Verano
2014
Gabriela
Vaz
El País
Me
desperezo y estiro las piernas. Cuatro horas y media exactas; no
recordaba que el viaje de Montevideo hasta la entrada al Cabo Polonio
durara tanto. El reloj, que marca las 12 del mediodía, me impulsa a
apurarme para sacar el ticket de entrada al pueblo. Los camiones
salen cada hora en punto. Mientras estoy en la cola, observo la nueva
"puerta del Polonio" que transita su tercera temporada
ordenando la bienvenida al balneario, allí, en el kilómetro 265 de
la ruta 10. Es una estructura de madera larga, prolija, con baños
relucientes, un mostrador de información turística, una cafetería
y dos ventanillas de venta de pasajes. Un cambio radical para el
caótico panorama con el que solían encontrarse los visitantes años
atrás.
La
vendedora me informa que son $ 170 pesos, ida y vuelta. Le pregunto
si no me puede vender sólo la ida. Me dice que no. Le digo que ok.
Un cartel al costado avisa el resto de los precios: los niños de 5 a
8 años pagan $ 100, igual que las tablas de surf. Los vehículos
particulares no están autorizados a ingresar, a menos que se
disponga de un permiso especial de la Intendencia de Rocha cuyo
trámite tiene un precio de 50 UR (unos 35 mil pesos); esfuerzo con
poco sentido si se tiene en cuenta que dentro del Cabo no se puede
circular en coche. Sólo los propietarios de ranchos tienen libre
acceso en cuatro ruedas. Por eso, los que llegan en auto lo dejan en
el estacionamiento de la entrada, que les adelgaza el bolsillo a un
ritmo de $ 170 por día.
Llego
a uno de los camiones a tiempo. Son los mismos de antes, los de
siempre, con sus cajas rearmadas y sus asientos de ómnibus dentro.
Minutos después de pasar el cartel que anuncia el ingreso al "Parque
Nacional Cabo Polonio" y advierte que es una zona que pertenece
al Sistema Nacional de Áreas Protegidas (SNAP), aparece la primera
naturaleza poloniense: el monte y las dunas móviles que sacuden a
los pasajeros al estilo rock & samba, con saltos bruscos y
repentinos que hacen sonreír y sostener los bolsos con más fuerza.
"Pensar
que la primera vez que vine entré a caballo. No había nada de
esto", me comenta una mujer que está volviendo al Polonio
después de varios años para que su hija pequeña lo conozca. De
hecho, todavía se puede ingresar a caballo. O a pie. Pero a los
costados del camino no diviso a ningún aventurero con ganas de andar
los siete kilómetros de arena y bosque que separan la ruta del
pueblo.
Cuando
levanto la mirada, nos cruzamos con un camión que viene de regreso y
noto que hay tradiciones que no se cortan: el pasaje de ambos
vehículos se saluda efusivamente. Levantan las manos, se sonríen,
se gritan hola o adiós. Se sienten en comunión. Se saben cómplices.
Porque el Polonio no es para cualquiera.
EL
PUEBLO
Media
hora de camión y llegamos a "la plaza", que está en "el
centro". En el Cabo todo es entre comillas. Porque la verdad es
que no hay ni plaza, ni centro, ni direcciones posibles. Pero a modo
de referencia, los conceptos se amplían. Los vehículos paran en una
rotonda alrededor de la cual se agrupan vendedores de ropa y
artesanías y algunos puestos de comida. De ahí sale también la
única "calle": un caminito sobre el que reposan hostales y
boliches.
No
parece haber mucha gente. Una vendedora me cuenta que, efectivamente,
es un viernes de poco movimiento. En el Cabo, la cantidad de turistas
varía mucho de un día para otro, dado que la mayoría son
visitantes que llegan de mañana y se marchan a última hora, pero no
pernoctan allí. Por eso, el clima es determinante. Cuando el sol
brilla, los que se están quedando en los balnearios vecinos
-Valizas, Aguas Dulces, Punta del Diablo, La Pedrera- no dudan en
aprovechar un día en el Polonio. Pero si el cielo amenaza con
lluvia, la merma de visitantes es notoria. "Y los que compran
más son los que vienen por el día. La gente de los ranchos no",
explican.
Yo
no me quedo por el día pero me acerco a un puesto y elijo una
caravana de pluma por $ 100. En otros puestos las hay de hasta $ 300.
El artesano, de inevitable impronta bohemia, pelo desordenado, piel
curtida y sonrisa simpática, me mira probarme varias y opina
mientras alcanza un espejo. Cuando pago, me pide que elija una piedra
y, pinza y alambre en mano, no demora más de 20 segundos en armar un
trepador para la oreja, que me regala con calidez. Es otro clásico:
los artesanos siempre te demuestran que les caíste bien regalándote
un pedacito de su arte.
