Columna de opinión.
ladiaria
Faltando
menos de dos meses para las elecciones internas, creo no exagerar si
digo que estamos ante una de las campañas más aburridas y mediocres de
los últimos tiempos.
Cierto que las campañas electorales no se caracterizan por la complejidad de los discursos o el ingenio de los spots, porque lo masivo siempre parte de códigos básicos, fácilmente comprensibles. Podríamos agregar que en Uruguay la lucha electoral no suele asumir formas dramáticas (como sucede, por ejemplo, en Venezuela o Argentina), dado que, más allá de las diferencias políticas e ideológicas, rara vez existe un enfrentamiento personal y grave entre los candidatos, o un abismo entre los programas de gobierno con chances de triunfar.
Ahora bien, una cosa es evitar los antagonismos extremos, y muy otra la ausencia total de discusiones profundas; el trato civilizado entre los políticos no debe confundirse con la inexistencia de debates intensos e ideologizados. En tal sentido, la propaganda electoral que ya circula, redundante y predecible desde todo punto de vista, no sería necesariamente un error de los publicistas, sino la expresión de un problema político de fondo: la ausencia de contenidos, de sorpresas, de audacia y de partidos dispuestos a asumir algún tipo de riesgo.
Cuando el vazquismo recicla la Chacarera del Encuentro (1999), da cuenta del cansancio creativo e intelectual que padece nuestra política. Pero más allá de ese hecho, toda la campaña de Tabaré Vázquez, el gran favorito, es por demás modesta. Bien podríamos pensar que, a sabiendas de que tiene ganada la interna, el doctor jugará todas sus cartas luego del mundial. Tal estrategia, no obstante, puede resultar peligrosa: se ha comenzado a instalar la imagen de un Vázquez cansado, de discursos intrascendentes y con baja capacidad de respuesta; la oposición ya está jugando fuerte, sobre todo los blancos en el interior, y puede verse favorecida por el letargo vazquista; y, por último, si bien el ex presidente va a superar la votación de Constanza Moreira en junio, no será lo mismo que ésta obtenga 5, 10 o 20 por ciento de los votos.
Tampoco parece acertada la actitud de quienes atacan sin piedad a Moreira cada vez que se atreve a salir de los discursos de género y generacional, evidenciando alguna diferencia más o menos sustancial con Vázquez. Destratando a la candidata y llamándola a hacer hincapié en las coincidencias, minimizando o extinguiendo las diferencias, se corre el riesgo de que se anule una de las razones de la candidatura alternativa, que es la de representar y contener a los frentistas descontentos, cuya huida hacia el voto en blanco o anulado puede hacer perder al FA la mayoría parlamentaria, o incluso la elección. Si bien el tono más moderado y conciliador de Moreira le permite una mejor relación con la oficialidad frentista, le quita atractivo a la disputa interna, lo cual puede, finalmente, perjudicar a toda la fuerza política. La otra interna del frenteamplismo está marcada por la lucha por la vicepresidencia, por viejas rencillas personales (Astori-Sendic) en las cuales la ideología no ocupa lugares destacados, o por cuestiones muy laterales.
El Partido Nacional, por su parte, vive una elección interna atrapante que, fundamentalmente en el interior del país, se cristaliza en una campaña encendida y vigorosa, pero más por la paridad electoral de los candidatos que por sus diferencias ideológicas o la riqueza de sus propuestas. Jorge Larrañaga y Luis Lacalle Pou no terminan de acomodarse en el escenario político nacional: el primero porque se ha desdibujado, y el segundo porque recién comienza a instalarse. El Larrañaga intransigente, que exige mano dura y Policía militarizada patrullando las calles, no tiene mucho que ver con aquel político dialoguista, campechano y wilsonista que supo construir; la renovación con aires pretendidamente progresistas que esgrime Lacalle Pou sólo puede sostenerse si uno ignora los nombres de quienes lo rodean, entre los cuales aparecen viejos herreristas reaccionarios, personajes mediáticos y oportunistas de todo pelo. Recientemente, Sergio Abreu declinó su precandidatura y se sumó a las filas de Lacalle Pou, sin que uno pudiera llegar a entender por qué se inclinó por un candidato y no por otro. Y es que nadie hubiese advertido una contradicción grave si Abreu apoyaba a Larrañaga, puesto que casi nadie comprendió qué quería con su precandidatura, qué proponía.
