Hum Bral
El
crimen de la “degolladita” es sin dudas un caso top en el ranking de
los hechos de sangre que han sacudido al país desde comienzos del siglo
pasado. Pero una parte sustancial de la historia, el móvil, ha sido
curiosamente olvidada.
Lo
cuentan casi todas las antologías de casos policiales que –de tanto en
tanto– se publican por acá. Desde las más antiguas a las más recientes.
El caso de la “degolladita” tiene su capítulo tanto en La historia del
crimen en el Uruguay, de 1944, firmada por un tal León Gregor, como en
Cosecha de sangre, de la historiadora Yvette Trochón, que vio la luz a
mediados de 2008.1
Eso
sin contar la innumerable cantidad de veces que la crónica de esos
hechos (ocurridos en Montevideo, entre abril y julio de 1923) fue
escrita, reescrita y recontraescrita en diarios, revistas y suplementos a
lo largo de los años.
Es
que la historia tiene de todo: violencia sádica, inicial desconcierto
de la Policía y una pista que llega por un camino sorprendente, amores
frustrados, estereotipos sociales y, sobre todo, un final de película.
Porque el cuento, que conmovió a generaciones, no terminó en 1923 con el descubrimiento del autor y su puesta tras las rejas.
El
final llegó años después, seis para ser precisos, cuando el
protagonista principal de los hechos se encontró, corriendo en alocada
fuga, con una bala de Mauser que le partió el corazón.
Lo
que permanece irresuelto hasta hoy es el móvil del homicidio. Y hasta
es posible que eso nos diga algo de la sociedad en que ocurrió y nos
legó los textos con los que –un tanto ilusos– pretendemos reconstruir lo
sucedido.
Quien
lee la prensa, más precisamente las jugosas “crónicas rojas” de abril a
julio de 1923, encuentra un sinnúmero de detalles e información
personal de la víctima, los protagonistas y especialmente sobre el autor
del “macabro crimen”, así como de la vida privada de terceros que de
alguna manera se vieron mezclados en el episodio.
Ante
un crimen de esta naturaleza, los cronistas policiales uruguayos
–probablemente siguiendo la moda instaurada en Francia tras los
truculentos asaltos motorizados de la banda de Jules Bonnot y sus
ácratas entre 1911 y 1912– no dudaron en salir a recorrer la ciudad, el
país e incluso Argentina, en búsqueda de algún dato capaz de causar
“sensación” entre los lectores.
Hallado, detenido y condenado su autor, muerto de bala por añadidura, la cuestión del móvil pareció interesar mucho menos.
Recién
después de la muerte del asesino, a comienzos de abril de 1929, un
medio de prensa se quitó la mordaza de moralina que rodeó al caso y
proclamó a calzón quitado que detrás del homicidio de la degollada había
una relación homosexual.
EL
CASO. Todo comenzó en la mañana del domingo 28 de abril de 1923 con un
paseante matinal por la rambla Wilson, a la altura de las canteras del
parque Rodó. Mirando hacia el mar el hombre divisó un trozo de línea de
pescar, flamante y abandonado entre el roquedal. Yendo en su búsqueda
fue que encontró el cuerpo de una mujer tirado en medio de un charco de
sangre, luciendo un tajo a la altura de la garganta que corría
prácticamente de oreja a oreja
Constituido
en el lugar el médico legista W Moreau constató que la causa de la
muerte de la mujer había sido un fuerte golpe, con objeto contundente y
no romo, en el hueso frontal, que le produjo hundimiento de cráneo y
muerte al instante. Dejó en claro, también, que la herida que lucía la
víctima en el cuello, “de 111 milímetros de largo por 40 aproximadamente
de ancho”, habíasele efectuado post mórtem.
De
la muerta casi nada se sabía. Era joven, de entre 20 y 25 años, baja de
estatura, de cutis trigueño, robusta y con las manos percudidas, “al
parecer de fregar cacharros a diario”.
Por
eso los policías de Investigaciones pronto plantearon la hipótesis de
que se estaba ante una empleada doméstica que había aprovechado el
“franco” del día sábado para verse con el hombre que a la postre la
mataría.
Fortificaba
esa hipótesis su humilde indumentaria. Un vestido de seda cruda, con
botones de nácar en la espalda y vainillas en sus mangas, un cinto azul
descolorido, zapatos de charol baratos, medias azules, ligas y ropa
interior usadas pero prolijas, carentes de las iniciales bordadas que se
estilaban entonces.
Eso sí, oculta en su corpiño llevaba envuelta en un pañuelito la suma de diez pesos en papeles de a peso.