Miro
en derredor y busco un lugar para comprar agua. A unos 200 metros se
levanta El Templao, almacén que nadie llama de otra forma que no sea
"El Lujambio" debido a su dueño: el Pancho Lujambio. "Mi
yerno instaló el negocio cuando había unos poquitos ranchos en los
montes. Y se terminó convirtiendo en el más antiguo y más grande
del Polonio. Está abierto todo el año", cuenta un hombre mayor
que fuma tranquilamente, sentado afuera de la provisión.
Alrededor
del Lujambio hay varios hostels. Pregunto precios, pero termino
entrando a una posada a orillas del mar. Al abrir la puerta me topo
con la mirada curiosa de una decena de jóvenes que, alrededor de una
mesa, reparten cartas. ¿Querés jugar?, me pregunta uno después de
que una chica joven me diga que va a averiguar si todavía hay lugar
para hospedarme. Además de uruguayo llano, discrimino acentos
chileno, portugués y anglosajón. Pero no llego a recibir mi primera
carta cuando la encargada vuelve lamentando que no puedo quedarme: el
hostal está lleno. Me despiden diciéndome que vuelva para jugar
después de ubicarme en otro hostel.
Entro
al rancho más cercano, otra posada bañada por las olas, que alquila
habitaciones compartidas a $ 800 por día. Hay lugar disponible.
¿Tenés agua caliente?, le pregunto al encargado, que me mira con
cara de qué-querés-que-te-diga. "Eso depende del tiempo. Ayer
hubo sol, así que al menos tibia tiene que estar. Acá solo tenemos
paneles solares. Gas ya no uso más porque una vez casi me explota
todo el lugar, viste". Le digo que pah, que ¿en serio?, que
todo bien, que el agua tibia me sirve.
Así
como no hay electricidad, en el Polonio tampoco hay agua corriente.
Por eso, andando por el pueblo en algún momento uno se encuentra con
Pablo, el "aguatero", que recorre el balneario en un camión
recargando tanques. Tira de la cuerda del generador una, tres, cinco
veces, arranca. El agua empieza a subir. Pablo se sienta, espera y
cuenta que la trae desde un manantial cerca de Valizas, "después
de la tercera duna", que nunca se seca. "¿Si es potable?
Bueno, no tiene ningún estudio que diga que no. Ni que sí".
Todos los días recorre el Cabo yendo a cada lugar que se lo
solicita. Los que no lo llaman utilizan agua de pozo.
LAS
PLAYAS
Con
el cielo despejado, el Polonio invita a cualquiera de sus dos playas:
la de La Calavera (o Norte) y La Ensenada (a la que todo el mundo
conoce como playa Sur), que se dan la espalda a 300 metros de
distancia. Cada una tiene un estilo bastante definido. "Esta es
una playa mucho más hippie, la otra es más high, a pleno",
describe Saúl, uno de los guardavidas en la caseta de La Calavera.
Esa, la Norte, es la que recibe a los que llegan caminando por la
costa desde Valizas (travesía que lleva entre dos y tres horas). Y
es también la que está más cerca de "la plaza", por lo
que los turistas más perezosos se bajan de los camiones y enfilan
derechito hacia esa orilla.
Ahí
es donde descansan las lanchas de los pescadores cuando no están
trabajando en altamar. Si fue un buen día, a la tarde se los puede
ver fileteando pescado. Este enero, sin embargo, se han embarcado con
mucha intermitencia y las barcas han resultado más útiles para
darle sombra a los bañistas, quienes suelen aprovecharlas para
resguardar sus pertenencias. Un pescador me explica que cuando el
viento se siente en la costa, "allá (señala el mar con la
cabeza) no se puede estar". Más tarde, el encargado de un
hostel me dirá que a veces no salen porque no tienen demanda de los
restaurantes de la zona. Ellos nutren cocinas del Cabo, Castillos, la
ciudad de Rocha y otras localidades.
Sin
embargo, es un poco desconcertante la poca variedad de pescado que
ofrecen los boliches esta temporada. En un pueblo de pescadores, el
menú debería tentar con más que cazón y lenguado. Eso sí, como
en toda la costa rochense, nunca faltan los camarones, las miniaturas
de pescado, las empanadas de siri ni los buñuelos de algas. Los
precios no asustan.
De
vuelta en La Calavera, el guardavidas Saúl aclara que si bien las
playas del Polonio no son "de surfistas", igual pueden ser
de cuidado. En condiciones de riesgo, agrega, es más peligrosa La
Ensenada, "porque tiene una energía de agua más fuerte y la
corriente te lleva lejos".
La
playa Sur -la high, según Saúl; la más pro, según escucharé de
varios habitué en poloniense puro- es la que baña los terrenos que
son propiedad de Gabasol S.A. En ese predio se levantan los "ranchos
blancos", los más modernos y menos rústicos del Polonio. La
mayoría guarda vehículos 4x4 y alquilarlos en temporada alta no
baja de los 200 dólares por día.