El Partido Colorado, en tanto, parece algo estancado luego de la leve recuperación de 2009. Pedro Bordaberry, que oscila sin escala entre el cordero manso y el lobo feroz, tiene serias dificultades al momento de crecer, entre otras razones porque la interna nacionalista lo opaca. Dentro de su partido, Amorín Batlle no le representa una amenaza electoral ni le significa un contrapeso ideológico: apenas se anima a sumar mediáticos, como Washington Abdala o Abel Duarte, buscando cierta visibilidad. Lamentablemente, la figura joven y prometedora de Fernando Amado difícilmente pueda destacarse y tornarse seductora en el cuadro de situación antes descrito.
En tanto, el Partido Independiente y Unidad Popular, sin disputa interna ni candidatos atractivos, se limitan a soñar con tener una banca en el próximo Parlamento.
De aquí a junio no sobran razones para ser optimistas: todo parece indicar que los ciudadanos seguiremos siendo testigos de una campaña chata e insípida, sin demasiadas sorpresas y, sobre todo, sin discusiones en las que la ideología asome. Luego de las internas, acaso un Vázquez más exigido por el riesgo de la derrota, o de perder las mayorías parlamentarias, se atreva a sacudir el avispero; o quizá Lacalle Pou (si le gana a Larrañaga) se las ingenie para incomodar a la izquierda con su frescura y juventud; o puede que Bordaberry encuentre su perfil y se posicione como el verdadero líder de la oposición; o en una de ésas el Partido Independiente o Unidad Popular hallan una propuesta que los haga trascender y los torne votables para nuevos sectores de la sociedad. De lo contrario, se prenderá una tenue pero clara luz de advertencia para nuestra democracia: sin innovación, sin entusiasmo ni transgresión, el sistema político se empobrece; tantas figuritas repetidas difícilmente completen el álbum.
Cierto que las campañas electorales no se caracterizan por la complejidad de los discursos o el ingenio de los spots, porque lo masivo siempre parte de códigos básicos, fácilmente comprensibles. Podríamos agregar que en Uruguay la lucha electoral no suele asumir formas dramáticas (como sucede, por ejemplo, en Venezuela o Argentina), dado que, más allá de las diferencias políticas e ideológicas, rara vez existe un enfrentamiento personal y grave entre los candidatos, o un abismo entre los programas de gobierno con chances de triunfar.
Ahora bien, una cosa es evitar los antagonismos extremos, y muy otra la ausencia total de discusiones profundas; el trato civilizado entre los políticos no debe confundirse con la inexistencia de debates intensos e ideologizados. En tal sentido, la propaganda electoral que ya circula, redundante y predecible desde todo punto de vista, no sería necesariamente un error de los publicistas, sino la expresión de un problema político de fondo: la ausencia de contenidos, de sorpresas, de audacia y de partidos dispuestos a asumir algún tipo de riesgo.
Cuando el vazquismo recicla la Chacarera del Encuentro (1999), da cuenta del cansancio creativo e intelectual que padece nuestra política. Pero más allá de ese hecho, toda la campaña de Tabaré Vázquez, el gran favorito, es por demás modesta. Bien podríamos pensar que, a sabiendas de que tiene ganada la interna, el doctor jugará todas sus cartas luego del mundial. Tal estrategia, no obstante, puede resultar peligrosa: se ha comenzado a instalar la imagen de un Vázquez cansado, de discursos intrascendentes y con baja capacidad de respuesta; la oposición ya está jugando fuerte, sobre todo los blancos en el interior, y puede verse favorecida por el letargo vazquista; y, por último, si bien el ex presidente va a superar la votación de Constanza Moreira en junio, no será lo mismo que ésta obtenga 5, 10 o 20 por ciento de los votos.
