Juan José Millás viajó allí para encontrarse con el atípico presidente José Mujica
El mandatario recibió al escritor en su humilde casa y en su despacho
El político y Millás viajaron juntos hasta la residencia oficial de verano
Un periplo que traza el retrato de un hombre y de toda la nación
El País de España
La tormenta se anunciaba con un estado de exaltación semejante al
aura que precede a las migrañas. La atmósfera se oscurecía en pleno
mediodía, como si Dios hubiera cerrado los ojos, y se levantaba un aire
extraño, de tonalidades psíquicas, productor de una euforia gratuita.
Cada grieta de la pared adquiría una relevancia misteriosa, como si en
el interior de la grieta, en vez de vivir una cucaracha, viviera una
libélula. Luego el cielo se descerrajaba con la violencia con la que la poli
echa abajo la puerta de una casa de narcotraficantes y caía el agua a
chorros. En un cuarto de hora, los edificios quedaban empapados como una
esponja recién sacada del agua y colocada sobre el borde de la bañera.
Los niños saltaban en los charcos mientras la realidad permanecía
suspendida.
El clima montevideano tenía trastornos de carácter.
En la habitación del hotel, cuya ventana daba a un patio de luces, te sentías como uno de esos personajes de Onetti que, desnudos sobre la cama, sin parar de fumar, atienden obsesivamente a los ruidos del exterior mientras intentan componer en su cabeza una imagen del mundo.
El mundo.
El mundo, al principio, eran las calles que bajaban hacia ese lugar rarísimo donde se encuentran las aguas del río de la Plata con las del océano Atlántico, dos monstruosidades naturales que copulan sin pausa. A veces, el mar penetra en el río y a veces el río se introduce en el mar, depende de los vientos, de las mareas, de las lluvias, de las crecidas, de los efectos del cambio climático. Ese solapamiento afecta a la fauna: peces de mar que se precipitan de súbito en el agua dulce y peces de río que se encuentran de pronto en la dimensión de lo salado.
–¿Se mueren los peces cuando atraviesan la frontera? –pregunté a un pescador.
–Se retiran a tiempo o se adaptan –dijo.
–¿Pero se mueren a veces? –insistí por una preocupación propia que acababa de desplazar a los animales.
–Yo creo que se retiran o se adaptan –insistió él.
El País Semanal nos había enviado al otro lado del mundo para que escribiéramos un reportaje, de modo que al caer la tarde el fotógrafo Jordi Socías y yo salimos a caminar y cogimos una de las calles de las que bajan hacia el estuario, que son varias. Cuando llevábamos una hora andando vimos salir a un tipo con una bolsa de una tienda de delicatesen.
–¿Venden buenos vinos ahí? –le preguntó Socías.
–Muy buenos –dijo–, y un pan excelente. Pero ya van a cerrar.
Era un tipo de clase alta, con ganas de conversación, de modo que le preguntamos si el mercado quedaba muy lejos.
–No vayan –dijo–, a esta hora está muerto.
–¿Y si bajamos hacia la rambla?
–Ni se les ocurra, está muerta también. Suban por esta calle y a cuatrocientos metros encontrarán bares de ambiente, como los de Madrid o París.
–Pero nosotros no queremos ver Madrid o París, queremos ver Montevideo –dijo Socías.
El tipo nos miró como si nos hubiéramos vuelto locos y se alejó prudentemente de nosotros, que continuamos caminando en la dirección prohibida. En la dirección prohibida, en efecto, todo estaba muerto.
–Es que aquí hay que venir por la mañana –nos dijeron en el mercado.
Hay zonas de Montevideo en las que solo es Montevideo por las mañanas y a la hora de comer. Luego se convierten en otra ciudad en la que siempre es domingo por la tarde, como sucede en la vida de algunas personas: en la de Felisberto Hernández, por ejemplo, otro autor uruguayo de referencia, enormemente infeliz, al que habíamos releído antes de viajar.
Montevideo parecía un estado de ánimo.
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Regresé a la habitación del hotel en estado líquido, me quité la ropa, excepto los calcetines (los calcetines no porque tengo la superstición de que me sujetan los pies a la pierna), llené la bañera de agua fría, me metí dentro, encendí un cigarrillo, y abrí una novela de Onetti justo en el instante en el que un personaje dice: “Yo soy un hombre solitario que fuma en un sitio cualquiera de la ciudad; la noche me rodea, se cumple como un rito, gradualmente, y yo nada tengo que ver con ella”.
Abandoné el libro en defensa propia. La temperatura del cuerpo ya no era febril. Recordé al tipo que pretendía que en Montevideo, en vez de ver Montevideo, viéramos Madrid o París y ahí apareció en mi cabeza una pregunta tópica: ¿Uruguay es un país europeo o latinoamericano? Era un poco como preguntarse si las aguas, en el estuario del río de la Plata, eran más fluviales que marítimas o más marítimas que fluviales. Según. Lo aconsejable era introducir el dedo y llevárselo a la boca para comprobar si sabía o no sabía a sal. Montevideo sabía con frecuencia a novela afligida de Onetti, aunque también a prosa indócil de Levrero.
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Lo que acabo de contar sucedería después, pero se ha colado antes no sé por qué, pongamos que por el cambio horario. Lo que sucedió al poco de que aterrizáramos, con la maleta a medio eviscerar sobre la cama de la habitación del hotel, es que sonó el teléfono y resultó ser el secretario de comunicación del presidente de Uruguay.
–A las 15.30 –dijo– pasa un coche a recogerlos para llevarlos a la chacra de Mujica.
Miré el reloj: era mediodía.
–Pero habíamos quedado en que el encuentro se produciría mañana –observé con cautela.
–Mañana no puede ser –concluyó el secretario.
Colgué y avisé al fotógrafo. Socías y yo éramos dos señores mayores que arrastrábamos trece horas avión, un cambio horario y un salto sin red del invierno español al verano uruguayo. Nos encontrábamos estupendamente, sí, pero el mismo hecho de encontrarnos tan bien nos hacía sospechar de nuestro equilibrio mental.
Cuando nos recogieron, llovía con una inclemencia extraordinaria, como si le estuvieran haciendo daño a alguien. Y aunque quedaban cinco o seis horas de luz (de luz oscura) porque en Montevideo, en febrero, anochece tarde, las calles se habían apagado como los pasillos de una oficina en día festivo.
El automóvil navegó hacia las afueras. Enseguida alcanzamos una zona rural. La lluvia había cedido un poco y a través de los cristales mojados, en medio de los cultivos, veíamos aquí o allá, distribuidos de forma irregular, galpones que quizá eran casas o casas que quizá eran galpones. Había perros, bastantes, que salían a saludar al coche. Había gallinas. En esto, apareció en medio del camino un perro muerto que, cuando nos acercamos, resultó estar vivo. Pero le costó apartarse, como si no creyera en nada. En una de esas, el conductor detuvo el automóvil en una especie de cruce de caminos.
–Aquí es –dijo.
Habíamos llegado a Rincón del Cerro. Descendimos del coche y vimos, en medio del campo, una garita de vigilancia, de estética semejante a la de los retretes portátiles, que otorgaba al paisaje un aire surreal. Y allí mismo, a la derecha, medio oculta entre una vegetación sin domesticar, nos mostraron la casa de José Mujica, el presidente de la República Oriental del Uruguay. Se ha dicho de ella que es una casa modesta. Falso. Es pobre. Una chabola de alto standing, podríamos decir, con el techo de chapa, a cuya puerta nos aguardaba ese anciano que había puesto de moda a su país. Llevaba unos pantalones de chándal desgastados y una camisa azul de todo a cien.
–Señor presidente –dijimos extendiéndole la mano.
–Fuera, Manuela! –gritó él a una perra de tres patas, que se había adelantado a darnos la bienvenida.
José Mujica Cordano, el dueño de la perra tullida, contaba 80 años de los que 15 había estado preso por su pertenencia al Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros. Tenía en su curriculum de guerrillero dos fugas y en su cuerpo seis heridas de bala. Detenido por última vez en 1972, no volvería a ver la luz hasta 1985. Entró, pues, con 37 años y salió con 50. Durante ese tiempo, conoció en las cárceles de la dictadura vejaciones sin límite. Desnudo, con las manos y los pies atados a una especie de somier o parrilla, le habían aplicado la picana hasta abrasarle los genitales y la lengua. La picana, siendo uno de los instrumentos preferidos de los militares, no era el único, ni el más sofisticado. Alcanzó asimismo justa fama el consistente en obligar a caminar al preso por una cornisa situada en un sexto piso, por ejemplo, con una capucha en la cabeza, haciéndole sentir el vacío bajo sus pies. Estaba la “bañera” también, el ahogamiento con paños empapados de agua, las simples palizas y, en fin, el hambre, el aislamiento, los perros… Cada cárcel tenía su especialidad.
Según relata Walter Pernas en Comandante Facundo,el ahora presidente de Uruguay, que había perdido los dientes en el trascurso de las palizas que le atizaban de forma habitual, llegó a comerse el papel higiénico y el jabón, además de las moscas que acudían a su celda (con frecuencia un simple agujero) atraídas por el olor a mierda que despedía el preso. Había chupado, con sus encías desnudas, en busca de un poco de calcio, los huesos que le arrojaban sus carceleros después de que los perros los hubieran limpiado. Bebió su propia orina, durmió durante años sobre suelos de cemento, expuesto a fríos intolerables y a calores asfixiantes. Había pasado semanas o meses sin ver la luz, años sin hablar con nadie que no fueran las ratas o los insectos que convivían con él o le hacían visitas. Perdió la noción del espacio y del tiempo, deliró, adelgazó hasta ser capaz de contar cada uno de los huesos de su esqueleto. Se cagaba y se meaba encima porque, fruto de los golpes, las balas y la deficiente alimentación, sufría problemas renales y digestivos. Cuenta el aludido Walter Pernas que no podía caminar erguido, como un hombre, y que en los momentos de mayor deterioro físico y psíquico los militares llevaban a sus hijos a la cárcel para que vieran a la bestia y la insultaran. Viajó, en fin, varias veces hasta el borde mismo de la muerte de donde regresaba alucinado, con los ojos hundidos y sin masa muscular sobre la que sostenerse. Lo llevaban y lo traían de una prisión a otra, de un agujero a otro, como un saco de mercancía inmunda, arrojándolo sin contemplaciones sobre la caja del camión militar y sacándolo de ella a patadas. Conocedores de su diarrea crónica y de sus problemas urinarios, los carceleros desoían sus súplicas para que lo condujeran al retrete. Fruto de su constancia, y de la de su madre, logró, al cabo de los años, que le dejaran poseer un orinal del que no se separaba y que se convirtió increíblemente, con el paso del tiempo, en el símbolo de una victoria moral sobre sus secuestradores. Abandonó la cárcel abrazado a él, convertido ya en una maceta de flores. Apenas llevaba cuatro días libre, cuando pronunció un discurso político en el que resultaba imposible encontrar un vestigio de resentimiento. La naturaleza, suele decir, nos ha puesto los ojos delante para que miremos al frente.
Fuera, Manuela! –volvió a gritar José Mujica a la perra de tres patas.
Manuela se apartó y entramos en la casa, que olía a humedad.
–Uruguay se está tropicalizando –dijo Mujica–. No sé cómo hay gente que niega todavía el cambio climático.
Nos sentamos en la estancia de la entrada, que era también la pieza de distribución del resto de las habitaciones (un dormitorio, el baño y la cocina: unos cuarenta o cuarenta y cinco metros en total) y yo advertí con horror que esperaba de mí que le hiciera una entrevista. Me puse a ello, pues.
A la primera de mis preguntas respondió que los gobernantes ya no mandaban nada.
–¿Quién manda entonces? –pregunté.
–Los grandes poderes financieros. Ya no es el perro el que mueve la cola, sino la cola la que mueve al perro.
–¿Y usted le dice esto a los jefes de Estado o los presidentes con los que se reúne?
–Sí.
–¿Y qué le dicen?
–Me dan la razón, pero miran para otro lado. Cultivan la ilusión de volver a ser presidentes, no se atreven a pegarle al enemigo más fuerte que existe. Disimulan, pero somos juguetes.
–¿Cómo ha logrado gobernar durante casi cinco años siendo consciente de esas limitaciones?
–Este es un paisito muy especial. Más del 50% del movimiento bancario está en manos del Estado. A los uruguayos nos educan en que, cuando tenemos un peso, tenemos que ir al Banco de la República, que es el banco del Estado. Y no es que nos trate bien, solo falta que nos peguen, pero tenemos confianza en él. La banca privada es débil.
–Todos los sectores estratégicos de Uruguay están nacionalizados.
–No me eche la culpa a mí. Cuando yo nací, ya estaba todo así, es una construcción de la historia.
Mientras hablamos, y como la puerta se ha quedado abierta, por el calor, entra Manuela, entra un galgo cojo, entra otro perro de raza indefinida, todos nos huelen, nos piden caricias, creo que entra un gato también que se frota el lomo contra mis piernas, las moscas zumban excitadas… Fuera, mezclado con el ruido de la lluvia, se escucha de vez en cuando un alboroto de gallos. Observo a Mujica y me parece que va y viene dentro de sí mismo, como si tuviera una trastienda en la cabeza. Cuando regresa de la parte de atrás, se asoma al mundo con un punto de cortesía y otro de malicia. Me pregunto qué interés podemos despertarle este par de españoles. Me pregunto también si sus respuestas son tan mecánicas como mis preguntas. Dice que Uruguay es un país rico venido a menos, que se echó a dormir cerca de la década de los sesenta, tras salir campeones del mundo en Maracaná.