Dos
testigos afirmaron que el día anterior al hallazgo habían visto –en la
rambla y a la altura de las canteras– a dos hombres luciendo gachos
negros caminando con una mujer que llevaba ropas muy similares a las que
vestía la asesinada. Uno de ellos dijo incluso a los policías que
parecía que el trío venía discutiendo y la mujer no quería entrar en
razones.
Los
cronistas policiales, conocedores de su rebaño, pronto unieron dos
conceptos fundamentales para acaparar la atención del público en
general: la “cobardía” y el “salvajismo” del o los autores. Lo primero
por llevar a la desdichada joven a un lugar tan apartado, y lo otro, por
cierto, no precisaba aclararse.
Pero el primer polvo leudante que se vertió en el caso fue la demora: no parecía haber cómo identificar a la víctima.
Treinta
y ocho largos días corrieron en aquel Montevideo habitado apenas por
unas 350 mil almas para que llegara a saberse quién era con certeza la
“degolladita”.
En
ese lapso, la muerta primero fue exhibida (durante tres días) en la
morgue de la Facultad de Medicina. Una vez que la hinchazón del rostro
cedió un poco le sacaron fotografías de frente y de perfil y se
difundieron, sin obtener tampoco resultados.
Por
último, a instancias del jefe de Policía de Montevideo, Juan Carlos
Gómez Folle, se hizo un maniquí a tamaño real de la víctima, se lo
vistió con las prendas que llevaba al momento de ser ultimada y se lo
puso en exhibición en una de las vidrieras de la sastrería El Signo
Rojo, sita en 18 de Julio y Andes. Se lo exhibió desde el 20 de mayo
hasta los primeros días de junio, cuando apareció la respuesta.
Quien
el 5 de junio reconoció en el maniquí a su ex empleada doméstica,
Petrona López, fue una mujer rusa que junto a su esposo vivía en la
calle Río Branco al 1314.
Ante
el Departamento de InvestiEl verdadero móvilEl verdadero móvilgaciones
la rusa, apellidada Levitan, dijo que había tenido como empleada a
Petrona desde comienzos de ese año y hasta el 28 de abril, fecha en que
ésta había renunciado al trabajo para regresar con su marido a Buenos
Aires, pues la muchacha era argentina. La rusa le había pago, por
concepto de liquidación, la suma de diez pesos en billetes de a uno. La
plata del corpiño.
La
Policía supo pronto que el marido de Petrona también era argentino, de
Rosario, Santa Fe. Se llamaba Javier Álvaro Vega y trabajaba en el
Ferrocarril Central, precisamente en las oficinas del telégrafo.
Pero
cuando lo fueron a buscar al trabajo se encontraron con que había
renunciado. Supuestamente rumbeaba, junto a su esposa, hacia Brasil.
Consultadas
las listas de pasajeros, los investigadores confirmaron que con fecha 6
de mayo Vega y Petrona habían abordado el transatlántico Maltés –que
unía Buenos Aires con El Havre– con destino a Santos, Brasil. Se
confirmó, asimismo, que habían bajado en el puerto paulista.
Con
la colaboración de sus pares porteños, los policías de Investigaciones
montevideanos lograron llegar al domicilio de los padres de Petrona, en
Lomas de Zamora. La familia de la muchacha no podía dar crédito a lo que
le informaban los uniformados. Hacía apenas unos días, el 5 de junio,
habían recibido una carta escrita por Vega y Petrona desde Santos...
Entre
tanto, en la prensa montevideana se publicaron decenas de entrevistas a
antiguos compañeros de Vega en el ferrocarril y también a muchachas de
servicio doméstico que en algún momento habían trabajado con Petrona.
Él
era un “perfecto cachafaz” y ella una “desdichada mujercita que creía
en las ilusiones que le contaba el desfachatado de su marido”, repetían
los cronistas.
A
su vez varias mujeres salieron a denunciar públicamente que habían sido
timadas por Vega. Hablando de amor el tipo las alivianaba de sus
ahorros.
Hacía
tiempo que Vega vivía en una pensión de la Aguada (César Díaz 1280),
compartiendo su pieza con dos “sobrinos”: Feliciano Cámara y Ramón
Martínez. Este último hacía sólo dos meses que había llegado desde
Rosario, Santa Fe.
El
inquilinato aportó lo suyo. Feliciano era “un joven también santafecino
de entre 20 y 23 años de edad, delgado, bajo, de cutis rubio pálido,
todo afeitado y muy fino y correcto al hablar” consignó El Día. Ramón
era igualmente joven y lampiño, pero de cutis trigueño.