Mientras
me paro a observar el pizarrón de precios de un puestito de comidas
en la Sur -choclos $ 70; ensalada fruta $ 70, agua mineral $ 50, agua
caliente $ 20-, veo una cara conocida. Es el actor argentino Germán
Palacios, parado a pocos metros de la orilla, en short de baño,
conversando animadamente con un grupo. Un rato después, al otro lado
del pueblo, en un rancho sobre La Calavera, diviso otro rostro
familiar jugando a la pelota con un niño. Es Carlos Santamaría,
otro actor argentino, en Uruguay mucho más conocido por su cara que
por su nombre. Los dos son habitués del Cabo y este año no hicieron
excepciones, aunque en los hostales comenten que la merma de turistas
argentinos se nota.
Diferencias
aparte, hay una característica compartida en ambas playas
polonienses. En cualquiera de las dos, se ve más gente leyendo o
charlando que prendida al teléfono. La señal de celular es buena.
Pero por aquí, la tecnología se deja de lado.
EL
FARO & LOS LOBOS
Pie
detrás de pie /no hay otra manera de caminar /la noche del Cabo
/revelada en un inmenso radar. El faro al que Jorge Drexler le dedicó
su canción Doce segundos de oscuridad data de 1881 y es un imán
para los turistas. Está abierto todo el año. Después de abonar los
$ 20 de la entrada, solo hay que tomar aire para hacerle frente a los
132 escalones que llevan a la cima. En el ascenso en continuo
espiral, me topo con una pareja en sus 60 que paró a descansar.
"Uf... no nos avisaron que era tanto", se queja él
risueño. La recompensa, a 126 metros de altura, es una inigualable
vista del Polonio en 360 grados. Amable y dispuesto, el farero enseña
a quien lo requiera cómo funciona el sistema lumínico que provoca
un destello cada 12 segundos. En la parte superior de la torre
algunos jóvenes descansan o toman fotos. Abajo, la panorámica de
las rocas me remite de inmediato a una escabrosa escena del libro
Battle Royale, que acabo de terminar de leer. Sacudo la cabeza para
espantar la imagen y la mirada recae en los lobos marinos. Desde ese
punto se observa la colonia entera -"una de las reservas más
grandes del mundo", según folletos oficiales del balneario- y
se oyen sus ruidosos sonidos. Es entretenido verlos interactuar,
librando pequeñas batallas por territorio o retozando al sol.
Conforman un verdadero espectáculo para los turistas, que se acercan
todo lo que permiten las vallas para tomarles fotos o al menos
admirarlos a pocos metros.
LA
NOCHE
"Ahí,
donde está el pizarrón de almacén que tiene escrito 'Estación
Central' con tiza, ¿viste? Bueno, es ahí", me indica una chica
que ya lleva cinco de sus 19 años veraneando en el Cabo. Cuando miro
"ahí", me sorprendo frente a una cabaña que al verla de
día jamás dará la impresión de ser "el" lugar para
salir a bailar que tiene el Polonio. Pero es. La misma chica me
cuenta que durante varias temporadas usaron "el mismo pendrive",
o sea, escuchaba las mismas canciones, en el mismo orden. Se ríe.
Este año evolucionaron al DJ.
A
100 metros de allí -la Estación queda sobre la plaza- se erigen dos
bolichitos, uno pegado al otro, que también estiran la noche. Son el
Bar Lobo, con sus hamacas paraguayas y bancos de madera, y el Johnny
Hazt, con mesitas y sofás al aire libre. En los dos se arman
fogatas, se venden tragos y comidas, se escucha música.
A
la luz del ocaso, hay dos mesas ocupadas en el Johnny. En una, dos
chicas se besan. En la otra, espero mi pedido. Esta temporada el
local cambió de manos y lo gestionan seis amigos, entre los que hay
periodistas, docentes y escritores. Uno de ellos, Nicolás, explica
que el bar toma prestado el nombre de un uruguayo que al saberse con
cáncer se instaló en el Polonio. Fue su hijo quien abrió el
boliche inicialmente. No es raro que Johnny Hazt visite el Johnny
Hazt.
En
el Cabo, todo tiene nombre propio. Decir "lo de" es una
referencia común que se adopta casi oficialmente. Lo de Joselo es un
rincón por el que hay que pasar. Se trata de un bolichito con
paredes de plantas, piso de botellas y techo de cielo. Joselo, un
veterano ciego de cabellera blanca y aspecto bohemio, es uno de los
60 residentes permanentes del Polonio. Cigarro en mano, apoyado en la
barra de su boliche, cuenta que él levantó este lugar solo, hace 30
años. A menudo se lo puede ver en la puerta del bar, acompañado por
los perros de los que advierte un cartel, y sin bastón.
Es
que si algo no le falta al balneario es un amplio abanico de
personajes, insólitos, pintorescos, entrañables. A la hora del
regreso, no pude menos que recordar una cita que se le adjudica al
Zorro, otra figura que supo alimentar la mística del lugar: "Algunos
dicen que vienen a despejarse, otros dicen que en Polonio renacen
otra vez. Muchos dicen que vienen para olvidar... y yo digo que tal
vez vienen para acordarse".