–Cincuenta años de nostalgia –añade.
Dice que se burocratizaron, que llenaron de gente las propiedades del Estado, que tenían un teatro (el Solís) con un empleado para subir el telón y otro para bajarlo. Dice que todavía tienen un problema con la burocracia estatal. Reconoce que los sindicatos de los funcionarios, muy poderosos, le han torcido un poco el brazo. Dice que tiene paciencia, que hay que seguir luchando y sembrando, que él ha pensado mucho, porque en la cárcel tuvo mucho tiempo para pensar, y que aprendió que todo cambia muy lento. Dice que de joven andaba “muy apurado”, que se le fueron entre 25 y 30 años de su vida, la mitad preso, la mitad medio libre o “prisionero de mis esquemas”. Dice que hasta hace 20 o 30 años se podía discutir si había guerras justas o no y que eran justas aquellas que significaban un proceso de liberación nacional o intento de liberación de naciones que se sentían sometidas, pero que hoy por hoy, y tal como han evolucionado las cosas, todas las guerras son para que los más débiles sufran. Dice que hay que tratar de cambiar las cosas en paz, que es preciso llevar a cabo políticas de Estado y que las políticas de Estado son aquellas en las que, desde posiciones distintas, se buscan los puntos de acuerdo. Dice que han aparecido problemas que ningún país puede resolver por sí mismo, que o gobernamos la globalización o la globalización nos gobernará a nosotros. Dice que la democracia y el socialismo son compatibles a condición de que la una no se trague al otro. Dice que lo que más cabe destacar de su mandato es la lucha contra la pobreza y la indigencia y el creciente clima de estabilidad política y confianza que ha atraído a las inversiones extranjeras. Dice que si queremos un güisqui, dice que no vamos a tener más remedio que volver a la economía productiva y que en ese terreno Uruguay está muy bien situado porque tienen una excelente producción de lácteos, de carne, de cereales fundamentales. Dice que producen trigo, soja, que exportan arroz, que son buenos vendedores de carne de vaca, que exportan pescado porque ellos apenas comen pescado, muy poco, que tienen un mar precioso, pero que han vivido de espaldas a él pese a ser descendientes de gallegos. Dice que habla mucho con los chinos, que son su primer cliente, que les compran toda la soja y que están aumentando su presencia, que en las campañas electorales las banderitas son todas chinas. Dice que el problema de Europa es que ha descuidado la economía productiva, subordinándola al engranaje financiero, de ahí la imagen de la cola que mueve al perro, cuando lo productivo es el perro…
Me viene a la memoria que el secretario de comunicación nos dijo que disponíamos de una hora u hora y media y que Jordi Socías necesita también su tiempo para las fotos. Entonces me sale un gesto de impotencia, apago el magnetofón y le digo a Mujica, al presidente de Uruguay, el Pepe,como lo llaman los uruguayos:
–Mire, yo no sé hacer entrevistas, yo no sé hacer esto que le estoy haciendo.
Mujica se retira un momento a la trastienda que tiene dentro de sí (se le han apagado un poco los ojos), vuelve (se le han encendido) y me mira desde las dos rendijas por las que se asoma al mundo como si aún continuara dentro de una celda, como si el cuerpo fuera la celda y los ojos la mirilla.
–Lo que yo sé –continúo– es contar lo que me pasa. Si usted me permitiera venir a desayunar mañana a su casa y acompañarle luego al trabajo y ver cómo se mueve, cómo actúa, en fin, yo contaría luego todo eso…
Como la situación, al parecer, se ha vuelto un poco violenta, pues ni Mujica ni su secretario de comunicación entienden que les hayan enviado desde el otro lado del mundo a un tipo que no sabe hacer entrevistas, interviene Jordi Socías:
–Lo que Millás quiere decir es que él lo que sabe es contar historias.
–Vamos a tomar un trago –concluye Mujica.
Y nos vamos a la cocina, donde nos pone un güisqui y Jordi comienza a hacerle fotos, y no parece que estemos con un presidente ni nada parecido y yo me acuerdo de que este hombre dona el 87% de su sueldo a un proyecto de viviendas para pobres y le pregunto si le queda suficiente dinero para vivir y dice que sí, que a su señora, después de aportar al partido, le quedan 45.000 pesos, unos dos mil euros.
–¡Por favor –añade escandalizado–, con mi sueldo me sobra!
Su señora, que no se encuentra en la casa, es Lucía Topolansky, senadora y extupamara también y expresa de la dictadura. Se conocieron dos meses antes de entrar en la cárcel y al salir, trece años después, se fueron a vivir juntos. Se casaron hace cuatro o cinco años, por arreglar los papeles, pues ya van teniendo una edad, dice, y nunca se sabe. Los casó un juez, en esta misma cocina en la que nos encontramos ahora y que es una cocina típica de gente pobre, pero limpia, porque dice Mujica que la ventaja de que la casa sea tan pequeña es que entre él y su señora le pasan la escoba y la arreglan en un relámpago.
Para relámpagos, los que caen fuera. Pese a ello, el presidente de la República cede a los ruegos del fotógrafo y sale para que le haga unas fotos, pues dentro de la casa tiene problemas con la luz. Por suerte, ha dejado de llover o llueve ahora de una manera intermitente y Mujica posa casi sin protestar aquí o allá mientras va y viene de su trastienda mental. Cuando regresa, se ríe siempre, como si le hiciéramos un poco de gracia. En una de esas vueltas, me mira y dice que por qué no vamos mañana un rato a la Torre Ejecutiva, en la plaza de la Independencia, que es donde tiene su despacho, y nos apresuramos a decir que sí, desde luego, que estaremos allí a las once de la mañana como dos clavos. Y luego se vuelve a ir a la trastienda y cuando vuelve dice que por qué no le acompañamos también el sábado a Anchorena, donde está la residencia de verano de los presidentes de Uruguay, y nosotros que claro, y él que nos recogerá un coche a las ocho de la mañana, pues está a tres horas de distancia y conviene salir temprano.
Y con esas nos despedimos un poco asombrados, la verdad, de que nos dedique tanto tiempo, porque Mujica, además de dirigir un país, tiene más peticiones de entrevistas que una estrella del rock, pero bueno, pienso yo que le habremos dado un poco de lástima. Bien, bien.
Y nos vamos contentos al hotel y descargamos y salimos a dar un paseo, que es el paseo donde nos encontramos al tipo de clase alta que no quería de ningún modo que nos acercáramos al mercado.
Y al día siguiente, de nuevo bajo una lluvia y un viento tropicales, que vuelven los paraguas del revés, vamos a verlo a su despacho y cuando entramos está llevando a cabo una alocución radiofónica en directo a través del teléfono pegado a la oreja, como si no se hubieran inventado los manos libres o como si el presidente de la República no pudiera permitirse el lujo de una tecnología RSDI o RDSI, nunca sé cómo se dice. Y nos hace señas de que pasemos. Está hablando de los fenómenos climáticos extremos que padece esos días Uruguay y que han arruinado cosechas, inundado pueblos y destruido carreteras. Sequías, dice, inundaciones, nevadas en lugares increíbles, subida del nivel de los mares, hay islas del Caribe que en un día han perdido un punto o dos del PIB por culpa del clima. Dice que necesitamos políticas a nivel global, pero que el mundo de hoy se entretiene con lo urgente. Dice que esto lo ha desatado el hombre y que debería arreglarlo el hombre, que no deberíamos pensar como países, sino como especie. Entonces empieza a establecer una comparación entre el cambio climático y las tempestades financieras. Dice que en Uruguay tuvieron entre 2001 y 2002 un desastre financiero que dejó al 40% de la población por debajo de los niveles de la pobreza. Dice que eso ocurrió porque dejaron al sistema financiero suelto.
–El Uruguay de hoy –añade– podrá tener temporales, pero ya no va a tener temporales financieros porque el sistema financiero ahora está controlado. En algún momento –termina– dejará de llover; contaremos las pérdidas y las heridas y ayudaremos a quien sea preciso ayudar, pero estamos por encima de la timba financiera de carácter mundial.
Cuelga el teléfono y nos invita a tomar asiento. El despacho, seis o siete veces más grande que su casa, es luminoso y de techos altos, pero un poco impersonal, desangelado, como los despachos de los políticos. A propósito de las tormentas financieras a las que se acaba de referir en su alocución radiofónica, Mujica recuerda la de 2002, cuando el corralito argentino.
–Quedamos fundidos –dice–. A partir de ahí comenzamos a controlar el sistema financiero. Los bancos de fuera, como el Santander, son una plaga en Uruguay, pero no pueden hacer nada, los tenemos agarrados del pescuezo. Tenemos algunos bancos del Estado que son los más fuertes, pero cortito.
Sobre una extensión de la mesa de trabajo que queda a la derecha de Mujica hay una serie de objetos entre los que destaca la maqueta de un tren de alta velocidad.
–Casi todos estos regalos –dice– son chinos. Vienen a ofrecerte un ferrocarril y traen una maqueta como esta. Es bravo, ¿eh?
–¿Han venido a ofrecerle un ferrocarril?
–Sí, varios. Como el país creció mucho, ahora tenemos un problema de comunicaciones muy serio. Tenemos que remontar la situación y vamos a tener que hacer algún negocio con los chinos, que son los que tienen capacidad para hacer ferrocarril.
–En España –digo yo atacado de súbito por un instinto comercial en el que no me reconozco– también hacemos buenos trenes.
–Sí –admite él–, el problema es la capacidad financiera que tienen los chinos. Esa es la canción.
–¿Quiere decir que se lo hacen a plazos?
–Sí, te dan el oro y el moro, son generosos.
–Los chinos están comprando todo.
–Pero nosotros no vendemos las tierras, cada vez vamos a vender menos, vamos a cuidar la tierra y el agua porque es la materia prima que más vale. Este es un país pequeño, pero el 90% del territorio es productivo. No se puede vender una faja de tierra verde así como así, no abunda en el mundo. Y como la humanidad crece y quiere vivir cada vez mejor, el camino de los alimentos, que parecía algo secundario, ya no lo es tanto.
Tras visitar las dependencias de la Torre Ejecutiva, nos despedimos de José Mujica, el Pepe para sus paisanos, hasta el sábado (era jueves), día en el que, tal como nos había prometido, viajaríamos juntos a Anchorena, localidad situada en el departamento de Colonia y residencia de verano del presidente de la República.
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Cuando una publicación tan prestigiosa como la británica The Economist nombra País del Año a Uruguay “por su receta para la felicidad humana”, ¿es porque The Economist se ha vuelto gilipollas?
Tal era la pregunta.
Veamos, Uruguay es un país pequeño (176.215 quilómetros cuadrados, unas dos veces Andalucía), con costas al océano Atlántico y al río de la Plata. Limita al norte con Brasil y al oeste con Argentina, de modo que, observado el mapa del Cono Sur latinoamericano desde la convención de que el norte está arriba y el sur abajo, y que la fuerza de la gravedad tira hacia abajo de lo que está arriba, Uruguay parece empujado hacia el mar por los dos gigantes mencionados. Esta situación de encajonamiento provoca en algunos uruguayos sacudidas de carácter claustrofóbico que explicarían en parte el hecho de que la emigración haya constituido un fenómeno estructural a lo largo de su historia. Era un sitio del que había que irse, aunque parece que en los últimos años se ha convertido en un lugar al que hay que volver. La población es de 3.200.000 habitantes, de la que la mitad vive en la capital, Montevideo.
Quizá porque parece efectivamente encajonado entre Argentina, Brasil y el océano, quizá por su tamaño, por su clima, porque es un país constituido casi en un 90% por emigrantes europeos (por desarraigados, en suma), o por todos estos factores juntos, además de otros que ahora no se nos ocurren, el uruguayo todo lo exagera hacia abajo (así como, según el tópico, el argentino todo lo exagera hacia arriba). Si, según el chiste, el argentino se suicida arrojándose al vacío desde su yo, el uruguayo apenas se rompería una pierna saltando desde el suyo. Digamos, por acabar con este trámite, que se trata un país con escasa autoestima. Todo esto, dirán ustedes, son generalidades, tópicos. Cierto, pero generalidades y tópicos tan presentes en la vida cotidiana, en las conversaciones y lecturas, que conviene tomárselos en serio. Observen que cuando un uruguayo tiene éxito se larga enseguida a Buenos Aires, donde no lo reciben como uruguayo, sino como rioplatense: un modo sencillo de apropiárselo sin faltar a la verdad. Del prócer uruguayo José Artigas, dice Cristina Kirchner que no solo era argentino, sino que no quería ser uruguayo. A veces parece que Uruguay solo tiene razón de existir como contrapunto de Argentina. Jorge Drexler asegura que ser uruguayo consiste en no ser argentino. No entraremos ahora en si Gardel era de aquí o de allí. Parece que era uruguayo, aunque adoptó la nacionalidad argentina en 1923.
El uruguayo, en fin, sería morriñoso, melancólico, mohíno, cuando no decididamente triste. En Uruguay, y esto es un dato, se da la tasa de suicidios más alta de Latinoamérica, así como una incidencia exagerada de fallecimientos por cáncer. Hay uruguayos que para demostrarte lo poca cosa que son te hacen caer en la cuenta de que su país es el único del mundo que carece de nombre. Es cierto: oficialmente se llama República Oriental del Uruguay: significa que es una república situada al este del río Uruguay. Viene a ser como si a usted lo conocieran como el cuñado de Rosa, en el caso de que tenga una cuñada con ese nombre.
