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viernes, 21 de abril de 2017

Rumbo al circo Hoenir Sarthou:



Semanario Voces



Vivimos un tiempo en que la agenda pública está poblada por temas distractivos, que tienen por fin hacernos discutir y destinar tiempos legislativos e institucionales a asuntos menores e incluso falsos (como la supuesta discriminación en Coffe shop) y a supuestas soluciones legislativas que en realidad nada solucionan (como la creación del femicidio).

Lo grave es que esos temas conllevan la destrucción de principios sustanciales de la convivencia social tal como la conocemos. Estos dos casos lo demuestran. En ellos de ponen en cuestión dos principios fundamentales: la libertad de expresión, y la igualdad ante la ley.
Escribo este artículo sin expectativas, casi desinteresado de sus efectos prácticos, quizá por aquello de que ciertas cosas deben ser dichas sin importar los resultados.

Para un lector desatento, el tema de esta nota serán dos hechos recientes: el episodio de denuncia e intervención de la Intendencia respecto del establecimiento “Coffe shop” por reproducir en un pizarrón cierta frase de un personaje de una película de Tarantino; y la aprobación unánime por el Senado de una reforma al artículo 312 del Código Penal, por la que se incluye al “femicidio” como una variante de homicidio muy especialmente agravado (15 a 30 años de penitenciaría).

Sin embargo, de lo que realmente quiero hablar, lo que en verdad me parece importante considerar, es otra cosa. Un fenómeno cultural que se manifiesta en esos dos hechos pero también en muchos otros, a los que nos hemos ido acostumbrando casi sin notarlo.

El episodio de “Coffe shop” tiene ribetes grotescos, que serían humorísticos si no pusieran en evidencia la cruda mezcla de ignorancia, prejuicio y autoritarismo en personas que ocupan cargos públicos destacados, mezcla que, al parecer, comparte cierta parte de la población.

El decano Rodrigo Arim no tiene obligación de saber de cine y la Directora de Políticas Sociales de la Intendencia de Montevideo tampoco. En rigor, no tienen por qué saber de cine, ni de literatura, ni de filosofía, ni de ciencia política. Tienen derecho a ignorar esas y muchas otras áreas del conocimiento. En cambio, tienen obligación de conocer un poco la Constitución y algunas normas básicas todavía vigentes en nuestro país. Por ejemplo, deberían saber que la expresión del pensamiento es libre y que nadie debería ser sancionado por publicar ideas propias o ajenas, siempre que la publicación no configure por sí misma un delito o instigue a la comisión de delitos. Deberían saber que el derecho castiga actos, no la simple expresión de ideas.

La discriminación en el ingreso a un local comercial, para ser delito, debe materializarse en una política de admisión. Debería demostrarse que el local niega el ingreso a cierta categoría de personas para acusar y sancionar a sus propietarios. En este caso, la frase del personaje de Tarantino (“No se admiten perros ni mexicanos”) no era el anuncio de una política de admisión del establecimiento comercial. En otras palabras: el cartel sería una infracción a la ley si expresara un criterio efectivo de admisión arbitrariamente restrictivo, cosa que en este caso no ocurría. ¡Habría sido tan fácil evitar el incidente tan solo con preguntar en el local qué significaba el cartel y si realmente se prohibía el ingreso de mexicanos! Pero tanto el denunciante como los funcionarios intervinientes prefirieron prejuzgar que existía discriminación y desatar la persecución estatal y el linchamiento virtual del establecimiento y de sus dueños.

Como nota curiosa, el denunciante afirmó en Twitter que el propietario del local era norteamericano (lo que podría considerarse discriminatorio, además de a medias falso). Otra curiosidad es que ciertos locales comerciales, en los que actúan “estripers” masculinos, prohíben efectivamente el ingreso de público masculino, sin que eso haya alterado nunca a las autoridades departamentales o nacionales.

El otro episodio relevante es la aprobación en el Senado, por unanimidad, de la reforma del artículo 312 del Código Penal, para incluir a la figura del femicidio como un homicidio muy especialmente agravado, con pena de 15 a 30 años de penitenciaría, que contrastan con la de 20 meses de prisión a 12 años de penitenciaría para el homicidio común y la de 10 a 24 años de penitenciaría para los homicidios especialmente agravados.

La reforma tiene varios aspectos preocupantes. Uno es que crea una modalidad de homicidio en que la víctima sólo puede ser mujer y el victimario, aunque no se lo dice expresamente, sólo puede ser hombre. El uso de la expresión “el autor”, en lugar de “el autor o autora”, para referirse al victimario, así lo indica, sobre todo porque la misma ley usa expresiones como “hijas o hijos” cuando quiere abarcar a los dos sexos.

