y mi domingo de descanso, mi mediodía, mi media noche, mi conversación, mi canción…
Él, como otros antes, quizás, era entonces lo esencial. Él brotó de la vida como una dulce caricia de apego. El borró de su cotidiano andar el ácido desprecio ajeno, los roces de elogios fáciles -¡hasta tres veces los hipócritas lo elevaron a candidato al Nobel de Literatura!- y le permitió levantar su pluma cual si quisiera hacerla estallar en el cielo infinito.
Sin embargo, debió escribir, deshecho:
-Creí que el amor perduraría por siempre. Estaba equivocado. No precisamos estrellas ahora… Apáguenlas todas, envuelvan la luna, desarmen el sol, desagüen el océano y talen el bosque…
La herida fatal de lo perdido, la profunda descomposición interior no descansan, y de usted, Wystan, no huyeron. Pero el amor fue tanto que pudo seguir creando belleza para el mundo hasta su propia y serena muerte; ciertamente, sin que haya sabido jamás cómo, y llevando encima el peso espantoso de lo que no se acepta:
“-…porque de ahora en adelante, nada servirá”.
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