¿Cómo es posible que, con tales antecedentes, The Economist otorgue a Uruguay el título de País del Año “por su receta para la felicidad humana”? ¿Se ha vuelto The Economist gilipollas?
Pues no, el semanario británico está en su sano juicio. Y no ya porque en los últimos años se haya despenalizado el aborto, y se hayan legalizado los matrimonios gais o la marihuana. Todo eso, con ser significativo, es la espuma. Las cuestiones de fondo resultan menos espectaculares, menos mediáticas, pero sin estas no habrían sido posible aquellas.
En 2005, cuando ganó las elecciones el Frente Amplio, coalición que agrupa a los partidos de izquierda, Uruguay se encontraba en plena decadencia, en parte como consecuencia del desastre bancario argentino de 2002 y en parte por las políticas neoliberales anteriores. La desocupación había llegado al punto de que el 40% de la población se encontraba por debajo de los niveles de la pobreza. El salario real se había desplomado, la emigración devino masiva, los niveles de inflación resultaban insoportables, la deuda externa parecía imposible de saldar… Las constantes vitales, por resumir, hablaban de un país en estado de coma, un país deprimido, sin interés alguno para sí mismo ni para los inversores extranjeros.
En la actualidad, nueve años más tarde, el paro es del 6,5% y los salarios han recuperado el poder adquisitivo anterior a la crisis. En estos instantes, y según un estudio de Americas Quarterly, Uruguay lidera el ranking de inclusión social de todas las Américas, por delante de Chile y de EE UU. El estudio está hecho sobre 21 indicadores en los que el país aparece en los primeros lugares en gasto social en relación con el PIB y en acceso al trabajo. La inflación, por debajo del 10% (excelente en comparación con la de sus vecinos), constituye sin embargo un motivo de inquietud para las autoridades.
En un tiempo récord, el Gobierno del Frente Amplio, dirigido por Tabaré Vázquez, y del que José Mujica fue ministro de Ganadería, Agricultura y Pesca, promovió planes de desarrollo que se tradujeron en la creación de puestos de trabajo. Se recuperaron derechos laborales perdidos durante la época de la liberalización. Se definieron pautas salariales y se fijaron nuevas condiciones laborales. Se impulsaron leyes sociales por las que los trabajadores del campo, por ejemplo, que bregaban de sol a sol, empezaron a trabajar ocho horas. Se acometieron inversiones nuevas (en Uruguay están las dos plantas de celulosa más grandes del mundo y hay una tercera en perspectiva). En el momento de escribir este reportaje está a punto de firmarse con una multinacional un contrato para la extracción de hierro con un horizonte de trabajo para 15 o 20 años (Proyecto Aratirí). Este desarrollo productivo se traduce en la mejora de las condiciones de vida de la mayoría de las personas porque va acompañado de una mejor distribución de los ingresos, que han aumentado (el Estado cobra más porque se modernizó y profesionalizó el sistema recaudatorio).
Cuando José Mujica ganó las elecciones en 2009, continuó la política económica de su antecesor, pero modulando sus aspectos sociales. Así, con una parte de las ganancias del Banco de la República creó un fondo para apoyar iniciativas productivas comunitarias, de economía social: lo que él llama “búsqueda para otros modelos de desarrollo que no sean capitalistas”. Especies de cooperativas, en fin, formas diferentes de propiedad a las que se exigen resultados, de ahí que tengan un control muy estricto de economistas y expertos. Si no son viables, no son.
Durante estos años, y tal como indica el citado estudio de Americas Quarterly, se ha trabajado mucho también con las personas excluidas, con la gente que en los tiempos de la indigencia se refugió en asentamientos situados en los alrededores de la capital. Hubo planes de emergencia para que esas personas no se desengancharan del sistema, primero con procedimientos asistenciales, después con programas de autoconstrucción de viviendas, de guarderías, policlínicas… Algunos de estos asentamientos se legalizaron, dotándolos de servicios, y en la actualidad forman un paisaje de barrios modestos, pero habitables porque sus dueños se han preocupado mucho en mejorarlos. La tasa de desocupación, en la actualidad muy baja, contribuyó a que, en una segunda etapa, estos grupos condenados en principio a la marginación se incorporaran a la sociedad. Hay salario mínimo (en torno a 500 dólares), hay un sistema nacional de salud, hay mutualidades, jubilación, no hay analfabetismo. El 98% de la población tiene agua potable y el 70% dispone de una red de saneamientos públicos. De otro lado, y hablando de aspectos tecnológicos, Uruguay es el principal exportador de software de América Latina (la ocupación en el sector de la tecnología informática es plena) y empieza a caminar con paso firme en los avances biotecnológicos, muy ligados al sector agropecuario y a la alimentación.
Piensa uno que quizá fue este conjunto brevemente esbozado de conquistas económicas y sociales lo que condujo a The Economist a declarar a Uruguay “País del Año por su receta para la felicidad humana”. Si faltaba algo que coronara el pastel, resulta que tenían un presidente, José Mujica, el Pepe, que se atrevía a llevar la vida que predicaba para los demás.
¿El panorama es idílico? ¿El consenso es total? Desde luego que no. Las fábricas de celulosa, por poner un ejemplo, han obligado a reforestar parte del país, que en su conjunto es una llanura ligeramente ondulada, sin una sola elevación. La reforestación, que afecta al 2% del territorio, se ha hecho fundamentalmente a base de eucalipto, especie odiada por los ecologistas porque chupa mucha agua, degrada el suelo y amenaza a la biodiversidad. Otra de las grandes iniciativas del Gobierno Mujica, el de la minería de hierro a cielo abierto (el Proyecto Aratirí), tiene también sus detractores que temen el impacto medioambiental. En cualquier caso, los índices de popularidad de Mujica se mantienen en niveles más que aceptables. También, con tantos matices como personas, la aprobación a la gestión gubernamental. De hecho, pocos dudan de que el Frente Amplio vuelva a ganar las elecciones cuando, dentro de un año, Mujica termine su mandato.
En resumen, que no es lo que digamos nosotros, es lo que dice la realidad y refleja The Economist.
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Cogemos el autobús 116 para ir a Pocitos. Pocitos es un barrio de Montevideo, no se apure usted, como si dijéramos Argüelles en Madrid. Nos han dicho que allí venden pescado, lo que constituye una rareza. Los montevideanos no toman pescado, pese a tener a su disposición un río y un océano con las especies más variadas. Una despensa gigantesca que desestiman porque ellos solo comen carne y pasta. Un día carne y otro pasta. Carecen de una cocina propiamente dicha. No se podría decir “me gusta la cocina uruguaya” porque tal cosa no existe. Hay días en los que sales del hotel y huele a asado y días en los que huele a pasta. Si quieres ir a contracorriente, porque ese es tu carácter, lo único que tienes que hacer es comer asado cuando huele a pasta y comer pasta cuando huele a asado.
Pero nos habían dicho que en el Mercado del Buceo, situado en Pocitos, no solo vendían pescado y marisco, sino que había un restaurante especializado en productos del mar. Cogimos, ya digo, el 116, que para usted es lo mismo que si hubiéramos dicho el 120, y nos pusimos en marcha. Apenas rebasada la línea del conductor había un asiento especial, una especie de trono que parecía conferir cierta autoridad al que se sentara en él. Lo ocupé, claro, como cualquier persona con complejo de inferioridad, y en la siguiente parada se me acercó una señora que pretendió pagarme. El conductor se echó a reír.
–Es que ese es el asiento del cobrador –dijo–, pero está de vacaciones. De todos modos es un puesto a extinguir.
–En España –dije yo– los cobradores de autobús se extinguieron en el cuaternario.
Nos pusimos a hablar de esto y de lo otro y enseguida se formó una tertulia muy agradable de cuatro o cinco personas. En un momento dado, pregunté al conductor:
–¿Les permiten hablar con los pasajeros?
–No, pero yo hablo igual.
Les dije que en los autobuses italianos hay un cartel en el que pone: “Vietato parlare con l’autista”, pero no se rieron. Cuando estábamos llegando a destino, sonó el móvil del conductor. Lo cogió, habló con alguien, quizá su esposa, y colgó.
–¿Les permiten hablar por el móvil? –pregunté.
–No, pero yo igual hablo. Soy un delincuente, je, je.
El famoso restaurante de pescado resultó ser una fritanga de tercera, pero Pocitos, situado en el borde de una de las playas formadas por el río de la Plata, nos pareció un barrio agradable, de clase media-alta. Lo que siempre hemos querido ser.
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Esa noche, al llegar al hotel, sonó el teléfono. Era de Presidencia del Gobierno. Mujica se sentía indispuesto y había cancelado el viaje a Anchorena. Vaya por Dios, me dije contrariado, y avisé a Jordi Socías, que renegó también de nuestra suerte.
Dudé si dormir con el aire acondicionado y coger una bronquitis, o con la ventana abierta y que me frieran los mosquitos. Elegí los mosquitos y al poco de cerrar los ojos me despertó un picor intensísimo en el brazo. Me levanté, encendí la luz, me coloqué las gafas, tomé un periódico e inspeccioné las paredes blancas de la habitación en busca del bicho. Entonces reparé en la existencia de manchas negras e irregulares, como test de Rochard incompletos, formadas por los cuerpos de los mosquitos aplastados por anteriores huéspedes. Comprendí que en aquel cuarto se habían producido verdaderas carnicerías. En esto, descubrí a mi chupador de sangre, que era muy grande para insecto, aunque pequeño para colibrí, y descargué sobre él todo el peso del periódico. Y de mi ira. Quedó en la pared una mancha roja que con el paso de las horas se volvería negra. Al meterme en la cama de nuevo, recordé un cartel que había visto ese día en el Cementerio Central (uno de los más importantes de Montevideo) en el que se solicitaba a los visitantes que no dejaran agua en los recipientes destinados a las flores, pues el agua podrida era un excelente caldo de cultivo para el mosquito del dengue. Calculé la distancia que había desde el cementerio al hotel y no me pareció probable que viniera de allí el que me había picado.
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El cambio de planes por la indisposición de Mujica nos obligó a reorganizar nuestro viaje. Dando por hecho que no volveríamos a encontrarnos con él, dedicamos los siguientes días a patear Montevideo, a conocer el país, a hablar con la gente. El país se conocía de muchas formas, por ejemplo, comprando tabaco. Jordi Socías y yo no fumamos en España, pero en el extranjero sí. Tenemos la superstición de que en el extranjero podemos ser castigados por otras cosas, pero no por fumar. En el exterior de la primera cajetilla que compramos se veía la fotografía de dos hombres que en realidad eran el mismo, aunque uno de ellos estaba sano y el otro llevaba un tubo de oxígeno.
–¿En qué etapa de la enfermedad estás? –le preguntaba el sano a su versión enferma.
Nada de “fumar mata” o “fumar produce cáncer”, esa cosa directa al estómago, tan nuestra. Todo mucho más sutil, más uruguayo, más portugués o gallego, si ustedes lo prefieren. Nos aficionamos a comprar paquetes porque había multitud de variedades. En una de ellas, una mujer joven y guapa se miraba en el espejo, donde aparecía una versión de sí deteriorada por la quimioterapia.
–¿En qué etapa de la enfermedad estás? – preguntaba de nuevo la mujer sana a la enferma con una frialdad atroz.
Comprar tabaco era, decíamos, una forma de conocer el país. También visitar las ferias o mercadillos de Montevideo, la de Tristán Narvaja, por ejemplo, donde se sucedían, una tras otra, una serie de librerías que combinaban sin problemas las novedades editoriales con el libro antiguo o de ocasión. Si hubiéramos de deducir el grado de cultura de los uruguayos de los títulos que figuraban en los escaparates, diríamos que se trata de uno de los pueblos más ilustrados del mundo. Si tuviéramos que deducirlo, en cambio, de la visita al zoo de Montevideo, diríamos que el uruguayo es un tipo que no cree en el sufrimiento de los demás, de los animales al menos. Jamás habíamos visto un zoológico más triste, más enfermo, más parecido a una prisión medieval. Los animales te miraban como si estuvieran condenados a cadena perpetua.
Aparte de fumar y de visitar el zoo, viajamos por el interior en un coche alquilado, enfrentándonos a tormentas tropicales en medio de las cuales el automóvil estuvo a punto de naufragar en varias ocasiones. El interior de Uruguay es idéntico a sí mismo. Vistos cien quilómetros, visto todo. Una penillanura cuyas suaves ondulaciones aumentaban, dentro del coche, la sensación de ir en un barco más que en un automóvil. A un lado y otro de la carretera, cultivos de soja, de maíz y de arroz, entre otros cereales. De vez en cuando, un grupo de vacas o de ovejas. Podías hacer decenas de quilómetros sin ver a un ser humano, sin descubrir una casa, un pueblo, una gasolinera. Ello se debe en parte a que la densidad de población es muy baja (no llega a 19 habitantes por quilómetro cuadrado, cuando en España, por ejemplo, es de 93). Nos habría gustado llegar a la frontera con Brasil, pero el tiempo lo hizo imposible.
–No sigan –nos dijeron en un peaje–, el tiempo está muy bravo.
Como no nos podíamos perder Punta del Este, lugar mítico de veraneo de los millonarios argentinos, viajamos también hasta allí, pero resultó ser como Benidorm o cualquier otro lugar turístico con una afición desmesurada al cemento. Decepcionante, aunque previsible. Siguiendo la costa llegamos hasta José Ignacio, donde por fin comimos un buen pescado. Nos dijeron que la costa se volvía más interesante cuanto más se alejaba uno de las grandes aglomeraciones y era verdad. Pero tuvimos que dar la vuelta antes de llegar a Punta del Diablo.
