Su poesía es difícil de clasificar: ecléctica, intensa, cercana al existencialismo, obsesionada por la idea de la muerte, pura indagación. Sus principales obras son La tierra más ajena, Los pequeños cantos, La última inocencia y El infierno musical. Se suicidó con una dosis excesiva de barbitúricos.
A la espera de la oscuridad
Mi mente y mi emoción han sido envueltas por una música triste. Estoy ensoñado y se me introduce, imprevista, física como una caricia áspera, la idea de la muerte. Pero no pienso en Alfonsina, ni en las aguas frías que la engulleron. Pienso en ti, Alejandra, y ese pensamiento es como una centella inesperada que me humedece los ojos y me desespera.
«Ese instante que no se olvida/ Tan vacío devuelto por las sombras/ Tan vacío rechazado por los relojes/ Ese pobre instante adoptado por mi ternura/ Desnudo, desnudo de sangre de alas/ Sin ojos para recordar angustias de antaño/ Sin labios para recoger el zumo de las violencias/ perdidas en el canto de los helados campanarios.»
Solo en este primer verso de uno solo de tus poemas se descubre, andando contigo y con tus sentimientos y deseos de aniquilación cual espasmos, toda una vida ensombrecida desde la niñez infeliz, a la adolescencia confundida y a la juventud, esa de la creación soberbia de tu arte, esa también que te condujo a una madrugada de suicidio. Tu padre, al que amaste, fue distante. Tu madre, que te llamaba Buma, sobrenombre que odiaste, y que prefería a tu hermana Miryam, ayudó, ¿sin saberlo?, a tus depresiones y alejamientos. Entonces, ya adolescente, tu refugio fue la lectura y, luego, el primer enamoramiento, el surrealismo y la influencia de Antonin Artaud, Arthur Rimbaud, Charles Baudelaire, Stéphane Mallarmé y Rainer Maria Rilke, cuna de tu desprecio por el modelo social de la época.
—Ah, fue mi tiempo de obsesiones en que me introduje a través de la poesía: la búsqueda de mi identidad, la construcción de la subjetividad, la infancia perdida y la muerte. Todo eso ya está en mi primer libro, La tierra más ajena. Quizás una paradoja. Lo ignoro.
Pero me hace feliz que tu voz regrese de quién sabe qué cosmos perdido y resuene en mis oídos. ¿Milagro? No, no. Todo eso también lo has dejado escrito, como tu desesperación por el cuerpo imperfecto, por el asma, al fin por las anfetaminas como pretendido manotón de quien se ahoga. Y la confundida búsqueda del amor.
«Ampáralo niña ciega de alma/ Ponle tus cabellos escarchados por el fuego/ Abrázalo pequeña estatua de terror./ Señálale el mundo convulsionado a tus pies/ A tus pies donde mueren las golondrinas/ Tiritantes de pavor frente al futuro/ Dile que los suspiros del mar/ Humedecen las únicas palabras/ Por las que vale vivir.»
Viajaste a París, poetisa ya llamada extraña, maldita, que habías publicado Un signo en tu sombra, La última inocencia y Las aventuras perdidas, ansiando una imposible relación perfecta entre soledad y compañía, impulsada por el ansia de vivir y la certeza de que solo aguardaba una muerte pronta. Volviste más rebelde, atrevida, contradictoria, poetisa cabal que conoció a Julio Cortázar y a Octavio Paz, quien te ayudó a obtener más reconocimiento promoviendo tus nuevos libros: Árbol de Diana —Diana, tu compañera hasta el fin—, Los trabajos y las noches, Extracción de la piedra de locura y La condesa sangrienta, entre otros reconocibles, profundos desgarramientos internos. Pero aun así persistió en tu espíritu la idea del suicidio, del dulce árbol que por imperio de la ignorancia debe secarse demasiado temprano, de tu incomodidad ante la vida y los demás.
—Sí. Muerte interminable, olvido del lenguaje y pérdida de imágenes. Cómo me gustaría estar lejos de la locura y la muerte…
Pero no pudiste. La angustia fue más fuerte incluso que tus llamadas de socorro a la madrugada, despertando a Diana o a algún amigo; más que tu frustrada terapia con León Orlov, psiquiatra a quien quisiste y al que dedicaste un conmovedor poema. Qué hondo dolor, Alejandra. El 25 de setiembre de 1972, a los 36 años, te mataste ingiriendo un frasco de barbitúricos, a las pocas horas de salir de un hospital adonde te habían internado por tu depresión. ¡Qué hondura tiene todavía esa herida en el corazón de cualquiera!
«Pero ese instante sudoroso de nada/ Acurrucado en la cueva del destino/ Sin manos para decir nunca/ Sin manos para regalar mariposas/ A los niños muertos.»