Pero
otro drama había sonado en la pensión de la calle César Díaz. María
Angélica Ferraris, una morenita menor que vivía en concubinato con un
tal “Gusta” se había quedado repentinamente sola, tras la nueva
encarcelación de su marido, y de inmediato había caído en las redes de
Vega. Desde fines de abril Vega vivía prácticamente con ella y era claro
que su sobrino Feliciano desaprobaba esa circunstancia.
Asimismo
se supo que Vega había marchado hacia Santos llevándose con él a María
Angélica, que en la instancia utilizó el nombre y los papeles de la
extinta Petrona. Un par de días después viajaron con el mismo destino
los supuestos sobrinos de Vega.
El
10 de junio se supo que un equipo de policías paulistas había logrado
la detención de Vega, Martínez y María Angélica. Cámara no había podido
ser detenido por haber marchado –días atrás– hacia Rio de Janeiro.
El
18 de junio y a bordo del transatlántico español Balmes llegaron a
Montevideo los detenidos. Desde antes del arribo se sabía que Vega, en
altamar, había confesado el asesinato y subrayado que él era el único
responsable de lo sucedido.
Pese
a hacer un día “muy frío” y de caer “una constante y copiosa lluvia”,
cerca de “tres mil almas” se habían dado cita en la explanada del muelle
Maciel para presenciar el desembarco del trío.
Vega
fue el primero en descender ayudado por dos policías de Investigaciones
y fuertemente custodiado por soldados de línea que tuvieron que hacer
uso de sus Mauser para controlar a la masa que, al grito de “¡Asesino!”,
“¡Criminal!”, “¡Degenerado!”, parecía querer arrebatárselos y hacer
justicia por mano propia en la misma dársena.
Ya
en Montevideo, más concretamente en los despachos de la calle San José,
Vega narró los hechos con lujo de detalles. Dijo que efectivamente el
sábado 27 de abril se había encontrado con su esposa Petrona en la calle
Río Branco y Paysandú. Que desde allí habían abordado un tranvía que
los había llevado hasta el parque Rodó. Tras estar un rato sentados
frente a las calesitas, Vega, que acababa de comprar un aparejo de
pesca, invitó a su esposa a probar suerte en la costa y por eso los dos
habían caminado por la rambla Wilson hasta la altura de las canteras.
Una
vez en el lugar, habían comenzado a discutir. Él quería llevársela para
Brasil y ella no estaba de acuerdo. Prefería volver a su natal Buenos
Aires. La discusión subió de tono y Petrona lo amenazó con que si se iba
para Brasil, “ella iría para Rosario a contárselo todo a su familia”.
Vega perdió el juicio y le propino un golpe con un fierro que portaba
entre sus prendas.
Petrona,
en consecuencia, se desplomó. Él dijo que ya se retiraba cuando creyó
“oír gritos, como de ultratumba, gritos de ella y fue (entonces) que
saqué la navaja de afeitar de mi sobrino ‘Tuso’ (Ramón Martínez) y se la
pasé por el cuello”.
Con
respecto a cuál había sido el motivo que le había llevado a ultimarla
con tal saña, Vega siempre mantuvo la misma, lacónica, respuesta:
“asuntos familiares”.
Sorpresa
debió llevarse la gente de Investigaciones cuando procedió a interrogar
a Ramón Martínez, sobrino directo y de sangre de “Veguita”, como él
mismo lo llamaba.
“Tuso”,
como le decían a nivel familiar, era el hijo de la hermana mayor de las
cinco que tenía Vega en Rosario. Había venido a Montevideo a
encontrarse con su tío y así emprender juntos una aventura comercial en
Brasil. Dijo que, al igual que toda su familia residente en Rosario,
desconocía que su tío Veguita hubiese contraído matrimonio, que al igual
que su “mamita” y sus “tiitas”, lo suponía soltero. Él, al menos, jamás
en su vida había sentido hablar de Petrona.
Dejó
también claro que Feliciano Cámara era “amigo”, “muy amigo” de su tío
Veguita, pero no su sobrino. A instancias de Vega, Feliciano había
migrado de su ciudad natal a Buenos Aires y posteriormente a Montevideo.
La “buena posición social de la familia Cámara en Rosario” lo eximía de
trabajar para ganarse el jornal.