La gente nos preguntaba qué nos había parecido el Pepe y nosotros les respondíamos que qué les parecía a ellos. Advertimos que la percepción que se tenía de Mujica fuera no coincidía exactamente con la que se tenía dentro (nadie es profeta en su tierra). Con las cautelas con las que conviene recibir cualquier generalización, diríamos que las clases medias y altas intelectuales observaban a Mujica con cierta condescendencia. Le agradecían que hubiera colocado a Uruguay en el mapa, pero su forma de vivir les resultaba un poco pintoresca.
–Parece que tiene un núcleo melancólico el loco –nos dijo una periodista para explicar el hecho de que prefiriera la chacra al palacio presidencial.
En las clases altas, en fin, no acababan de aprobar el hecho de que viviera humildemente ni de que apareciera en las televisiones de medio mundo con los pantalones del chándal remangados hasta la rodilla (tiene problemas de circulación y le alivia llevar las piernas al descubierto). Nadie negaba desde luego las profundas transformaciones sufridas, para bien, por el país bajo su mandato. Pero ponían pegas aquí o allá, a veces de carácter económico, aunque le recriminaban también sus fracasos en las reformas de la Administración y en la enseñanza, dos de los pilares de su programa electoral. Se quejaban asimismo de la inseguridad, aunque Socías y yo podemos atestiguar que en ningún momento, a ninguna hora, en ninguna calle, tuvimos el mínimo percance, ni siquiera la sensación de que podríamos tenerlo. Montevideo nos pareció una de las ciudades más seguras del mundo, tan segura al menos como Madrid, Barcelona o cualquier otra ciudad europea.
–El viejo –nos dijeron algunos refiriéndose a Mujica– se ha creado un personaje y no hay manera de saber cuándo habla el uno y cuándo el otro.
Nos pareció que la admiración hacia Mujica crecía a medida que descendías en la escala social. De la mitad hacia abajo gozaba de una reputación conmovedora. Lo veían como a uno de los suyos y les parecía un signo de coherencia que aplicara a su vida el grado de austeridad que predicaba para la de los demás.
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En estas, a media semana recibimos una llamada de Presidencia del Gobierno. Nos dijeron que Mujica tenía un gran disgusto por no haber podido cumplir su palabra de llevarnos a Anchorena y que, si estábamos dispuestos, podríamos ir el viernes. El hecho de que el presidente de la República se sintiera culpable por no haber cumplido la palabra dada a dos periodistas españoles (o finlandeses, da lo mismo) parecía insólito. ¿Sería una broma? Nos apresuramos a decirle que sí, claro, y quedaron en recogernos a las 13 horas en el hotel. Desde allí iríamos a por el presidente, que estaría en su chacra, viajaríamos hasta Anchorena (unas tres horas), veríamos aquello con detenimiento y regresaríamos por la noche. El programa era matador para un señor de 80 años que llevaba encima una dura semana de trabajo. Desde cualquier punto de vista que lo observaras, aquella actitud hacia nosotros resultaba de una generosidad sin límites.
El automóvil presidencial resultó ser un Volkswagen de gama media sin ningún signo interno o externo que delatara la condición de su ocupante. El chófer, mientras nos dirigíamos a la chacra, nos dijo:
–El Pepe es como nosotros, no esconde nada. Él va al supermercado, a la ferretería. Si tiene ganas de comer un churrasco, va a la carnicería. Él hace los mandados, no tiene servicio. Le pasa la escoba al piso. Le gusta conducir su Fusquita (un Volkswagen Escarabajo muy antiguo).
–Como les había prometido, vamos allá, sacamos unas fotos, tomamos un copetín y volvemos –dice Mujica saliendo de su casa con la cara lavada y el pelo mojado, como si se acabara de despertar de una siesta.
Anchorena, según nos habían dicho, era una finca de más de mil trescientas hectáreas que un argentino apellidado de ese modo regaló al Gobierno uruguayo con la condición de que fuera la residencia de verano del presidente. El regalo incluía, entre otras condiciones, que no se podía vender y que el presidente tenía que pasar en ella unos treinta días al año. Todo esto había sucedido porque el tal Anchorena, perteneciente a una de las familias más ricas de Argentina, se había subido un día en un globo al otro lado del río de la Plata, en Buenos Aires, y había aterrizado en el lado de acá, en Uruguay, allí donde el río San Juan desemboca en el río de la Plata. El lugar le pareció tan hermoso que construyó en él una casa inglesa de proporciones gigantescas, además de diversos anexos para el servicio y los caballos. Trajo especies de todo el mundo y reforestó el lugar, que en la actualidad es un hermoso parque natural.
Durante el viaje a Anchorena, Mujica iba sentado en el asiento del copiloto; Socías, detrás del conductor, con la cámara a punto. Yo, detrás de Mujica.
–¿Qué le pasó el sábado anterior? –pregunté.
–Fui a pasar una zanja. Llovía y me desgarré. Tomé unos remedios y me doy un aerosol.
Mientras viajábamos, dijo que la lluvia les había “embromado mucho”. Nos contó que nació en una chacra y que dedicó varios años de su vida a estudiar la ganadería de todo el mundo para conocer lo que era la mayor riqueza de su país. Entonces suena el móvil, un viejo Nokia, lo coge. “Hola, viejo”, contesta, “decile que le voy a ver”. Cuelga. Dice que hacia los 17 o 18 años recibió clases de don José Bergamín. Que hasta los 20 años leyó literatura y filosofía. Que Bergamín le daba clases de composición literaria. Que luego se inclinó más por las lecturas de carácter científico. Dice que su generación tiene a España como una segunda patria, que leyeron mucho a la Generación del 98. Y a Ortega. Dice que puso de ministro de Agricultura a un arrocero porque el 90% del agua corriente se la lleva el arroz. Que normalmente tienen problemas de sequía porque el grueso del agua se va al mar. Que tienen que quitarle el agua al mar y que eso es lo que hacen los arroceros. La soja, dice, es un cultivo reciente.
–Aquí –señala un punto del paisaje– se está haciendo una facultad de veterinaria.
Dice que los viejos anarquistas lo primero que hacían era fundar una biblioteca y poner una imprenta. Que entre 1900 y 1920 en Uruguay tuvieron mucha influencia los anarquistas. Que luego dejaron el anarquismo, pero siguieron preocupados por la cuestión social. Los anarquistas, añade, crearon los sindicatos.
–Mi padre –dice– murió cuando yo tenía siete años. Vivía en una chacra muy pequeña, con mi madre. Pero empezaron a morir las chacras y se construyeron barrios obreros. Era un paisaje de overol y mameluco. Ahí empecé a politizarme. Después, en el Liceo, milité en una agrupación libertaria. Nuestro lema era: “Que te echen del trabajo por pelear, pero no por atorrante”. Los anarquistas modernos pelean por no trabajar.
Dice que el año pasado, cuando vino a España en viaje oficial, y le llevaron a La Zarzuela para ver al Rey, se dijo que aquello costaba un disparate. Que no se puede tirar la plata de ese modo cuando hay tanta gente con necesidades. Dice que en la chacra de su madre fundamentalmente cultivaban flores. Que en aquella época se cultivaba mucha flor porque había mucho culto a los muertos. Insiste en que se puede vender el aire, pero la tierra no. No hay mucha tierra así de verde en el mundo, dice mirando a un lado y otro de la carretera. Que el petróleo se agota, pero la tierra no se agotó nunca.
–Eso amarillo –dice señalando las puntas de la planta de soja– es porque llovió tanto que se perdió el nitrógeno. El nitrógeno es muy soluble en el agua.
Dice que a Juan Carlos lo mató la foto con el elefante muerto. Que lo de Corinna era más perdonable, pero que lo del elefante fue horrible.
–¿Y de qué hablaron durante aquella cena, en La Zarzuela? –pregunto.
–De la situación del mundo –dice.
–¿Y emplearon muchos lugares comunes?
–Los jefes de Estado van al baño también. Son hombres.
–¿Se imagina al Rey de España cenando en la cocina de su casa?
–Él quizá tendría dificultades para comer en mi casa, pero yo no para comer en la suya. Yo respeto y me siento a cualquier mesa, pero sé cuál es la mía.
Dice ahora que 3.000 quilos de soja por hectárea equivalen a 1.500 dólares en bruto.
–Valor neto –añade–: 500 dólares. Es rentable para un trabajo de cuatro meses.
Luego dice que creer en el dólar es como creer en los Reyes Magos. Como si fueras a un tendero y te midiera la tela con un metro de goma que pudiera estirar o encoger a su antojo. Dice que aunque él es ateo, le da mucha importancia filosófica y política a la religión.
–A mí –añade– ser ateo no me ha creado ningún problema porque soy uruguayo. Batlle era un anticlerical enorme, escribía dios con minúscula. Yo no soy anticlerical.
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Anchorena era mejor, si cabe, de lo que nos habían contado. Era el paraíso. Había, en efecto, una casa inmensa de principios del siglo XX, cuyas estancias se conservaban tal y como habían sido construidas. La inmensa cocina te retrotraía, por su decoración, a escenas novelescas de finales del XIX y los baños conservaban el suelo y los sanitarios originales. El presidente Mujica nos conducía de una estancia a otra con un gesto de incredulidad, como si, pese a haberla visitado en tantas ocasiones, aún no se creyera aquel derroche. Cuando iba a pasar el fin de semana con su esposa, se alojaban en una dependencia anexa, que en su día debió de servir para los invitados, quizá para el servicio, a la que llamaban “el hotelito”. Al pasar frente a un cuarto de baño, pregunto si puedo utilizarlo y me dice con expresión de asombro:
–Puedes utilizar el que quieras, ¡hay muchos!
Y añade:
–A la casa traemos a gente como Bush, la presidenta argentina… Luego se van, limpiamos y cerramos. Si algún día viene el Rey de España, lo traeremos aquí.
Tras tomar un refrigerio, Mujica se pone al volante de una especie de camioneta todoterreno en la que montamos también Socías y yo, y nos perdemos por la enorme finca los tres solos. Cada poco, se cruzan por delante del coche grupos de ciervos, los hay a cientos, quizá a miles. La situación nos parece un poco delirante, la verdad, ningún presidente de ninguna parte del mundo prescindiría de su seguridad en un recorrido no exento de riesgos y con dos desconocidos a bordo. En efecto, hay toda clase de árboles y de vegetación entre la que la camioneta se desliza superando milagrosamente la maleza, los surcos, la tierra mojada por las lluvias recientes.
En una de las paradas que hacemos le pregunto cuánto dinero lleva encima.
El Pepe saca del bolsillo de atrás del pantalón una vieja billetera:
–Veinte o treinta mil pesos –dice echando un ojo al interior–. Yo hago los mandados y compro las herramientas. No tengo tarjetas de crédito, lo pago todo al contado. Una vez, hace años, fui a comprar una Vespa y me la querían vender a cuotas. Me di cuenta de que lo que me querían vender no era la moto, sino el crédito. La pagué al contado, pero no logré que me descontaran más de cien dólares.
La billetera del presidente de la República está llena de papelitos con notas y números, quizá teléfonos apuntados con urgencia. Observo que lleva también unos dólares.
–¿Y esos dólares?
–Ah –dice–, los llevo por si las dudas, para cuando salgo al extranjero. Pero no me los puedo gastar porque nada más bajarme del avión me llevan y me traen a todas partes. Deben de ser los dólares más viajados del mundo. Han ido a China, han vuelto, yo qué sé, han estado en todas partes.
Terminamos el viaje en una pequeña playa de la costa del río de la Plata desde la que se ve a lo lejos Buenos Aires.
Hay un pino arrancado por el viento que sin embargo ha conseguido sobrevivir hundiendo sus raíces en la arena.
–Parece mentira –dice Mujica– que no cuidemos la vida, que es un paréntesis. Tenemos toda la eternidad para no ser.
De regreso, nos enseña las vacas y las instalaciones que se han construido para ellas, pues está empeñado en convertir Anchorena en una finca productiva, de manera que con los ingresos obtenidos se paguen los gastos de mantenimiento de la finca, en la que trabajan unas veinte personas.
Terminamos la tarde en Colonia, la localidad a la que pertenece Anchorena, y desde donde salen los ferris para Buenos Aires, tomando una copa en la terraza de una cafetería. A partir de ese instante, Mujica se convierte en una propiedad de la gente que se acerca a él, lo besa, lo toca, le pregunta por Manuela (la perra tullida) o le pide que le resuelva esto o lo otro. Mujica saca el teléfono y llama aquí o allá. Parece que ha sacado la oficina fuera. La mesa de la cafetería se convierte en unos instantes en la mesa de un despacho donde el presidente toma nota de todas las solicitudes.
–Es muy importante desacralizar la presidencia –dirá luego–. Esto tiene un sentido político: acentuar el republicanismo. La distancia de los políticos con la gente está creando mucho descrédito. Y la peor enfermedad es la de la gente que no cree en su Gobierno. Cuando la gente dice: son todos iguales. Pues no.
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Regresamos de noche, agotados, en silencio. Creo que se duermen todos menos el chófer y yo. Cerca ya de Montevideo, nos detenemos en un peaje donde no funciona el sistema telemático. El chófer baja la ventanilla:
–Este es el coche presidencial –le dice a la chica de la cabina–. Llevo aquí al lado al presidente.
La chica dice que se les ha caído el sistema, que no podemos pasar sin pagar. Mujica, que está agotado, se inclina:
–Dejame pasar, querida –suplica.