Tampoco parece acertada la actitud de quienes atacan sin piedad a Moreira cada vez que se atreve a salir de los discursos de género y generacional, evidenciando alguna diferencia más o menos sustancial con Vázquez. Destratando a la candidata y llamándola a hacer hincapié en las coincidencias, minimizando o extinguiendo las diferencias, se corre el riesgo de que se anule una de las razones de la candidatura alternativa, que es la de representar y contener a los frentistas descontentos, cuya huida hacia el voto en blanco o anulado puede hacer perder al FA la mayoría parlamentaria, o incluso la elección. Si bien el tono más moderado y conciliador de Moreira le permite una mejor relación con la oficialidad frentista, le quita atractivo a la disputa interna, lo cual puede, finalmente, perjudicar a toda la fuerza política. La otra interna del frenteamplismo está marcada por la lucha por la vicepresidencia, por viejas rencillas personales (Astori-Sendic) en las cuales la ideología no ocupa lugares destacados, o por cuestiones muy laterales.
El Partido Nacional, por su parte, vive una elección interna atrapante que, fundamentalmente en el interior del país, se cristaliza en una campaña encendida y vigorosa, pero más por la paridad electoral de los candidatos que por sus diferencias ideológicas o la riqueza de sus propuestas. Jorge Larrañaga y Luis Lacalle Pou no terminan de acomodarse en el escenario político nacional: el primero porque se ha desdibujado, y el segundo porque recién comienza a instalarse. El Larrañaga intransigente, que exige mano dura y Policía militarizada patrullando las calles, no tiene mucho que ver con aquel político dialoguista, campechano y wilsonista que supo construir; la renovación con aires pretendidamente progresistas que esgrime Lacalle Pou sólo puede sostenerse si uno ignora los nombres de quienes lo rodean, entre los cuales aparecen viejos herreristas reaccionarios, personajes mediáticos y oportunistas de todo pelo. Recientemente, Sergio Abreu declinó su precandidatura y se sumó a las filas de Lacalle Pou, sin que uno pudiera llegar a entender por qué se inclinó por un candidato y no por otro. Y es que nadie hubiese advertido una contradicción grave si Abreu apoyaba a Larrañaga, puesto que casi nadie comprendió qué quería con su precandidatura, qué proponía.
El Partido Colorado, en tanto, parece algo estancado luego de la leve recuperación de 2009. Pedro Bordaberry, que oscila sin escala entre el cordero manso y el lobo feroz, tiene serias dificultades al momento de crecer, entre otras razones porque la interna nacionalista lo opaca. Dentro de su partido, Amorín Batlle no le representa una amenaza electoral ni le significa un contrapeso ideológico: apenas se anima a sumar mediáticos, como Washington Abdala o Abel Duarte, buscando cierta visibilidad. Lamentablemente, la figura joven y prometedora de Fernando Amado difícilmente pueda destacarse y tornarse seductora en el cuadro de situación antes descrito.
En tanto, el Partido Independiente y Unidad Popular, sin disputa interna ni candidatos atractivos, se limitan a soñar con tener una banca en el próximo Parlamento.
De aquí a junio no sobran razones para ser optimistas: todo parece indicar que los ciudadanos seguiremos siendo testigos de una campaña chata e insípida, sin demasiadas sorpresas y, sobre todo, sin discusiones en las que la ideología asome. Luego de las internas, acaso un Vázquez más exigido por el riesgo de la derrota, o de perder las mayorías parlamentarias, se atreva a sacudir el avispero; o quizá Lacalle Pou (si le gana a Larrañaga) se las ingenie para incomodar a la izquierda con su frescura y juventud; o puede que Bordaberry encuentre su perfil y se posicione como el verdadero líder de la oposición; o en una de ésas el Partido Independiente o Unidad Popular hallan una propuesta que los haga trascender y los torne votables para nuevos sectores de la sociedad. De lo contrario, se prenderá una tenue pero clara luz de advertencia para nuestra democracia: sin innovación, sin entusiasmo ni transgresión, el sistema político se empobrece; tantas figuritas repetidas difícilmente completen el álbum.