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miércoles, 14 de febrero de 2024

GACELA DEL NIÑO MUERTO Por Antonio Pippo

Ah, dorado poeta de la sonrisa en remolinos de sueños, buceador de amaneceres, cantor estremecido del amor y la tragedia.

Ah, mago de la palabra que llenaste al mundo de belleza y alegría, que no pudiste imaginar tu temprana muerte pero fue como que sí, porque ahí, en los epitafios que escribiste de otros, acaso sentiste la sombra amenazante.

Ah, Federico… ¡cuánto he deseado en mis fiebres haber estado contigo aquel día a las cinco de la tarde en punto, para aliviar tu padecer por la partida de tu querido Ignacio Sánchez Mejías!

¿Para qué hablarte ahora, imaginar que me respondes, llorando?

-Todas las tardes en Granada,/ todas las tardes se muere un niño./ Todas las tardes el agua se sienta/ a conversar con sus amigos./ Las muertes llevan alas de musgo./ El viento nublado y el viento limpio/ son dos faisanes que vuelan por las torres/ y el día es un muchacho herido.

Es verdad, Federico, discúlpame. Tus angustias nacieron contigo y las disfrazabas de felicidad saltando de amante en amante, viajando, escribiendo sin cesar y buscando horizontes más lejanos sin dejar de mirar, ¡jamás!, las miserias alrededor, el dolor de los otros.

-Estoy encendido como una rosa de cien hojas, pero la realidad me encierra en su casa fea de espartos. Yo me ahogo y mi corazón se llena de telarañas.

Lo recuerdo, Federico; eso lo gritaste una tarde gris, harto de la vida provinciana, anunciando tu pena, tu mala sombra, la necesidad de salir a la vida y enredarte con ella.

-No quedaba en el aire ni una brizna de alondra/ cuando yo te encontré por las grutas del vino./ No quedaba en la tierra ni una miga de nube/ cuando te ahogabas por el río.

Sí, sí. Pero de algún modo escapaste: tu universo no fue sólo Granada. Un ramillete de amigos que buscaste –Juan Ramón Jiménez, Salvador Dalí, Luis Buñuel, Rafael Alberti, Emilio Aladrén, Manuel de Falla, Fernando de los Ríos- te hicieron volar, ya con su palabra, ya con su amistad o su amor, ya dándote el impulso para vivir Nueva York y desilusionarte, vivir La Habana y extrañar las lunas de tu patria y vivir, al fin, Buenos Aires y fundar ahí, en el Río de la Plata, la etapa madura y más exitosa de tu arte múltiple: poesía, teatro, prosa, música.

Ya habían pasado Impresiones y paisajes, Libros de poemas, Poema del cante jondo, la Oda a Salvador Dalí, Canciones y el Romancero gitano. Fue aquí, entre nosotros, en el Sur de los emigrantes, donde brotaron, entre tantos jazmines mojados del rocío de tus conmovedoras metáforas y tus símbolos –luna, agua, sangre, caballo, toro, hierbas-, Bodas de sangre, La zapatera prodigiosa, Yerma, La casa de Bernarda Alba y Poeta en Nueva York.

Quizás nunca hayas sabido, Federico, cuánta riqueza regalaste para la eternidad en el escaso tiempo que te concedió la vida antes del cruel fusilamiento, ya regresado a tu suelo natal.

Oh, terrible realidad. Fuiste fusilado por soldados de Franco bajo un olivo en un oscuro paraje del camino que lleva de Viznar a Alfacar, en Granada, donde jamás se halló tu cuerpo, casi a las cinco de la mañana del 18 de agosto de 1936.

¡Tú, Federico, que nada querías con la política y creías que nadie tocaría uno solo de tus cabellos.

-Es que soy español, pero soy hermano de todos. Canto a España y la siento hasta la médula, pero antes soy un hombre del mundo. No creo en ninguna frontera. Creo en la bondad y puedo gritar sin temor que el chino bueno está más cerca de mí que el español malo, si lo hubiere.

Sí. Retumba en mis oídos todo eso que tantos te escucharon. Siento que me lo vuelves a decir y no sé por qué.

¡Qué pena infinita, Federico! ¿Ingenuidad? ¿Desaforado amor por los demás, hasta verlos siempre inocentes? ¡Qué pena infinita, hermano poeta, enamorado del amor y lleno de compasión por los sufrientes y rebelde ante las injusticias!

-Un gigante de agua cayó sobre los montes/ y el valle fue rodando con sus perros y sus lirios./ Tu cuerpo, con la sombra violeta de mis manos,/ era, muerto en la orilla, un arcángel de frío.



GACELA DEL NIÑO MUERTO es el título del primer poema del libro “Diván del Tamarit”, escrito por Federico García Lorca en 1936, el año de su muerte. En su homenaje, esté donde esté.






































































 

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