Por
su parte la Ferrari dijo que Vega y ella habían comenzado siendo
simples vecinos. Ella vivía con su “marido” y Vega todavía estaba solo
con Feliciano. Agregó que el dúo de marras parecía inseparable y dijo
finalmente que Vega recién había empezado a flirtear con ella con la
llegada de Ramoncito a la finca de César Díaz.
La
prensa, entonces, comenzó a enviar señales en un lenguaje encriptado
sobre las costumbres y la ambigua moral de ese joven imberbe y pálido
que vivía con Vega y a quien éste, por alguna razón, lo hacía pasar como
su sobrino.
Para
peor, y empero haber transcurrido casi dos meses del día en que Vega
cometió el homicidio, todos los habitantes de la finca de César Díaz,
incluyendo a Ramoncito, afirmaban sin hesitar que aquella noche Vega
había vuelto a la casa sobre las 20.30, acompañado por Feliciano Cámara,
quien a partir de ese día había cambiado notoriamente su carácter,
mostrándose opacado y nervioso y víctima de permanentes jaquecas que lo
mantenían postrado.
Cuando
los reporteros de El Día coparon nuevamente la vivienda de la calle
César Díaz y entrevistaron a su propietaria e inquilinas, no hicieron
más que confirmar sus sospechas: Feliciano Cámara era algo así como un
efebo y Veguita su mentor.
La
propietaria de la finca y una de sus inquilinas –a sabiendas de que el
asesino estaba ya tras los barrotes de alguna celda de la Cárcel de
Miguelete– se despacharon a gusto: Vega les “metía miedo”, siempre
hablando con “ese lenguaje de los bajos fondos” y haciendo alarde del
revólver que portaba. Anunciando en todo momento que “no tenía problema
ni le hacía asco meterle bala a cualquiera”.
De
Feliciano la propietaria dijo que era lo opuesto de Vega: “Era un mozo
muy fino. Muy educado. De pocas palabras pero sumamente galante”.
Hablando de sus facciones no olvidó destacar que “su cara era de una
perfecta belleza, si hasta parecía una mujercita”.
Una vecina cortó más grueso: “Era –dijo– como esos mariquitas que se ven por ahí”.
Epílogo. Con fecha 23 de junio de 1923 Javier Álvaro Vega y Ramón Martínez ingresaron a la Cárcel de Miguelete.
Por esos mismos días María Angélica Ferraris fue internada en el Asilo del Buen Pastor.
A
comienzos de julio de ese mismo año llegaron a Montevideo tres hermanas
de Javier, quienes en rueda de prensa afirmaron que ellas y el resto de
su familia, padres incluidos, desconocían que Javier hubiese contraído
matrimonio con Petrona.
Vega fue definitivamente condenado en 1928 y pasó a alojarse en el Establecimiento de Reclusión de Punta Carretas.
A
comienzos de 1929 padecía una “afección dérmica” que era tratada en el
hospital Maciel. Su llegada y retirada de dicho nosocomio pronto se
convirtió en espectáculo público. Los “vecinos de la Aduana gustaban de
presenciar la llegada de Vega con sus pelos pintados de amarillo rabioso
y ese andar mujeril que había adoptado en los últimos tiempos”.
El
show se prolongó hasta la mañana del jueves 5 de abril de 1929 cuando
ya saliendo del hospital, custodiado por un funcionario de cárceles y
dos soldados de línea, aprovechó un descuido de éstos y comenzó una
alocada carrera en fuga.
Primero
corrió por Guaraní, dobló por Washington y cuando ya iba llegando a la
intersección de ésta con Maciel, uno de los soldados de línea se
parapetó, apuntó con su fusil y disparó una certera bala que ingresó por
la espalda del degollador y le partió el corazón.
En
el epitafio que La Tribuna Popular le dedicó a Veguita el día 6 de
abril de 1929 no olvidaron mencionar a “la desdichada Petrona López que
fue horriblemente asesinada por un miserable que pretendía deshacerse de
ella para tal vez entregar su amor a Feliciano Cámara, un muchacho
afeminado que había despertado sus instintos de pederasta, activo
entonces”.
A
renglón seguido la crónica daba cuenta de que Vega “de activo se había
convertido en pasivo y no fueron pocos los líos entre los penados por
él. No por sus atributos, sino por los paquetes y el dinero que su
familia le enviaba mensualmente.
Sabemos que entre Vega y algunos penados se cambiaban cartas cuya elocuencia haría enrojecer a la misma Safo.
El destino de algunos hombres”.
1. El libro de Gregor fue editado por su autor, Óscar Nogareda; de Fin de Siglo es el de Trochón.
(*) Extraído de http://brecha.com.uy/