La chica continúa dudando, dice que tiene que consultar con su jefe. Al final, pagamos.
Unos minutos después, dejamos al presidente en su chacra, donde no se ve ninguna luz, de modo que su cuerpo se pierde enseguida en la oscuridad. Se lo traga la noche con sus andares de anciano. Nuestro viaje ha llegado a su fin.
En la tapia del Cementerio Central vi un día un grafiti, con pretensiones de epitafio, que decía así:
“Ya te conté”. Pues eso, ya te conté.
El clima montevideano tenía trastornos de carácter.
En la habitación del hotel, cuya ventana daba a un patio de luces, te sentías como uno de esos personajes de Onetti que, desnudos sobre la cama, sin parar de fumar, atienden obsesivamente a los ruidos del exterior mientras intentan componer en su cabeza una imagen del mundo.
El mundo.
El mundo, al principio, eran las calles que bajaban hacia ese lugar rarísimo donde se encuentran las aguas del río de la Plata con las del océano Atlántico, dos monstruosidades naturales que copulan sin pausa. A veces, el mar penetra en el río y a veces el río se introduce en el mar, depende de los vientos, de las mareas, de las lluvias, de las crecidas, de los efectos del cambio climático. Ese solapamiento afecta a la fauna: peces de mar que se precipitan de súbito en el agua dulce y peces de río que se encuentran de pronto en la dimensión de lo salado.
–¿Se mueren los peces cuando atraviesan la frontera? –pregunté a un pescador.
–Se retiran a tiempo o se adaptan –dijo.
–¿Pero se mueren a veces? –insistí por una preocupación propia que acababa de desplazar a los animales.
–Yo creo que se retiran o se adaptan –insistió él.
El País Semanal nos había enviado al otro lado del mundo para que escribiéramos un reportaje, de modo que al caer la tarde el fotógrafo Jordi Socías y yo salimos a caminar y cogimos una de las calles de las que bajan hacia el estuario, que son varias. Cuando llevábamos una hora andando vimos salir a un tipo con una bolsa de una tienda de delicatesen.
–¿Venden buenos vinos ahí? –le preguntó Socías.
–Muy buenos –dijo–, y un pan excelente. Pero ya van a cerrar.
Era un tipo de clase alta, con ganas de conversación, de modo que le preguntamos si el mercado quedaba muy lejos.
–No vayan –dijo–, a esta hora está muerto.
–¿Y si bajamos hacia la rambla?
–Ni se les ocurra, está muerta también. Suban por esta calle y a cuatrocientos metros encontrarán bares de ambiente, como los de Madrid o París.
–Pero nosotros no queremos ver Madrid o París, queremos ver Montevideo –dijo Socías.
El tipo nos miró como si nos hubiéramos vuelto locos y se alejó prudentemente de nosotros, que continuamos caminando en la dirección prohibida. En la dirección prohibida, en efecto, todo estaba muerto.
–Es que aquí hay que venir por la mañana –nos dijeron en el mercado.
Hay zonas de Montevideo en las que solo es Montevideo por las mañanas y a la hora de comer. Luego se convierten en otra ciudad en la que siempre es domingo por la tarde, como sucede en la vida de algunas personas: en la de Felisberto Hernández, por ejemplo, otro autor uruguayo de referencia, enormemente infeliz, al que habíamos releído antes de viajar.
Montevideo parecía un estado de ánimo.
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Regresé a la habitación del hotel en estado líquido, me quité la ropa, excepto los calcetines (los calcetines no porque tengo la superstición de que me sujetan los pies a la pierna), llené la bañera de agua fría, me metí dentro, encendí un cigarrillo, y abrí una novela de Onetti justo en el instante en el que un personaje dice: “Yo soy un hombre solitario que fuma en un sitio cualquiera de la ciudad; la noche me rodea, se cumple como un rito, gradualmente, y yo nada tengo que ver con ella”.
Abandoné el libro en defensa propia. La temperatura del cuerpo ya no era febril. Recordé al tipo que pretendía que en Montevideo, en vez de ver Montevideo, viéramos Madrid o París y ahí apareció en mi cabeza una pregunta tópica: ¿Uruguay es un país europeo o latinoamericano? Era un poco como preguntarse si las aguas, en el estuario del río de la Plata, eran más fluviales que marítimas o más marítimas que fluviales. Según. Lo aconsejable era introducir el dedo y llevárselo a la boca para comprobar si sabía o no sabía a sal. Montevideo sabía con frecuencia a novela afligida de Onetti, aunque también a prosa indócil de Levrero.
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Lo que acabo de contar sucedería después, pero se ha colado antes no sé por qué, pongamos que por el cambio horario. Lo que sucedió al poco de que aterrizáramos, con la maleta a medio eviscerar sobre la cama de la habitación del hotel, es que sonó el teléfono y resultó ser el secretario de comunicación del presidente de Uruguay.
–A las 15.30 –dijo– pasa un coche a recogerlos para llevarlos a la chacra de Mujica.
Miré el reloj: era mediodía.
–Pero habíamos quedado en que el encuentro se produciría mañana –observé con cautela.
–Mañana no puede ser –concluyó el secretario.
Colgué y avisé al fotógrafo. Socías y yo éramos dos señores mayores que arrastrábamos trece horas avión, un cambio horario y un salto sin red del invierno español al verano uruguayo. Nos encontrábamos estupendamente, sí, pero el mismo hecho de encontrarnos tan bien nos hacía sospechar de nuestro equilibrio mental.
Cuando nos recogieron, llovía con una inclemencia extraordinaria, como si le estuvieran haciendo daño a alguien. Y aunque quedaban cinco o seis horas de luz (de luz oscura) porque en Montevideo, en febrero, anochece tarde, las calles se habían apagado como los pasillos de una oficina en día festivo.
El automóvil navegó hacia las afueras. Enseguida alcanzamos una zona rural. La lluvia había cedido un poco y a través de los cristales mojados, en medio de los cultivos, veíamos aquí o allá, distribuidos de forma irregular, galpones que quizá eran casas o casas que quizá eran galpones. Había perros, bastantes, que salían a saludar al coche. Había gallinas. En esto, apareció en medio del camino un perro muerto que, cuando nos acercamos, resultó estar vivo. Pero le costó apartarse, como si no creyera en nada. En una de esas, el conductor detuvo el automóvil en una especie de cruce de caminos.
–Aquí es –dijo.
Habíamos llegado a Rincón del Cerro. Descendimos del coche y vimos, en medio del campo, una garita de vigilancia, de estética semejante a la de los retretes portátiles, que otorgaba al paisaje un aire surreal. Y allí mismo, a la derecha, medio oculta entre una vegetación sin domesticar, nos mostraron la casa de José Mujica, el presidente de la República Oriental del Uruguay. Se ha dicho de ella que es una casa modesta. Falso. Es pobre. Una chabola de alto standing, podríamos decir, con el techo de chapa, a cuya puerta nos aguardaba ese anciano que había puesto de moda a su país. Llevaba unos pantalones de chándal desgastados y una camisa azul de todo a cien.
–Señor presidente –dijimos extendiéndole la mano.
–Fuera, Manuela! –gritó él a una perra de tres patas, que se había adelantado a darnos la bienvenida.
José Mujica Cordano, el dueño de la perra tullida, contaba 80 años de los que 15 había estado preso por su pertenencia al Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros. Tenía en su curriculum de guerrillero dos fugas y en su cuerpo seis heridas de bala. Detenido por última vez en 1972, no volvería a ver la luz hasta 1985. Entró, pues, con 37 años y salió con 50. Durante ese tiempo, conoció en las cárceles de la dictadura vejaciones sin límite. Desnudo, con las manos y los pies atados a una especie de somier o parrilla, le habían aplicado la picana hasta abrasarle los genitales y la lengua. La picana, siendo uno de los instrumentos preferidos de los militares, no era el único, ni el más sofisticado. Alcanzó asimismo justa fama el consistente en obligar a caminar al preso por una cornisa situada en un sexto piso, por ejemplo, con una capucha en la cabeza, haciéndole sentir el vacío bajo sus pies. Estaba la “bañera” también, el ahogamiento con paños empapados de agua, las simples palizas y, en fin, el hambre, el aislamiento, los perros… Cada cárcel tenía su especialidad.
Según relata Walter Pernas en Comandante Facundo,el ahora presidente de Uruguay, que había perdido los dientes en el trascurso de las palizas que le atizaban de forma habitual, llegó a comerse el papel higiénico y el jabón, además de las moscas que acudían a su celda (con frecuencia un simple agujero) atraídas por el olor a mierda que despedía el preso. Había chupado, con sus encías desnudas, en busca de un poco de calcio, los huesos que le arrojaban sus carceleros después de que los perros los hubieran limpiado. Bebió su propia orina, durmió durante años sobre suelos de cemento, expuesto a fríos intolerables y a calores asfixiantes. Había pasado semanas o meses sin ver la luz, años sin hablar con nadie que no fueran las ratas o los insectos que convivían con él o le hacían visitas. Perdió la noción del espacio y del tiempo, deliró, adelgazó hasta ser capaz de contar cada uno de los huesos de su esqueleto. Se cagaba y se meaba encima porque, fruto de los golpes, las balas y la deficiente alimentación, sufría problemas renales y digestivos. Cuenta el aludido Walter Pernas que no podía caminar erguido, como un hombre, y que en los momentos de mayor deterioro físico y psíquico los militares llevaban a sus hijos a la cárcel para que vieran a la bestia y la insultaran. Viajó, en fin, varias veces hasta el borde mismo de la muerte de donde regresaba alucinado, con los ojos hundidos y sin masa muscular sobre la que sostenerse. Lo llevaban y lo traían de una prisión a otra, de un agujero a otro, como un saco de mercancía inmunda, arrojándolo sin contemplaciones sobre la caja del camión militar y sacándolo de ella a patadas. Conocedores de su diarrea crónica y de sus problemas urinarios, los carceleros desoían sus súplicas para que lo condujeran al retrete. Fruto de su constancia, y de la de su madre, logró, al cabo de los años, que le dejaran poseer un orinal del que no se separaba y que se convirtió increíblemente, con el paso del tiempo, en el símbolo de una victoria moral sobre sus secuestradores. Abandonó la cárcel abrazado a él, convertido ya en una maceta de flores. Apenas llevaba cuatro días libre, cuando pronunció un discurso político en el que resultaba imposible encontrar un vestigio de resentimiento. La naturaleza, suele decir, nos ha puesto los ojos delante para que miremos al frente.
Fuera, Manuela! –volvió a gritar José Mujica a la perra de tres patas.
Manuela se apartó y entramos en la casa, que olía a humedad.
–Uruguay se está tropicalizando –dijo Mujica–. No sé cómo hay gente que niega todavía el cambio climático.
Nos sentamos en la estancia de la entrada, que era también la pieza de distribución del resto de las habitaciones (un dormitorio, el baño y la cocina: unos cuarenta o cuarenta y cinco metros en total) y yo advertí con horror que esperaba de mí que le hiciera una entrevista. Me puse a ello, pues.
A la primera de mis preguntas respondió que los gobernantes ya no mandaban nada.
–¿Quién manda entonces? –pregunté.
–Los grandes poderes financieros. Ya no es el perro el que mueve la cola, sino la cola la que mueve al perro.
–¿Y usted le dice esto a los jefes de Estado o los presidentes con los que se reúne?
–Sí.
–¿Y qué le dicen?
–Me dan la razón, pero miran para otro lado. Cultivan la ilusión de volver a ser presidentes, no se atreven a pegarle al enemigo más fuerte que existe. Disimulan, pero somos juguetes.
–¿Cómo ha logrado gobernar durante casi cinco años siendo consciente de esas limitaciones?
–Este es un paisito muy especial. Más del 50% del movimiento bancario está en manos del Estado. A los uruguayos nos educan en que, cuando tenemos un peso, tenemos que ir al Banco de la República, que es el banco del Estado. Y no es que nos trate bien, solo falta que nos peguen, pero tenemos confianza en él. La banca privada es débil.
–Todos los sectores estratégicos de Uruguay están nacionalizados.
–No me eche la culpa a mí. Cuando yo nací, ya estaba todo así, es una construcción de la historia.
Mientras hablamos, y como la puerta se ha quedado abierta, por el calor, entra Manuela, entra un galgo cojo, entra otro perro de raza indefinida, todos nos huelen, nos piden caricias, creo que entra un gato también que se frota el lomo contra mis piernas, las moscas zumban excitadas… Fuera, mezclado con el ruido de la lluvia, se escucha de vez en cuando un alboroto de gallos. Observo a Mujica y me parece que va y viene dentro de sí mismo, como si tuviera una trastienda en la cabeza. Cuando regresa de la parte de atrás, se asoma al mundo con un punto de cortesía y otro de malicia. Me pregunto qué interés podemos despertarle este par de españoles. Me pregunto también si sus respuestas son tan mecánicas como mis preguntas. Dice que Uruguay es un país rico venido a menos, que se echó a dormir cerca de la década de los sesenta, tras salir campeones del mundo en Maracaná.
–Cincuenta años de nostalgia –añade.
