Con
la perspectiva de un siglo, es posible afirmar que la Revolución
Rusa influyó en la ampliación de la esfera democrática. El
surgimiento de un “Estado-obrero”, que se presentaba como
vanguardia de la nueva sociedad por venir, generó
como reacción
en el mundo Occidental el
impulso
de todo el andamiaje de los
derechos de
“segunda
generación”,
que comenzaron a ser reconocidos explícitamente por casi todas las
Constituciones modernas y demás normas jurídicas.
Se
trata de toda la serie de derechos de tipo social (trabajo, huelga,
salud, educación, a formar sindicatos, seguridad social, etc), que
buscan garantizar la base material de la vida, una suerte de punto
de partida para el efectivo goce de los derechos civiles y políticos,
o de “primera
generación”.
Así
se montó el esqueleto de lo que posteriormente sería conocido como
“Estado de Bienestar”
o “Estado Benefactor” (Welfare
State)
sustentados sobre la base del reconocimiento, protección y ejercicio
efectivo de estos derechos sociales, económicos y culturales.
Otra
reacción, más contextual y visceral, fue el
auge en Europa de gobiernos totalitarios de signo opuesto:
el fascismo en Italia, el nazismo en Alemania, y los regímenes de
Franco y Salazar en la Península Ibérica. A esto se sumó la
condescendencia con la que otros gobiernos europeos trataron y
toleraron a Mussolini y a Hitler.
Especialmente este último fue visto como un “freno” posible
frente a la posible expansión hacia el oeste del mundo soviético.
No
obstante lo anterior, Hitler
y Stalin cultivaron por un tiempo una relación de tolerancia mutua.
E incluso pactaron el reparto de Polonia, que desencadenó la 2ª
Guerra Mundial. En esas vueltas de carnero geniales que a veces da la
Historia, el detestado y temido comunismo ruso, terminó siendo
aliado militar de las detestadas democracias burguesas, contra el
enemigo común que representaba el nazismo.
Una
vez terminada la guerra, ambos bandos volvieron a detestarse con
renovado fervor,
en un mundo reconstruido y reconformado sobre las ruinas –todavía
humeantes- del anterior, y liderado por las dos superpotencias que
emergieron victoriosas: Estados Unidos de un lado, y la Unión de
Repúblicas Socialistas Soviética del otro.
La
Guerra Fría dividió al mundo en dos bloques
separados tras una imaginaria “Cortina de Hierro” por cuatro
décadas, y dejó a Berlín literalmente dividido por un muro, tan
real como atroz e insensato. El conflicto fue frío para las dos
potencias (en gran parte por la amenaza latente de la destrucción
nuclear mutua) pero resultó caliente en muchos puntos periféricos
del planeta: Corea, el sudeste asiático, casi toda Latinoamérica, y
toda África padecieron conflictos de diversa especie: intervenciones
militares, guerrillas, contra-guerrillas, golpes de Estado,
imposición de dictaduras y gobiernos títeres, torturas,
persecuciones políticas, desapariciones y exilios. Ese
fue el costo humano del mundo dividido en dos.
Si
Estados Unidos tuvo su Vietnam, la URSS tuvo su Afganistán. Si
Estados Unidos derrocó gobiernos como el de Arbenz en Guatemala y el
de Allende en Chile, la URSS no dudó en entrar con sus tanques en
Hungría en 1956 y en Checoslovaquia en el 68. Si Estados Unidos tuvo
su Cuba, la URSS tuvo su Yugoslavia. Y ambos se repartieron Alemania
y Corea como botines de guerra.
Esa
fue la razón por la que líderes de algunos de esos países
periféricos, que no se conformaban ni toleraban el papel de meros
peones en ese mundo que otros habían dividido en dos, resolvieron
crear el Movimiento
de Los No Alineados.
Era un mensaje para dejar en claro que se negaban a entrar en la
lógica bipolar, simplista y simplificadora, autoritaria y
prepotente, del “si
no están conmigo, están con el enemigo”.
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