Otro aspecto preocupante es que la tipificación del femicidio, definido como causar la muerte de una mujer por motivos de odio o menosprecio a la condición de mujer, se convierte en un verdadero chicle, capaz de convertir en femicido a cualquier cosa. Así, de acuerdo al literal a) del artículo en la redacción propuesta, será prueba del odio o menosprecio a la condición de mujer “Que a la muerte le haya precedido algún incidente de violencia física, psicológica, sexual, económica, o de otro tipo, cometido por el autor contra la mujer, independientemente que (la omisión del “de” debe de ser una licencia legislativa) el hecho haya sido denunciado o no por la víctima”.

Esa definición amplísima de la violencia previa hace que toda muerte de una mujer por alguien que tenga alguna relación con ella (salvo que la mate un desconocido usando mira telescópica) pueda ser tipificada como femicidio.

En los debates previos sobre este proyecto se ha señalado hasta el cansancio que la creación de la figura del femicidio no prevendrá ni disminuirá las muertes por violencia dentro de la pareja. No lo ha hecho en ninguno de los países que la han creado y la aplican. No lo hace ni lo hará porque, como política legislativa, está equivocada. La violencia en la pareja o ex pareja no es una conducta racional ni especulativa. Y es falso que se funde en la idea de propiedad o de odio y menosprecio a la condición de mujer. Por lo tanto, tratándose de una conducta que suele cometerse en estados de alteración emocional y psicológica (por eso va acompañada con tanta frecuencia por el suicidio) de nada servirá ponerle a esa conducta un nuevo nombre ni asignarle una pena mucho mayor. Esto es tan evidente que ya nadie, ni siquiera las organizaciones feministas, defiende el proyecto alegando sus efectos positivos. Simplemente se habla de “emitir una señal” o, peor aun, se excita la reacción de rechazo que a todos nos producen esos asesinatos, para promover una respuesta irracional y a todas luces equivocada.

Además de ser inútil, la nueva figura penal consagra una distinción discriminatoria, por la que matar a una mujer pasa a ser penalmente más grave que matar a un hombre o a un niño. Es decir, se viola el principio de igualdad en un área tan básica como lo es la protección de la vida, sin ni siquiera poder sostener que se lograrán los resultados supuestamente buscados.

¿Por qué se vota por unanimidad en el Senado una disposición discriminatoria que, por añadidura, será ineficaz para lograr los efectos alegados?

Vivimos un tiempo en que la agenda pública está poblada por temas distractivos, que tienen por fin hacernos discutir y destinar tiempos legislativos e institucionales a asuntos menores e incluso falsos (como la supuesta discriminación en Coffe shop) y a supuestas soluciones legislativas que en realidad nada solucionan (como la creación del femicidio).

Lo grave es que esos temas conllevan la destrucción de principios sustanciales de la convivencia social tal como la conocemos. Estos dos casos lo demuestran. En ellos de ponen en cuestión dos principios fundamentales: la libertad de expresión, y la igualdad ante la ley.

Las soluciones buscadas, la intervención represiva de los organismos públicos en el caso de Coffe shop, y la aprobación del femicido por el senado, transgreden alegremente esos dos principios. Sin contar otros, como que los organismos públicos deben actuar dentro de sus competencias y no deben invocar faltas administrativas (por ejemplo, control de autorización de Bomberos) para castigar por razones ideológicas.

¿Cuál es el verdadero fondo del asunto?

Principios jurídicos como la libertad de expresión y la igualdad ante la ley son resultado de luchas centenarias contra el autoritarismo y la caza de brujas ideológicas. Quien crea que esos principios están asegurados se equivoca. Sólo un cuidadoso control sobre las autoridades puede evitar que esos vicios del poder reaparezcan.

Sin embargo, vivimos un tiempo en que los derechos esenciales, y los trabajosos mecanismos establecidos para garantizarlos, son sustituidos por corrientes emotivas que se erigen en leyes, arbitrarias e imprevisibles, como suelen ser las corrientes emotivas. Así, si me indigna la muerte de un caballo en la Rural, propongo prohibir las jineteadas, sin importar si la muerte es accidental ni cuántas personas vivan de esa actividad; si puedo exhibir mi amplitud mental persiguiendo a un imaginario norteamericano discriminador de mexicanos, claro que apoyaré que lo persigan, aunque la discriminación sea falsa; y si me indigna la muerte de mujeres, vale votar una ley aunque haga trizas el principio de igualdad y no sirva para impedir las muertes.

Lo que importa es mi emoción, no los resultados ni los perjuicios que ocasione el satisfacerla.

Resolver los conflictos humanos con soluciones racionales y equitativas es un largo camino. Si, cansados de ese camino dificultoso, decidimos sustituirlo por el libre juego de las emociones, acicateadas por la publicidad y el deseo de satisfacción inmediata, iremos en otra dirección.

Los linchamientos y el circo romano se basaron siempre en la satisfacción de las emociones primarias colectivas.






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