Dice que se burocratizaron, que llenaron de gente las propiedades del Estado, que tenían un teatro (el Solís) con un empleado para subir el telón y otro para bajarlo. Dice que todavía tienen un problema con la burocracia estatal. Reconoce que los sindicatos de los funcionarios, muy poderosos, le han torcido un poco el brazo. Dice que tiene paciencia, que hay que seguir luchando y sembrando, que él ha pensado mucho, porque en la cárcel tuvo mucho tiempo para pensar, y que aprendió que todo cambia muy lento. Dice que de joven andaba “muy apurado”, que se le fueron entre 25 y 30 años de su vida, la mitad preso, la mitad medio libre o “prisionero de mis esquemas”. Dice que hasta hace 20 o 30 años se podía discutir si había guerras justas o no y que eran justas aquellas que significaban un proceso de liberación nacional o intento de liberación de naciones que se sentían sometidas, pero que hoy por hoy, y tal como han evolucionado las cosas, todas las guerras son para que los más débiles sufran. Dice que hay que tratar de cambiar las cosas en paz, que es preciso llevar a cabo políticas de Estado y que las políticas de Estado son aquellas en las que, desde posiciones distintas, se buscan los puntos de acuerdo. Dice que han aparecido problemas que ningún país puede resolver por sí mismo, que o gobernamos la globalización o la globalización nos gobernará a nosotros. Dice que la democracia y el socialismo son compatibles a condición de que la una no se trague al otro. Dice que lo que más cabe destacar de su mandato es la lucha contra la pobreza y la indigencia y el creciente clima de estabilidad política y confianza que ha atraído a las inversiones extranjeras. Dice que si queremos un güisqui, dice que no vamos a tener más remedio que volver a la economía productiva y que en ese terreno Uruguay está muy bien situado porque tienen una excelente producción de lácteos, de carne, de cereales fundamentales. Dice que producen trigo, soja, que exportan arroz, que son buenos vendedores de carne de vaca, que exportan pescado porque ellos apenas comen pescado, muy poco, que tienen un mar precioso, pero que han vivido de espaldas a él pese a ser descendientes de gallegos. Dice que habla mucho con los chinos, que son su primer cliente, que les compran toda la soja y que están aumentando su presencia, que en las campañas electorales las banderitas son todas chinas. Dice que el problema de Europa es que ha descuidado la economía productiva, subordinándola al engranaje financiero, de ahí la imagen de la cola que mueve al perro, cuando lo productivo es el perro…
Me viene a la memoria que el secretario de comunicación nos dijo que disponíamos de una hora u hora y media y que Jordi Socías necesita también su tiempo para las fotos. Entonces me sale un gesto de impotencia, apago el magnetofón y le digo a Mujica, al presidente de Uruguay, el Pepe,como lo llaman los uruguayos:
–Mire, yo no sé hacer entrevistas, yo no sé hacer esto que le estoy haciendo.
Mujica se retira un momento a la trastienda que tiene dentro de sí (se le han apagado un poco los ojos), vuelve (se le han encendido) y me mira desde las dos rendijas por las que se asoma al mundo como si aún continuara dentro de una celda, como si el cuerpo fuera la celda y los ojos la mirilla.
–Lo que yo sé –continúo– es contar lo que me pasa. Si usted me permitiera venir a desayunar mañana a su casa y acompañarle luego al trabajo y ver cómo se mueve, cómo actúa, en fin, yo contaría luego todo eso…
Como la situación, al parecer, se ha vuelto un poco violenta, pues ni Mujica ni su secretario de comunicación entienden que les hayan enviado desde el otro lado del mundo a un tipo que no sabe hacer entrevistas, interviene Jordi Socías:
–Lo que Millás quiere decir es que él lo que sabe es contar historias.
–Vamos a tomar un trago –concluye Mujica.
Y nos vamos a la cocina, donde nos pone un güisqui y Jordi comienza a hacerle fotos, y no parece que estemos con un presidente ni nada parecido y yo me acuerdo de que este hombre dona el 87% de su sueldo a un proyecto de viviendas para pobres y le pregunto si le queda suficiente dinero para vivir y dice que sí, que a su señora, después de aportar al partido, le quedan 45.000 pesos, unos dos mil euros.
–¡Por favor –añade escandalizado–, con mi sueldo me sobra!
Su señora, que no se encuentra en la casa, es Lucía Topolansky, senadora y extupamara también y expresa de la dictadura. Se conocieron dos meses antes de entrar en la cárcel y al salir, trece años después, se fueron a vivir juntos. Se casaron hace cuatro o cinco años, por arreglar los papeles, pues ya van teniendo una edad, dice, y nunca se sabe. Los casó un juez, en esta misma cocina en la que nos encontramos ahora y que es una cocina típica de gente pobre, pero limpia, porque dice Mujica que la ventaja de que la casa sea tan pequeña es que entre él y su señora le pasan la escoba y la arreglan en un relámpago.
Para relámpagos, los que caen fuera. Pese a ello, el presidente de la República cede a los ruegos del fotógrafo y sale para que le haga unas fotos, pues dentro de la casa tiene problemas con la luz. Por suerte, ha dejado de llover o llueve ahora de una manera intermitente y Mujica posa casi sin protestar aquí o allá mientras va y viene de su trastienda mental. Cuando regresa, se ríe siempre, como si le hiciéramos un poco de gracia. En una de esas vueltas, me mira y dice que por qué no vamos mañana un rato a la Torre Ejecutiva, en la plaza de la Independencia, que es donde tiene su despacho, y nos apresuramos a decir que sí, desde luego, que estaremos allí a las once de la mañana como dos clavos. Y luego se vuelve a ir a la trastienda y cuando vuelve dice que por qué no le acompañamos también el sábado a Anchorena, donde está la residencia de verano de los presidentes de Uruguay, y nosotros que claro, y él que nos recogerá un coche a las ocho de la mañana, pues está a tres horas de distancia y conviene salir temprano.
Y con esas nos despedimos un poco asombrados, la verdad, de que nos dedique tanto tiempo, porque Mujica, además de dirigir un país, tiene más peticiones de entrevistas que una estrella del rock, pero bueno, pienso yo que le habremos dado un poco de lástima. Bien, bien.
Y nos vamos contentos al hotel y descargamos y salimos a dar un paseo, que es el paseo donde nos encontramos al tipo de clase alta que no quería de ningún modo que nos acercáramos al mercado.
Y al día siguiente, de nuevo bajo una lluvia y un viento tropicales, que vuelven los paraguas del revés, vamos a verlo a su despacho y cuando entramos está llevando a cabo una alocución radiofónica en directo a través del teléfono pegado a la oreja, como si no se hubieran inventado los manos libres o como si el presidente de la República no pudiera permitirse el lujo de una tecnología RSDI o RDSI, nunca sé cómo se dice. Y nos hace señas de que pasemos. Está hablando de los fenómenos climáticos extremos que padece esos días Uruguay y que han arruinado cosechas, inundado pueblos y destruido carreteras. Sequías, dice, inundaciones, nevadas en lugares increíbles, subida del nivel de los mares, hay islas del Caribe que en un día han perdido un punto o dos del PIB por culpa del clima. Dice que necesitamos políticas a nivel global, pero que el mundo de hoy se entretiene con lo urgente. Dice que esto lo ha desatado el hombre y que debería arreglarlo el hombre, que no deberíamos pensar como países, sino como especie. Entonces empieza a establecer una comparación entre el cambio climático y las tempestades financieras. Dice que en Uruguay tuvieron entre 2001 y 2002 un desastre financiero que dejó al 40% de la población por debajo de los niveles de la pobreza. Dice que eso ocurrió porque dejaron al sistema financiero suelto.
–El Uruguay de hoy –añade– podrá tener temporales, pero ya no va a tener temporales financieros porque el sistema financiero ahora está controlado. En algún momento –termina– dejará de llover; contaremos las pérdidas y las heridas y ayudaremos a quien sea preciso ayudar, pero estamos por encima de la timba financiera de carácter mundial.
Cuelga el teléfono y nos invita a tomar asiento. El despacho, seis o siete veces más grande que su casa, es luminoso y de techos altos, pero un poco impersonal, desangelado, como los despachos de los políticos. A propósito de las tormentas financieras a las que se acaba de referir en su alocución radiofónica, Mujica recuerda la de 2002, cuando el corralito argentino.
–Quedamos fundidos –dice–. A partir de ahí comenzamos a controlar el sistema financiero. Los bancos de fuera, como el Santander, son una plaga en Uruguay, pero no pueden hacer nada, los tenemos agarrados del pescuezo. Tenemos algunos bancos del Estado que son los más fuertes, pero cortito.
Sobre una extensión de la mesa de trabajo que queda a la derecha de Mujica hay una serie de objetos entre los que destaca la maqueta de un tren de alta velocidad.
–Casi todos estos regalos –dice– son chinos. Vienen a ofrecerte un ferrocarril y traen una maqueta como esta. Es bravo, ¿eh?
–¿Han venido a ofrecerle un ferrocarril?
–Sí, varios. Como el país creció mucho, ahora tenemos un problema de comunicaciones muy serio. Tenemos que remontar la situación y vamos a tener que hacer algún negocio con los chinos, que son los que tienen capacidad para hacer ferrocarril.
–En España –digo yo atacado de súbito por un instinto comercial en el que no me reconozco– también hacemos buenos trenes.
–Sí –admite él–, el problema es la capacidad financiera que tienen los chinos. Esa es la canción.
–¿Quiere decir que se lo hacen a plazos?
–Sí, te dan el oro y el moro, son generosos.
–Los chinos están comprando todo.
–Pero nosotros no vendemos las tierras, cada vez vamos a vender menos, vamos a cuidar la tierra y el agua porque es la materia prima que más vale. Este es un país pequeño, pero el 90% del territorio es productivo. No se puede vender una faja de tierra verde así como así, no abunda en el mundo. Y como la humanidad crece y quiere vivir cada vez mejor, el camino de los alimentos, que parecía algo secundario, ya no lo es tanto.
Tras visitar las dependencias de la Torre Ejecutiva, nos despedimos de José Mujica, el Pepe para sus paisanos, hasta el sábado (era jueves), día en el que, tal como nos había prometido, viajaríamos juntos a Anchorena, localidad situada en el departamento de Colonia y residencia de verano del presidente de la República.
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Cuando una publicación tan prestigiosa como la británica The Economist nombra País del Año a Uruguay “por su receta para la felicidad humana”, ¿es porque The Economist se ha vuelto gilipollas?
Tal era la pregunta.
Veamos, Uruguay es un país pequeño (176.215 quilómetros cuadrados, unas dos veces Andalucía), con costas al océano Atlántico y al río de la Plata. Limita al norte con Brasil y al oeste con Argentina, de modo que, observado el mapa del Cono Sur latinoamericano desde la convención de que el norte está arriba y el sur abajo, y que la fuerza de la gravedad tira hacia abajo de lo que está arriba, Uruguay parece empujado hacia el mar por los dos gigantes mencionados. Esta situación de encajonamiento provoca en algunos uruguayos sacudidas de carácter claustrofóbico que explicarían en parte el hecho de que la emigración haya constituido un fenómeno estructural a lo largo de su historia. Era un sitio del que había que irse, aunque parece que en los últimos años se ha convertido en un lugar al que hay que volver. La población es de 3.200.000 habitantes, de la que la mitad vive en la capital, Montevideo.
Quizá porque parece efectivamente encajonado entre Argentina, Brasil y el océano, quizá por su tamaño, por su clima, porque es un país constituido casi en un 90% por emigrantes europeos (por desarraigados, en suma), o por todos estos factores juntos, además de otros que ahora no se nos ocurren, el uruguayo todo lo exagera hacia abajo (así como, según el tópico, el argentino todo lo exagera hacia arriba). Si, según el chiste, el argentino se suicida arrojándose al vacío desde su yo, el uruguayo apenas se rompería una pierna saltando desde el suyo. Digamos, por acabar con este trámite, que se trata un país con escasa autoestima. Todo esto, dirán ustedes, son generalidades, tópicos. Cierto, pero generalidades y tópicos tan presentes en la vida cotidiana, en las conversaciones y lecturas, que conviene tomárselos en serio. Observen que cuando un uruguayo tiene éxito se larga enseguida a Buenos Aires, donde no lo reciben como uruguayo, sino como rioplatense: un modo sencillo de apropiárselo sin faltar a la verdad. Del prócer uruguayo José Artigas, dice Cristina Kirchner que no solo era argentino, sino que no quería ser uruguayo. A veces parece que Uruguay solo tiene razón de existir como contrapunto de Argentina. Jorge Drexler asegura que ser uruguayo consiste en no ser argentino. No entraremos ahora en si Gardel era de aquí o de allí. Parece que era uruguayo, aunque adoptó la nacionalidad argentina en 1923.
El uruguayo, en fin, sería morriñoso, melancólico, mohíno, cuando no decididamente triste. En Uruguay, y esto es un dato, se da la tasa de suicidios más alta de Latinoamérica, así como una incidencia exagerada de fallecimientos por cáncer. Hay uruguayos que para demostrarte lo poca cosa que son te hacen caer en la cuenta de que su país es el único del mundo que carece de nombre. Es cierto: oficialmente se llama República Oriental del Uruguay: significa que es una república situada al este del río Uruguay. Viene a ser como si a usted lo conocieran como el cuñado de Rosa, en el caso de que tenga una cuñada con ese nombre.
¿Cómo es posible que, con tales antecedentes, The Economist otorgue a Uruguay el título de País del Año “por su receta para la felicidad humana”? ¿Se ha vuelto The Economist gilipollas?
Pues no, el semanario británico está en su sano juicio. Y no ya porque en los últimos años se haya despenalizado el aborto, y se hayan legalizado los matrimonios gais o la marihuana. Todo eso, con ser significativo, es la espuma. Las cuestiones de fondo resultan menos espectaculares, menos mediáticas, pero sin estas no habrían sido posible aquellas.
