Cuando
llegué a este país, hace poco más de un año para radicarme, el
precio del dólar se encontraba, en su franja vendedora, en 18,25
pesos argentinos.
En
aquel momento, la perspectiva sobre la marcha de la economía del
país, con el escenario de las elecciones primarias de agosto y las
legislativas, era de que en ese semestre se estaba saliendo del peor
momento económico de Argentina, que se saldría de la recesión, y a
partir de este año se comenzaría a estabilizar la misma, con un
ciclo “virtuoso” de crecimiento, reducción de la inflación, y
un dólar estable, con un precio estimado para fines de 2018 en el
entorno de los 20-23 pesos argentinos.
Hoy,
30 de agosto de 2018, el dólar cerró a
$39,87, con momentos en que se llegó a
cotizar por sobre los 40 pesos.
O
sea: en 13 meses desde mi arribo
(mi base inicial de referencia) el peso
argentino se devaluó más del 100%.
Cuando
en octubre del año pasado, el oficialismo obtuvo una relativa
victoria en la elecciones legislativas (vale la pena recordar, si
bien sigue sin contar con mayorías propias en el Parlamento,
aumentaron su representación en ambas Cámaras) se interpretó como
un voto de confianza de parte de la ciudadanía hacia el actual
gobierno y el rumbo que había fijado en la política económica.
De
ese modo, en noviembre y diciembre pactó con parte de la oposición
y resolvió avanzar en una serie de reformas, entre las que estaba
incluida la de la modificación en el cálculo de las jubilaciones,
claramente perjudicial hacia los jubilados, y que fue aprobada luego
de varios días de enorme tensión social y política, que incluyó
la suspensión de una sesión del Congreso, un enfrentamiento colosal
y caótico entre grupúsculos de manifestantes y fuerzas de
seguridad, y un masivo y espontaneo caceroleo por la noche en la
Plaza del Congreso.
Por
esa misma fecha se aprobó el presupuesto del año presente, que
preveía una inflación del 15% anual, aunque la mayoría de los
analistas pronosticaban por ese entonces una inflación más próxima
al 20%.
Desde
ese entonces, ninguna las previsiones económicas se ha cumplido:
además de la disparada en el precio del dólar, se suma una
inflación inmanejable que en 6 meses ya superó la meta prevista
para todo el año, y hasta altura parecería milagroso que no supere
el 30% anual.
Pero
lo más doloroso y preocupante de este escenario,
es el altísimo costo que está pagando el grueso de la sociedad, que
además de tener que soportar los ajustes de tarifas por eliminación
de subsidios (en Capital Federal y provincia de Buenos Aires) que han
sido exorbitantes, sobre todo pensando en servicios como luz y gas
que no han mejorado la calidad en relación a las brutales subas
decretadas; se suma la incertidumbre por la evolución de los precios
de comestibles y productos de primera necesidad, y ahora, la pérdida
de poder adquisitivo de salarios que pierden frente a la inflación y
el dólar. En cuestión de semanas, los trabajadores han perdido
aproximadamente un tercio de su poder de compra.
Por
si fuera poco, ligado a su previsión de inflación, el
gobierno había fijado que las paritarias
(símil de los Consejos de Salarios en Uruguay) no
podían superar el 15% de ajuste salarial,
o, lo que es lo mismo, que los sueldos este año como mucho iban a
“empatar” con la inflación. Por supuesto, esto ha generado que
algunos sindicatos no acepten esta propuesta salarial, y mucho menos
luego de constatar que la meta inflacionaria ha sido limpiamente
superada, con lo cual, en realidad, los trabajadores terminaran
perdiendo poder adquisitivo.
En
algún momento, el gobierno intentó
ensayar una suerte de “épica del sacrificio”
en el que expresaba que en momentos de crisis es necesario ajustarse
el cinturón, para luego volver a ganar cuando se recupere la
economía.
El
argumento, en otro momento y con otras señales de parte del sistema
político –y del financiero- podría funcionar; pero mientras por
un lado se piden sacrificios voluntarios, parece
una tomadura de pelo que hace semanas
especuladores y banqueros estén
obteniendo pingues ganancias jugando con el mercado a su antojo,
jopeándosela sistemáticamente al gobierno.
Con
este contexto de incertidumbre y ajuste que están pagando los
eternos perdedores de todos los ajustes: asalariados, jubilados,
pequeñas y medianas empresas; la novedad es que parece estar
generándose un clima de cansancio social y agotamiento del crédito
político obtenido por el oficialismo en octubre del año pasado.
Es
toda una señal que desde algunos de los medios y programas que han
tenido mayor afinidad con este gobierno, se lo esté criticando de
diversas formas, desde los analistas que lo critican por su falta de
iniciativa en impulsar reformas estructurales de fondo, hasta los que
dicen que desde que asumieron el gobierno han errado los caminos
continuamente y parece vivir en una suerte de improvisación
permanente, pasando por los que mencionan la “tozudez ideológica”
como causa de esta tempestad.
Más
que por tozudez, me da la impresión que se llega a este resultado
por una ingenuidad ideológica muy propia de los liberales,
que creen que el mercado es el mejor asignador de recursos y que
tiene la capacidad de ajustarse en forma virtuosa por sí mismo. Eso
puede ser cierto en un contexto de una economía pequeña, y sin
actores económicos capaces de influir en el mercado por su propia
voluntad, tal como sucedía en la sociedad que conoció Adam Smith;
pero no es la realidad del capitalismo moderno, al menos desde
el siglo XX, en un contexto de economías de escalas, creciente
concentración de empresas, grupos económicos que generan más
riqueza y movilizan mayor cantidad de recursos que algunos países, y
enormes asimetrías de información, influencia y poder entre los
diversos agentes económicos. La mano no es
invisible… es
oculta.
Dónde
sí parece haber un componente importante de terquedad, es en la
resistencia del Presidente a hacer política.
Genuino
representante del discurso post-político, que asimila lo “político”
a componendas y negociados, y que sostiene que lo que se precisa para
ser un buen gobernante es aplicar conceptos y prácticas de la
gestión empresarial, reduciendo al Estado a una suerte de gran
empresa; la coyuntura actual es una
clara muestra de las limitaciones de ese discurso
como práctica, muy eficiente para captar el descontento con las
formas tradicionales de hacer política y obtener triunfos
electorales, pero absolutamente
insuficiente para gestionar una institución de la complejidad del
Estado, cuyo fin –a diferencia de una
empresa privada- no es el de obtener ganancias económicas, sino
administrar y resolver los conflictos y contradicciones de la vida en
sociedad, y ser garante en el ejercicio efectivo de ciertos derechos
mínimos por parte de las personas.
En
la Argentina de la “Grieta” no resulta menor que, desde ambos
lados, se critique la falta de liderazgo político. Gestores y
marketing
han sobrado hasta ahora, tal vez, la
cruda realidad le haya demostrado al gobierno que llegó la hora de
hacer política en serio… no de jugar
hacerla.