En 2005, cuando ganó las elecciones el Frente Amplio, coalición que agrupa a los partidos de izquierda, Uruguay se encontraba en plena decadencia, en parte como consecuencia del desastre bancario argentino de 2002 y en parte por las políticas neoliberales anteriores. La desocupación había llegado al punto de que el 40% de la población se encontraba por debajo de los niveles de la pobreza. El salario real se había desplomado, la emigración devino masiva, los niveles de inflación resultaban insoportables, la deuda externa parecía imposible de saldar… Las constantes vitales, por resumir, hablaban de un país en estado de coma, un país deprimido, sin interés alguno para sí mismo ni para los inversores extranjeros.
En la actualidad, nueve años más tarde, el paro es del 6,5% y los salarios han recuperado el poder adquisitivo anterior a la crisis. En estos instantes, y según un estudio de Americas Quarterly, Uruguay lidera el ranking de inclusión social de todas las Américas, por delante de Chile y de EE UU. El estudio está hecho sobre 21 indicadores en los que el país aparece en los primeros lugares en gasto social en relación con el PIB y en acceso al trabajo. La inflación, por debajo del 10% (excelente en comparación con la de sus vecinos), constituye sin embargo un motivo de inquietud para las autoridades.
En un tiempo récord, el Gobierno del Frente Amplio, dirigido por Tabaré Vázquez, y del que José Mujica fue ministro de Ganadería, Agricultura y Pesca, promovió planes de desarrollo que se tradujeron en la creación de puestos de trabajo. Se recuperaron derechos laborales perdidos durante la época de la liberalización. Se definieron pautas salariales y se fijaron nuevas condiciones laborales. Se impulsaron leyes sociales por las que los trabajadores del campo, por ejemplo, que bregaban de sol a sol, empezaron a trabajar ocho horas. Se acometieron inversiones nuevas (en Uruguay están las dos plantas de celulosa más grandes del mundo y hay una tercera en perspectiva). En el momento de escribir este reportaje está a punto de firmarse con una multinacional un contrato para la extracción de hierro con un horizonte de trabajo para 15 o 20 años (Proyecto Aratirí). Este desarrollo productivo se traduce en la mejora de las condiciones de vida de la mayoría de las personas porque va acompañado de una mejor distribución de los ingresos, que han aumentado (el Estado cobra más porque se modernizó y profesionalizó el sistema recaudatorio).
Cuando José Mujica ganó las elecciones en 2009, continuó la política económica de su antecesor, pero modulando sus aspectos sociales. Así, con una parte de las ganancias del Banco de la República creó un fondo para apoyar iniciativas productivas comunitarias, de economía social: lo que él llama “búsqueda para otros modelos de desarrollo que no sean capitalistas”. Especies de cooperativas, en fin, formas diferentes de propiedad a las que se exigen resultados, de ahí que tengan un control muy estricto de economistas y expertos. Si no son viables, no son.
Durante estos años, y tal como indica el citado estudio de Americas Quarterly, se ha trabajado mucho también con las personas excluidas, con la gente que en los tiempos de la indigencia se refugió en asentamientos situados en los alrededores de la capital. Hubo planes de emergencia para que esas personas no se desengancharan del sistema, primero con procedimientos asistenciales, después con programas de autoconstrucción de viviendas, de guarderías, policlínicas… Algunos de estos asentamientos se legalizaron, dotándolos de servicios, y en la actualidad forman un paisaje de barrios modestos, pero habitables porque sus dueños se han preocupado mucho en mejorarlos. La tasa de desocupación, en la actualidad muy baja, contribuyó a que, en una segunda etapa, estos grupos condenados en principio a la marginación se incorporaran a la sociedad. Hay salario mínimo (en torno a 500 dólares), hay un sistema nacional de salud, hay mutualidades, jubilación, no hay analfabetismo. El 98% de la población tiene agua potable y el 70% dispone de una red de saneamientos públicos. De otro lado, y hablando de aspectos tecnológicos, Uruguay es el principal exportador de software de América Latina (la ocupación en el sector de la tecnología informática es plena) y empieza a caminar con paso firme en los avances biotecnológicos, muy ligados al sector agropecuario y a la alimentación.
Piensa uno que quizá fue este conjunto brevemente esbozado de conquistas económicas y sociales lo que condujo a The Economist a declarar a Uruguay “País del Año por su receta para la felicidad humana”. Si faltaba algo que coronara el pastel, resulta que tenían un presidente, José Mujica, el Pepe, que se atrevía a llevar la vida que predicaba para los demás.
¿El panorama es idílico? ¿El consenso es total? Desde luego que no. Las fábricas de celulosa, por poner un ejemplo, han obligado a reforestar parte del país, que en su conjunto es una llanura ligeramente ondulada, sin una sola elevación. La reforestación, que afecta al 2% del territorio, se ha hecho fundamentalmente a base de eucalipto, especie odiada por los ecologistas porque chupa mucha agua, degrada el suelo y amenaza a la biodiversidad. Otra de las grandes iniciativas del Gobierno Mujica, el de la minería de hierro a cielo abierto (el Proyecto Aratirí), tiene también sus detractores que temen el impacto medioambiental. En cualquier caso, los índices de popularidad de Mujica se mantienen en niveles más que aceptables. También, con tantos matices como personas, la aprobación a la gestión gubernamental. De hecho, pocos dudan de que el Frente Amplio vuelva a ganar las elecciones cuando, dentro de un año, Mujica termine su mandato.
En resumen, que no es lo que digamos nosotros, es lo que dice la realidad y refleja The Economist.
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Cogemos el autobús 116 para ir a Pocitos. Pocitos es un barrio de Montevideo, no se apure usted, como si dijéramos Argüelles en Madrid. Nos han dicho que allí venden pescado, lo que constituye una rareza. Los montevideanos no toman pescado, pese a tener a su disposición un río y un océano con las especies más variadas. Una despensa gigantesca que desestiman porque ellos solo comen carne y pasta. Un día carne y otro pasta. Carecen de una cocina propiamente dicha. No se podría decir “me gusta la cocina uruguaya” porque tal cosa no existe. Hay días en los que sales del hotel y huele a asado y días en los que huele a pasta. Si quieres ir a contracorriente, porque ese es tu carácter, lo único que tienes que hacer es comer asado cuando huele a pasta y comer pasta cuando huele a asado.
Pero nos habían dicho que en el Mercado del Buceo, situado en Pocitos, no solo vendían pescado y marisco, sino que había un restaurante especializado en productos del mar. Cogimos, ya digo, el 116, que para usted es lo mismo que si hubiéramos dicho el 120, y nos pusimos en marcha. Apenas rebasada la línea del conductor había un asiento especial, una especie de trono que parecía conferir cierta autoridad al que se sentara en él. Lo ocupé, claro, como cualquier persona con complejo de inferioridad, y en la siguiente parada se me acercó una señora que pretendió pagarme. El conductor se echó a reír.
–Es que ese es el asiento del cobrador –dijo–, pero está de vacaciones. De todos modos es un puesto a extinguir.
–En España –dije yo– los cobradores de autobús se extinguieron en el cuaternario.
Nos pusimos a hablar de esto y de lo otro y enseguida se formó una tertulia muy agradable de cuatro o cinco personas. En un momento dado, pregunté al conductor:
–¿Les permiten hablar con los pasajeros?
–No, pero yo hablo igual.
Les dije que en los autobuses italianos hay un cartel en el que pone: “Vietato parlare con l’autista”, pero no se rieron. Cuando estábamos llegando a destino, sonó el móvil del conductor. Lo cogió, habló con alguien, quizá su esposa, y colgó.
–¿Les permiten hablar por el móvil? –pregunté.
–No, pero yo igual hablo. Soy un delincuente, je, je.
El famoso restaurante de pescado resultó ser una fritanga de tercera, pero Pocitos, situado en el borde de una de las playas formadas por el río de la Plata, nos pareció un barrio agradable, de clase media-alta. Lo que siempre hemos querido ser.
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Esa noche, al llegar al hotel, sonó el teléfono. Era de Presidencia del Gobierno. Mujica se sentía indispuesto y había cancelado el viaje a Anchorena. Vaya por Dios, me dije contrariado, y avisé a Jordi Socías, que renegó también de nuestra suerte.
Dudé si dormir con el aire acondicionado y coger una bronquitis, o con la ventana abierta y que me frieran los mosquitos. Elegí los mosquitos y al poco de cerrar los ojos me despertó un picor intensísimo en el brazo. Me levanté, encendí la luz, me coloqué las gafas, tomé un periódico e inspeccioné las paredes blancas de la habitación en busca del bicho. Entonces reparé en la existencia de manchas negras e irregulares, como test de Rochard incompletos, formadas por los cuerpos de los mosquitos aplastados por anteriores huéspedes. Comprendí que en aquel cuarto se habían producido verdaderas carnicerías. En esto, descubrí a mi chupador de sangre, que era muy grande para insecto, aunque pequeño para colibrí, y descargué sobre él todo el peso del periódico. Y de mi ira. Quedó en la pared una mancha roja que con el paso de las horas se volvería negra. Al meterme en la cama de nuevo, recordé un cartel que había visto ese día en el Cementerio Central (uno de los más importantes de Montevideo) en el que se solicitaba a los visitantes que no dejaran agua en los recipientes destinados a las flores, pues el agua podrida era un excelente caldo de cultivo para el mosquito del dengue. Calculé la distancia que había desde el cementerio al hotel y no me pareció probable que viniera de allí el que me había picado.
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El cambio de planes por la indisposición de Mujica nos obligó a reorganizar nuestro viaje. Dando por hecho que no volveríamos a encontrarnos con él, dedicamos los siguientes días a patear Montevideo, a conocer el país, a hablar con la gente. El país se conocía de muchas formas, por ejemplo, comprando tabaco. Jordi Socías y yo no fumamos en España, pero en el extranjero sí. Tenemos la superstición de que en el extranjero podemos ser castigados por otras cosas, pero no por fumar. En el exterior de la primera cajetilla que compramos se veía la fotografía de dos hombres que en realidad eran el mismo, aunque uno de ellos estaba sano y el otro llevaba un tubo de oxígeno.
–¿En qué etapa de la enfermedad estás? –le preguntaba el sano a su versión enferma.
Nada de “fumar mata” o “fumar produce cáncer”, esa cosa directa al estómago, tan nuestra. Todo mucho más sutil, más uruguayo, más portugués o gallego, si ustedes lo prefieren. Nos aficionamos a comprar paquetes porque había multitud de variedades. En una de ellas, una mujer joven y guapa se miraba en el espejo, donde aparecía una versión de sí deteriorada por la quimioterapia.
–¿En qué etapa de la enfermedad estás? – preguntaba de nuevo la mujer sana a la enferma con una frialdad atroz.
Comprar tabaco era, decíamos, una forma de conocer el país. También visitar las ferias o mercadillos de Montevideo, la de Tristán Narvaja, por ejemplo, donde se sucedían, una tras otra, una serie de librerías que combinaban sin problemas las novedades editoriales con el libro antiguo o de ocasión. Si hubiéramos de deducir el grado de cultura de los uruguayos de los títulos que figuraban en los escaparates, diríamos que se trata de uno de los pueblos más ilustrados del mundo. Si tuviéramos que deducirlo, en cambio, de la visita al zoo de Montevideo, diríamos que el uruguayo es un tipo que no cree en el sufrimiento de los demás, de los animales al menos. Jamás habíamos visto un zoológico más triste, más enfermo, más parecido a una prisión medieval. Los animales te miraban como si estuvieran condenados a cadena perpetua.
Aparte de fumar y de visitar el zoo, viajamos por el interior en un coche alquilado, enfrentándonos a tormentas tropicales en medio de las cuales el automóvil estuvo a punto de naufragar en varias ocasiones. El interior de Uruguay es idéntico a sí mismo. Vistos cien quilómetros, visto todo. Una penillanura cuyas suaves ondulaciones aumentaban, dentro del coche, la sensación de ir en un barco más que en un automóvil. A un lado y otro de la carretera, cultivos de soja, de maíz y de arroz, entre otros cereales. De vez en cuando, un grupo de vacas o de ovejas. Podías hacer decenas de quilómetros sin ver a un ser humano, sin descubrir una casa, un pueblo, una gasolinera. Ello se debe en parte a que la densidad de población es muy baja (no llega a 19 habitantes por quilómetro cuadrado, cuando en España, por ejemplo, es de 93). Nos habría gustado llegar a la frontera con Brasil, pero el tiempo lo hizo imposible.
–No sigan –nos dijeron en un peaje–, el tiempo está muy bravo.
Como no nos podíamos perder Punta del Este, lugar mítico de veraneo de los millonarios argentinos, viajamos también hasta allí, pero resultó ser como Benidorm o cualquier otro lugar turístico con una afición desmesurada al cemento. Decepcionante, aunque previsible. Siguiendo la costa llegamos hasta José Ignacio, donde por fin comimos un buen pescado. Nos dijeron que la costa se volvía más interesante cuanto más se alejaba uno de las grandes aglomeraciones y era verdad. Pero tuvimos que dar la vuelta antes de llegar a Punta del Diablo.
La gente nos preguntaba qué nos había parecido el Pepe y nosotros les respondíamos que qué les parecía a ellos. Advertimos que la percepción que se tenía de Mujica fuera no coincidía exactamente con la que se tenía dentro (nadie es profeta en su tierra). Con las cautelas con las que conviene recibir cualquier generalización, diríamos que las clases medias y altas intelectuales observaban a Mujica con cierta condescendencia. Le agradecían que hubiera colocado a Uruguay en el mapa, pero su forma de vivir les resultaba un poco pintoresca.
–Parece que tiene un núcleo melancólico el loco –nos dijo una periodista para explicar el hecho de que prefiriera la chacra al palacio presidencial.
En las clases altas, en fin, no acababan de aprobar el hecho de que viviera humildemente ni de que apareciera en las televisiones de medio mundo con los pantalones del chándal remangados hasta la rodilla (tiene problemas de circulación y le alivia llevar las piernas al descubierto). Nadie negaba desde luego las profundas transformaciones sufridas, para bien, por el país bajo su mandato. Pero ponían pegas aquí o allá, a veces de carácter económico, aunque le recriminaban también sus fracasos en las reformas de la Administración y en la enseñanza, dos de los pilares de su programa electoral. Se quejaban asimismo de la inseguridad, aunque Socías y yo podemos atestiguar que en ningún momento, a ninguna hora, en ninguna calle, tuvimos el mínimo percance, ni siquiera la sensación de que podríamos tenerlo. Montevideo nos pareció una de las ciudades más seguras del mundo, tan segura al menos como Madrid, Barcelona o cualquier otra ciudad europea.
–El viejo –nos dijeron algunos refiriéndose a Mujica– se ha creado un personaje y no hay manera de saber cuándo habla el uno y cuándo el otro.
Nos pareció que la admiración hacia Mujica crecía a medida que descendías en la escala social. De la mitad hacia abajo gozaba de una reputación conmovedora. Lo veían como a uno de los suyos y les parecía un signo de coherencia que aplicara a su vida el grado de austeridad que predicaba para la de los demás.
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En estas, a media semana recibimos una llamada de Presidencia del Gobierno. Nos dijeron que Mujica tenía un gran disgusto por no haber podido cumplir su palabra de llevarnos a Anchorena y que, si estábamos dispuestos, podríamos ir el viernes. El hecho de que el presidente de la República se sintiera culpable por no haber cumplido la palabra dada a dos periodistas españoles (o finlandeses, da lo mismo) parecía insólito. ¿Sería una broma? Nos apresuramos a decirle que sí, claro, y quedaron en recogernos a las 13 horas en el hotel. Desde allí iríamos a por el presidente, que estaría en su chacra, viajaríamos hasta Anchorena (unas tres horas), veríamos aquello con detenimiento y regresaríamos por la noche. El programa era matador para un señor de 80 años que llevaba encima una dura semana de trabajo. Desde cualquier punto de vista que lo observaras, aquella actitud hacia nosotros resultaba de una generosidad sin límites.
El automóvil presidencial resultó ser un Volkswagen de gama media sin ningún signo interno o externo que delatara la condición de su ocupante. El chófer, mientras nos dirigíamos a la chacra, nos dijo:
–El Pepe es como nosotros, no esconde nada. Él va al supermercado, a la ferretería. Si tiene ganas de comer un churrasco, va a la carnicería. Él hace los mandados, no tiene servicio. Le pasa la escoba al piso. Le gusta conducir su Fusquita (un Volkswagen Escarabajo muy antiguo).
–Como les había prometido, vamos allá, sacamos unas fotos, tomamos un copetín y volvemos –dice Mujica saliendo de su casa con la cara lavada y el pelo mojado, como si se acabara de despertar de una siesta.
Anchorena, según nos habían dicho, era una finca de más de mil trescientas hectáreas que un argentino apellidado de ese modo regaló al Gobierno uruguayo con la condición de que fuera la residencia de verano del presidente. El regalo incluía, entre otras condiciones, que no se podía vender y que el presidente tenía que pasar en ella unos treinta días al año. Todo esto había sucedido porque el tal Anchorena, perteneciente a una de las familias más ricas de Argentina, se había subido un día en un globo al otro lado del río de la Plata, en Buenos Aires, y había aterrizado en el lado de acá, en Uruguay, allí donde el río San Juan desemboca en el río de la Plata. El lugar le pareció tan hermoso que construyó en él una casa inglesa de proporciones gigantescas, además de diversos anexos para el servicio y los caballos. Trajo especies de todo el mundo y reforestó el lugar, que en la actualidad es un hermoso parque natural.
Durante el viaje a Anchorena, Mujica iba sentado en el asiento del copiloto; Socías, detrás del conductor, con la cámara a punto. Yo, detrás de Mujica.
–¿Qué le pasó el sábado anterior? –pregunté.
–Fui a pasar una zanja. Llovía y me desgarré. Tomé unos remedios y me doy un aerosol.
Mientras viajábamos, dijo que la lluvia les había “embromado mucho”. Nos contó que nació en una chacra y que dedicó varios años de su vida a estudiar la ganadería de todo el mundo para conocer lo que era la mayor riqueza de su país. Entonces suena el móvil, un viejo Nokia, lo coge. “Hola, viejo”, contesta, “decile que le voy a ver”. Cuelga. Dice que hacia los 17 o 18 años recibió clases de don José Bergamín. Que hasta los 20 años leyó literatura y filosofía. Que Bergamín le daba clases de composición literaria. Que luego se inclinó más por las lecturas de carácter científico. Dice que su generación tiene a España como una segunda patria, que leyeron mucho a la Generación del 98. Y a Ortega. Dice que puso de ministro de Agricultura a un arrocero porque el 90% del agua corriente se la lleva el arroz. Que normalmente tienen problemas de sequía porque el grueso del agua se va al mar. Que tienen que quitarle el agua al mar y que eso es lo que hacen los arroceros. La soja, dice, es un cultivo reciente.
–Aquí –señala un punto del paisaje– se está haciendo una facultad de veterinaria.
Dice que los viejos anarquistas lo primero que hacían era fundar una biblioteca y poner una imprenta. Que entre 1900 y 1920 en Uruguay tuvieron mucha influencia los anarquistas. Que luego dejaron el anarquismo, pero siguieron preocupados por la cuestión social. Los anarquistas, añade, crearon los sindicatos.
–Mi padre –dice– murió cuando yo tenía siete años. Vivía en una chacra muy pequeña, con mi madre. Pero empezaron a morir las chacras y se construyeron barrios obreros. Era un paisaje de overol y mameluco. Ahí empecé a politizarme. Después, en el Liceo, milité en una agrupación libertaria. Nuestro lema era: “Que te echen del trabajo por pelear, pero no por atorrante”. Los anarquistas modernos pelean por no trabajar.
Dice que el año pasado, cuando vino a España en viaje oficial, y le llevaron a La Zarzuela para ver al Rey, se dijo que aquello costaba un disparate. Que no se puede tirar la plata de ese modo cuando hay tanta gente con necesidades. Dice que en la chacra de su madre fundamentalmente cultivaban flores. Que en aquella época se cultivaba mucha flor porque había mucho culto a los muertos. Insiste en que se puede vender el aire, pero la tierra no. No hay mucha tierra así de verde en el mundo, dice mirando a un lado y otro de la carretera. Que el petróleo se agota, pero la tierra no se agotó nunca.
–Eso amarillo –dice señalando las puntas de la planta de soja– es porque llovió tanto que se perdió el nitrógeno. El nitrógeno es muy soluble en el agua.
Dice que a Juan Carlos lo mató la foto con el elefante muerto. Que lo de Corinna era más perdonable, pero que lo del elefante fue horrible.
–¿Y de qué hablaron durante aquella cena, en La Zarzuela? –pregunto.
–De la situación del mundo –dice.
–¿Y emplearon muchos lugares comunes?
–Los jefes de Estado van al baño también. Son hombres.
–¿Se imagina al Rey de España cenando en la cocina de su casa?
–Él quizá tendría dificultades para comer en mi casa, pero yo no para comer en la suya. Yo respeto y me siento a cualquier mesa, pero sé cuál es la mía.
Dice ahora que 3.000 quilos de soja por hectárea equivalen a 1.500 dólares en bruto.
–Valor neto –añade–: 500 dólares. Es rentable para un trabajo de cuatro meses.
Luego dice que creer en el dólar es como creer en los Reyes Magos. Como si fueras a un tendero y te midiera la tela con un metro de goma que pudiera estirar o encoger a su antojo. Dice que aunque él es ateo, le da mucha importancia filosófica y política a la religión.
–A mí –añade– ser ateo no me ha creado ningún problema porque soy uruguayo. Batlle era un anticlerical enorme, escribía dios con minúscula. Yo no soy anticlerical.
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Anchorena era mejor, si cabe, de lo que nos habían contado. Era el paraíso. Había, en efecto, una casa inmensa de principios del siglo XX, cuyas estancias se conservaban tal y como habían sido construidas. La inmensa cocina te retrotraía, por su decoración, a escenas novelescas de finales del XIX y los baños conservaban el suelo y los sanitarios originales. El presidente Mujica nos conducía de una estancia a otra con un gesto de incredulidad, como si, pese a haberla visitado en tantas ocasiones, aún no se creyera aquel derroche. Cuando iba a pasar el fin de semana con su esposa, se alojaban en una dependencia anexa, que en su día debió de servir para los invitados, quizá para el servicio, a la que llamaban “el hotelito”. Al pasar frente a un cuarto de baño, pregunto si puedo utilizarlo y me dice con expresión de asombro:
–Puedes utilizar el que quieras, ¡hay muchos!
Y añade:
–A la casa traemos a gente como Bush, la presidenta argentina… Luego se van, limpiamos y cerramos. Si algún día viene el Rey de España, lo traeremos aquí.
Tras tomar un refrigerio, Mujica se pone al volante de una especie de camioneta todoterreno en la que montamos también Socías y yo, y nos perdemos por la enorme finca los tres solos. Cada poco, se cruzan por delante del coche grupos de ciervos, los hay a cientos, quizá a miles. La situación nos parece un poco delirante, la verdad, ningún presidente de ninguna parte del mundo prescindiría de su seguridad en un recorrido no exento de riesgos y con dos desconocidos a bordo. En efecto, hay toda clase de árboles y de vegetación entre la que la camioneta se desliza superando milagrosamente la maleza, los surcos, la tierra mojada por las lluvias recientes.
En una de las paradas que hacemos le pregunto cuánto dinero lleva encima.
El Pepe saca del bolsillo de atrás del pantalón una vieja billetera:
–Veinte o treinta mil pesos –dice echando un ojo al interior–. Yo hago los mandados y compro las herramientas. No tengo tarjetas de crédito, lo pago todo al contado. Una vez, hace años, fui a comprar una Vespa y me la querían vender a cuotas. Me di cuenta de que lo que me querían vender no era la moto, sino el crédito. La pagué al contado, pero no logré que me descontaran más de cien dólares.
La billetera del presidente de la República está llena de papelitos con notas y números, quizá teléfonos apuntados con urgencia. Observo que lleva también unos dólares.
–¿Y esos dólares?
–Ah –dice–, los llevo por si las dudas, para cuando salgo al extranjero. Pero no me los puedo gastar porque nada más bajarme del avión me llevan y me traen a todas partes. Deben de ser los dólares más viajados del mundo. Han ido a China, han vuelto, yo qué sé, han estado en todas partes.
Terminamos el viaje en una pequeña playa de la costa del río de la Plata desde la que se ve a lo lejos Buenos Aires.
Hay un pino arrancado por el viento que sin embargo ha conseguido sobrevivir hundiendo sus raíces en la arena.
–Parece mentira –dice Mujica– que no cuidemos la vida, que es un paréntesis. Tenemos toda la eternidad para no ser.
De regreso, nos enseña las vacas y las instalaciones que se han construido para ellas, pues está empeñado en convertir Anchorena en una finca productiva, de manera que con los ingresos obtenidos se paguen los gastos de mantenimiento de la finca, en la que trabajan unas veinte personas.
Terminamos la tarde en Colonia, la localidad a la que pertenece Anchorena, y desde donde salen los ferris para Buenos Aires, tomando una copa en la terraza de una cafetería. A partir de ese instante, Mujica se convierte en una propiedad de la gente que se acerca a él, lo besa, lo toca, le pregunta por Manuela (la perra tullida) o le pide que le resuelva esto o lo otro. Mujica saca el teléfono y llama aquí o allá. Parece que ha sacado la oficina fuera. La mesa de la cafetería se convierte en unos instantes en la mesa de un despacho donde el presidente toma nota de todas las solicitudes.
–Es muy importante desacralizar la presidencia –dirá luego–. Esto tiene un sentido político: acentuar el republicanismo. La distancia de los políticos con la gente está creando mucho descrédito. Y la peor enfermedad es la de la gente que no cree en su Gobierno. Cuando la gente dice: son todos iguales. Pues no.
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Regresamos de noche, agotados, en silencio. Creo que se duermen todos menos el chófer y yo. Cerca ya de Montevideo, nos detenemos en un peaje donde no funciona el sistema telemático. El chófer baja la ventanilla:
–Este es el coche presidencial –le dice a la chica de la cabina–. Llevo aquí al lado al presidente.
La chica dice que se les ha caído el sistema, que no podemos pasar sin pagar. Mujica, que está agotado, se inclina:
–Dejame pasar, querida –suplica.
La chica continúa dudando, dice que tiene que consultar con su jefe. Al final, pagamos.
Unos minutos después, dejamos al presidente en su chacra, donde no se ve ninguna luz, de modo que su cuerpo se pierde enseguida en la oscuridad. Se lo traga la noche con sus andares de anciano. Nuestro viaje ha llegado a su fin.
En la tapia del Cementerio Central vi un día un grafiti, con pretensiones de epitafio, que decía así:
“Ya te conté”. Pues eso, ya te conté.